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21ene07
El Acuerdo de Ralito fue un pacto con el diablo
El 23 de julio de 2001, en medio del sofocante calor de las sabanas de Córdoba, parte del Estado colombiano pactó su destino con una de las organizaciones criminales más temibles de la historia reciente del país. En una finca recién construida a pocos kilómetros de Santa Fe Ralito se reunieron los jefes paramilitares, que estaban a la cabeza de un ejército ilegal de 15.000 hombres, con 11 congresistas, dos gobernadores, tres alcaldes, varios concejales y funcionarios públicos. En total, 32 personas, custodiados por tres anillos de seguridad.
Los políticos fueron convocados al cuartel general de las autodefensas por Salvatore Mancuso, jefe del Estado Mayor de las AUC; 'Don Berna', inspector general de las AUC, y 'Jorge 40', comandante del Bloque Norte de esa organización, para sellar un acuerdo que buscaba "refundar nuestra patria" y hacer "un nuevo contrato social".
Esa mañana, varios académicos presentaron el proyecto ideológico y político de las autodefensas. Después de un debate sobre los pilares para construir "una Nueva Colombia", Mancuso, como portavoz de los paramilitares, remató la reunión con unas palabras e invitó a sellar el compromiso con la firma de un documento confidencial y secreto. Finalmente, pasaron a manteles.
Sólo dos meses antes, 150 hombres de las Fuerzas Especiales y 40 de la Fiscalía habían iniciado la más grande ofensiva al corazón de las AUC en Montería. Iban detrás de Salvatore Mancuso y Carlos Castaño. En ese momento eran los dos hombres más buscados de Colombia. Estaban pedidos en extradición por narcotráfico y la justicia colombiana los perseguía por cometer crímenes de lesa humanidad.
Mancuso y Castaño estaban liderando una maquinaria de guerra que estaba en su apogeo militar y que se había construido sobre una lucha contra la guerrilla y el exterminio de la población civil. La estela de sangre previa a la reunión no podía ser más escalofriante. En los cinco años anteriores los paramilitares habían cometido más de 250 masacres que dejaron más de 1.700 muertos, según cifras de las propias autoridades. Desde la matanza de Mapiripán -donde mostraron que podían llegar hasta el último rincón del país para sembrar el terror-, pasando por las masacres de El Aro y la Granja -donde hubo un plan de exterminio sistemático a la población civil-, hasta las matanzas del Salado y Chengue -donde mostraron que su grado de sevicia y crueldad no tenía límites. En estas últimas, los hombres de las AUC llevaron la muerte a su estado más denigrante: convertir la tortura y la muerte en un espectáculo público. Este macabro telón de fondo de la reunión no pareció importarles a los políticos.
Para ese momento, la expansión militar de las autodefensas ya había atenazado al país. Con 10 bloques, un estado mayor y presencia en 20 departamentos, sólo faltaba dar el siguiente paso: consolidar el poder político. Y la reunión en Ralito se hizo para eso.
Combinar las formas de lucha
Las cuatro hojas que consignan el pacto de sangre entre políticos y paramilitares constituían el documento más buscado de Colombia hace dos meses, cuando el senador Miguel de la Espriella, firmante de la reunión, reveló su existencia. Para la prensa, que había destapado el escándalo de la para-política, el documento era la prueba reina de que el paramilitarismo tenía un caballo de Troya en el corazón de la democracia.
Mientras la obsesión en las salas de redacción era encontrar la pieza clave del rompecabezas, las 32 copias eran celosamente custodiadas por los asistentes a la reunión de Ralito.
Con la declaración de Mancuso ante la Fiscalía se empezó a correr el velo de lo que muchos colombianos sospechaban pero se negaban a creer: que gran parte del Estado estaba subyugada ante la dialéctica del terror paramilitar. Y los políticos eran el último eslabón en una cadena de complicidades.
La semana pasada, Mancuso reveló cuál fue el pecado original del Estado con los paramilitares: la alianza de sectores de las fuerzas militares con este poderoso grupo criminal. Mancuso señaló cómo oficiales del Ejército, Armada, la Fuerza Aérea y la Policía transportaban a paramilitares en sus camiones, elaboraban listas para masacres y asesinatos selectivos, entrenaban a los combatientes de las AUC en sus cuarteles y les entregaban las armas a los futuros verdugos de la población civil.
