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28ago11
Vida cotidiana en Trípoli, donde la muerte y el miedo van de la mano
La ciudad en guerra camina como agachada y con la espalda estremecida. Trípoli, que aún entre sus escombros y basura desparramada guarda belleza, es una promesa de foco turístico, pero hoy está del otro lado del portal de Dante, donde nace un infierno del que es difícil regresar.
Después de 41 años de una dictadura carnicera, la gente ha tenido que soportar las calamidades de seis meses de una guerra despiadada para remover al régimen de Muammar Kadafi. Y ahora que la tiranía ha colapsado, continúa la muerte, el terror, los mercados cerrados, la escasez de combustible, los cortes de luz, la carencia de agua y las escuelas desactivadas.
El momento que se vive parece un punto ciego anárquico entre lo malo que había y lo que cada uno espera que suceda. La ciudad, que tiene avenidas que viborean junto a un mar exuberante y maravillosas playas de arena, está desbordada de camionetas artilladas que corren de un sitio al otro haciendo chirriar los neumáticos, más disfrutando que vigilando, y de legiones de rebeldes armados que disparan sus fusiles al cielo constantemente. Las consecuencias de ese clima se ven a cada paso. En este hotel Radison donde se encuentra el enviado, ayer le dispararon a un camarógrafo español que trabajaba en la terraza del edificio. Pudo ser una bala perdida o la terrible puntería de un asesino escondido.
A este mismo lugar llegó este sábado por la mañana una mujer llorando en un grito que no cesaba. Vino con otra muchacha que gemía con ella y un niño muy pequeño que se achicaba en medio de esos llantos y bajo la mirada de los periodistas que rodeaban a quien parecía su madre.
A la mujer le acababan de matar al hermano , dice uno de los libios que llevan a los hombres de prensa. El muerto era aparentemente un hombre de la dictadura que fue acribillado después de que disparó a un auto con rebeldes desarmados. Otra versión dice que lo atravesó la bala de un francotirador. No se sabe. La mujer tiene aún una mano manchada de barro y de una sangre que no es de ella y grita desesperada pidiendo una ayuda que no existe.
En la otra punta de la ciudad, el farmacéutico Tahar Katab, con su pequeño negocio barrial más o menos abastecido, pregunta si hemos ido al hospital. Con la respuesta afirmativa, relata que está yendo a diario a ese sitio, para buscar entre la montaña impresionante de cadáveres que se amontonan en la morgue y en los pasillos del establecimiento a su sobrino de 28 años. El muchacho estaba en la puerta de su casa en el barrio donde se levanta el bunker de Kadafi cuando recibió un disparo y murió en el acto. “Los kadafistas se llevaron el cuerpo, no sólo matan sino que se roban los cadáveres ”, masculla el farmacéutico con los ojos inundados. Esa tarde volverá a la morgue pero va perdiendo las esperanzas. “No queremos más esta brutalidad”, dice este hombre muy educado y con un inglés perfecto.
El miedo vació las calles de la ciudad, incluso las del barrio de esa farmacia que se parece a los vecindarios de clase media baja de los suburbios de Buenos Aires. Casas de un piso, arquitectura muy sencilla, y autos antiguos. Nadie camina por sus veredas. Cerca de ahí está el cuartel de la policía en la avenida Guidansi, pero tiene la puerta de rejas abierta y adentro no se ve a nadie.
En Trípoli, la gente vive la guerra oculta en sus hogares , temerosa de que desde algún techo uno de los tiradores ocultos que sembró el régimen antes de su huida los mate a ellos o a sus hijos. Como el dictador egipcio Hosni Mubarak, también Kadafi contaba con apoyo de parte de la población que se expresa ahora de este terrible modo.
El peligro es tal que, cuando se viaja por las rutas vecinas de la ciudad tomada como ha hecho este enviado para llegar al aeropuerto, todos miran los autos que vienen por si sale de las ventanillas el cañón de un arma . Para empeorar el problema, en esta anarquía los vehículos van por la mano que les conviene. Nadie vigila el tránsito en Trípoli y, en las avenidas y rutas, la gente se manda de contramano y a gran velocidad.
Ese miedo extendido hace que los choferes que llevan a los periodistas no quieran detenerse frente a los monoblocks que hay en los costados de las autopistas porque temen que desde esas ventanas los acribillen. Así le pasó el viernes a un equipo de la televisión brasileña que viajaba al aeropuerto.
Los casos se repiten. El veterano fotógrafo holandés Guns Dubbelman desayuna con nosotros en el hotel. Está abatido porque hace dos días, en Bab al–Aziziyah, el bunker ahora saqueado de Kadafi, se escuchó un estampido leve como el de una rama que se quiebra y un hombre que caminaba junto a él cayó con todo su peso, muerto en la vereda.
La muerte y el miedo van de la mano con una realidad cotidiana muy complicada.
Algunos mercados de frutas están cerrados porque la crisis y esta explosiva transición impiden que lleguen los productos a los puestos de venta.
La guerra disparó el precio de los productos que aún se pueden conseguir fuera del mercado negro. El abogado Muhammad Guidansi, que ha encontrado una veta como chofer de la legión de periodistas que ha llegado aquí, confirma que los precios de la comida se han disparado. “Antes de la caída de ‘seis letras’ (como llaman muchos libios a Kadafi para evitar nombrarlo) el kilo de tomate costaba medio dinar (0,7 centavos de dólar) y ahora seis (5 dólares)”. El valor del combustible –muy escaso ahora– también se escapó. Saltó de quince centavos de dólar el litro a cerca de tres.
La familia de Ahmed Quitari y su mujer Anush hablan con el periodista en un retén de la Plaza Verde. Dicen que con “el ‘seis letras’ todo era un desastre. Teníamos que hacer tres horas de cola para conseguir pan y el precio del arroz este año subió más de 500 por ciento, de 6 a 32 dinares”. El hombre está seguro de que todo se va a normalizar en cuanto la ciudad vuelva a pacificarse y se reanude el circuito comercial.
Los dos insultan a Kadafi y la mujer mueve una banderita tricolor de los rebeldes. Van en un auto caro, un cuatro por cuatro japonés y se los ve saludables.
La ausencia de agua es atribuida a sabotajes de partidarios de Kadafi que, según todas las versiones, destruyeron el comando central de la empresa estatal de abastecimiento y no hay personal capacitado para reparar eso con premura. Casi toda Trípoli, una ciudad de color blanco, verde y celeste abrazada por el mar, no tiene agua en sus canillas. Sólo unos pocos la consiguen de pozos propios en sus casas esperando ellos y los otros el milagro de que todo esto termine y la vida tenga también aquí el sentido que merece.
[Fuente: Clarín, Bs As, 28ago11]
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