Nombres que el país asociaba con coraje y heroísmo como mariscales de campo en la lucha contrainsurgente aparecen ahora como parte del engranaje de una guerra ilegítima cuya punta de lanza son los paramilitares.
El general Alfonso Manosalva, a quien no le cabían más medallas en su pecho, apoyó, según Mancuso, las masacres de Ituango (El Aro y la Granja) mientras era comandante de la Cuarta Brigada en Medellín. El coronel Jorge Eliécer Plazas, quien fue oficial de inteligencia en Urabá, filtraba nombres de las futuras víctimas. El general Quiñónez habría facilitado la entrada de los paramilitares a El Salado, para cometer la masacre de casi 30 campesinos que murieron a golpes. En su relato, Mancuso se abstuvo de mencionar decenas de otros nombres de oficiales que colaboraron durante una década con la expansión paramilitar, pero dio indicios suficientes para que la Fiscalía investigue.
Los militares que mencionó Mancuso son sólo la punta del iceberg. Desde el nacimiento del paramilitarismo en el Magdalena Medio en los 80, durante su crecimiento en los 90 y su consolidación en 2000, nombres de generales tan importantes como Faruk Yanine Díaz, Iván Ramírez y Rito Alejo del Río han gravitado alrededor de este sombrío capítulo de nuestra historia. Estos procesos casi siempre terminaron archivados, pero pusieron a Colombia en la picota mundial por tener un Estado violador de los derechos humanos.
Esta histórica connivencia de algunos sectores de las fuerzas militares con las AUC convierte el documento de Ralito en un instrumento desestabilizador de la democracia. La firma del acuerdo no era sino la refrendación política de una estrategia militar. Era un proyecto perverso y por eso, como le dijo uno de los asistentes a SEMANA, a varios les tembló la mano al firmarlo.
Alcance de la carta
Con esa agenda oculta bajo el brazo, los políticos salieron del lejano caserío y cada uno regresó a sus funciones públicas. Los gobernadores de Córdoba y Sucre, José María López y Salvador Arana, respectivamente, volvieron a sus despachos a regir los destinos de sus departamentos. Los cuatro senadores y ocho representantes, de partidos tan disímiles como el Liberal, el Conservador y movimientos independientes, volvieron a ocupar sus curules en el Congreso de la República. Los alcaldes de San Antero (Córdoba) y San Onofre y Ovejas (Sucre) volvieron a sus oficinas de representantes del pueblo en sus municipios.
Y los jefes paramilitares volvieron al monte a diseñar el proselitismo armado más eficiente de que se tenga memoria en el país y que, según ellos mismos, les llevó a tener el control del 35 por ciento del Congreso.
A todos los firmantes del documento les fue bien electoralmente. Si bien en el texto no está plasmada una estrategia electoral, sus postulados, erigidos a punta de fusil, producen escalofríos. ¿Qué quiere decir que ellos asumen "la irrenunciable tarea de refundar la patria"? ¿En qué consiste el "nuevo contrato social" del que hablan? ¿Cuál es esa "Nueva Colombia" que se plantean como desafío?
¿Implica acaso la "refundación del país" la destrucción de las actuales instituciones? ¿Pretende el "nuevo contrato social" subvertir el Estado social y liberal de derecho que actualmente nos rige? ¿Será esa "Nueva Colombia" una nación con menos derechos políticos y libertades civiles?
Pero quizá lo más impresionante del documento es que todos los presentes en aquella reunión de Ralito asumen "el compromiso de garantizar los fines del Estado como defender la independencia nacional, mantener la integridad territorial y asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo". Todas estas tareas encomendadas, según la Constitución, al Estado.
¿Acaso se estaba pensado suplantar la fuerza pública legítima por una fuerza paramilitar financiada por el narcotráfico? ¿Era el objetivo una alianza entre militares y paramilitares, respaldado por un sector político, para sabotear la negociación del gobierno Pastrana con las Farc en el Caguán?
Cualquiera de las anteriores hipótesis es tenebrosa. Por eso es lamentable oír al actual ministro del Interior, Carlos Holguín Sardi, decir en los medios que "no hay nada impropio" en el documento y que "se podría refrendar". Si bien los asistentes a la reunión han sacado comunicados dando explicaciones y justificando su presencia en la reunión por presión, temor o la complejidad regional del conflicto, es insólito que el ministro de la política y de la justicia lo asuma de manera tan banal.
La mayor parte de los políticos firmantes del documento y de los demás involucrados en el escándalo de la para-política son de departamentos que han sido azotados por la violencia. Uno de los congresistas de la reunión ha salido a decir que la única autoridad en ese momento eran las autodefensas. Si bien es cierto que la sombra del paramilitarismo se ha extendido por todo el país y que en algunas regiones la presencia del Estado es precaria, esta complejidad regional de ninguna manera justifica la complicidad con estrategias criminales.
Es irónico que quienes han tenido la responsabilidad de representar al Estado en las regiones, como estos gobernadores, alcaldes y senadores que hicieron parte del acuerdo con las AUC, salgan ahora a justificar la hegemonía de los paramilitares por la falta de Estado. Es decir, no hay Estado porque nosotros, los políticos, no fuimos capaces de representarlo. Ha sido una clase política regional que se ha caracterizado por ser sedienta de clientelismo y que concibe el poder como una oportunidad para darles un zarpazo a las finanzas públicas. Una clase política que hoy se lamenta de una fragilidad del Estado que ellos se encargaron de debilitar y deslegitimar. Y una clase política que hoy minimiza un vergonzoso episodio de nuestra democracia, y que puede tener graves consecuencias penales.
Nunca más
Este documento tiene una dimensión simbólica que muestra hasta dónde se traspasaron las fronteras morales y éticas de algunos gobernantes. Pero también tiene una dimensión judicial para cada uno de los que suscribieron el acuerdo con la cúpula de las autodefensas. Para Alfonso Gómez Méndez, ex fiscal general de la nación, este pacto configura dos delitos: omisión de denuncia, por tratarse de personas prófugas de la justicia, y complicidad con grupos criminales. De otro lado, un ex magistrado de la Corte Constitucional considera que incluso se puede hablar de que estas personas promovieron la actividad de los grupos paramilitares y que esto podría configurar el delito de concierto para delinquir.
Queda en manos de la Corte Suprema de Justicia investigar a los 11 congresistas en ejercicio que fueron a dicha reunión y en las de la Fiscalía, a los gobernadores, alcaldes, concejales y particulares que también están implicados.
No basta, sin embargo, un castigo severo de la justicia para mandar un mensaje ejemplarizante a la sociedad. En este tipo de procesos, donde el país entra en una catarsis colectiva y trata de mirarse en el espejo de su propia realidad, es fundamental afrontar todas las caras de la verdad. Y la verdad hasta ahora está asomando la cabeza. La confesión de Salvatore Mancuso, que la semana pasada estremeció al país y al mundo con la narración detallada de 336 crímenes, es sólo el preámbulo del libro de la verdad que está por escribirse.
Mancuso tiene mucho más que revelar. Y ojalá su calculada estrategia de defensa no deje enterrados en el olvido algunos capítulos -como el asesinato de Jaime Garzón- que siguen en la impunidad.
Después de la declaración de Mancuso vendrán las de 'Jorge 40', 'don Berna', Ramón Isaza y otros 50 jefes paramilitares que se presentarán ante los fiscales de Justicia y Paz. Frente a la avalancha que se viene, los colombianos tendremos que saber asimilar las dosis de verdad, por más increíbles y desgarradoras que resulten.
La verdad no sólo debe servir para dejar una constancia histórica o para castigar a los responsables. La verdad es sobre todo fundamental para que estos hechos no vuelvan a ocurrir. Porque el país, si quiere salir algún día de la espiral de la violencia, no puede seguir haciendo pactos con el diablo.
[Fuente: Revista Semana, Bogotá, Col, 21ene07]
Informes sobre corrupción y crimen organizado
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