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DERECHOS


20nov05


Hoy hace treinta años.


Hoy es 20-N. Hace 30 años que moría el dictador, un general llamado Franco Bahamonde, que estuvo en el poder después de que su facción ganara una terrible contienda civil que partió España en dos y que prolongara la guerra durante cuatro decenios en el interior, cebándose de manera innecesaria con los vencidos. Ensañándose con violencia física, mediante una represión continua, física, moral y económica. Sólo los adictos, convencidos o simulados, tuvieron acceso a los trabajos de la Administración y de muchas empresas privadas, que el régimen controló, como todo lo demás, mediante incontables y hasta curiosas argucias. Hoy hace 30 años que murió el dictador y cerca de 16 millones de jóvenes españoles nacieron después de aquel día.

Por eso, y por otras muchas razones, tenemos derecho a saber la verdad, con independencia de las ideologías que cada uno defienda, porque cualquier demócrata, de derechas, de centro o de izquierda, tendrá el convencimiento de que los regímenes de hecho ni tienen fundamento ni sirven para el progreso social de los pueblos. En realidad, son de hecho cuando carecen de derecho. Cada uno tendrá su concepción del pasado, pero pocos, salvo algunos revisionistas más cercanos a la tiranía del atrevimiento y de la ignorancia que al rigor de la ciencia histórica, se sienten capaces de defender lo indefendible. Revisionismo que, por si alguien tiene tentación de confundir, nada tiene que ver con la recuperación de la memoria histórica, que es el razonable deseo de rescatar los restos de familiares sepultados en anónimas fosas comunes o en otros lugares donde han permanecido durante más de 60 años. Expresiones como "todos fueron iguales", "todos fueron culpables" u otras parecidas, no aclaran nada sobre el pasado, sólo sirven para ignorarlo y para seguir sembrando dudas sobre el presente. Ni todos fueron iguales ni todos fueron culpables.

Hubo miles de víctimas, hubo decenas de verdugos y hubo muchas diferencias, al margen de las actitudes personales, dignas o indignas en todos los rincones. Francisco Sotelo, desde su sabiduría y prudencia, lo ha escrito con gran acierto: "Los muchos que defendieron en su día el franquismo y los pocos que lo hacen hoy se basan en tres argumentos. El primero consiste en decir que la Segunda República era incapaz de garantizar la convivencia pacífica de los españoles y que había una izquierda revolucionaria y antidemocrática a cuyos desmanes puso coto la sublevación militar de julio de 1936. El segundo argumento es que Franco mantuvo a España fuera de la Segunda Guerra Mundial. El tercero es el desarrollo económico del país que se produjo durante el franquismo y que, al atenuar mucho las tensiones sociales, permitió a la muerte del dictador la transición pacífica a la democracia. Ninguno de esos argumentos es convincente".

Los tres argumentos, superados por los mejores historiadores y economistas, son piezas justificadoras llenas de prejuicios ideológicos, que sirven más a motivos políticos del presente que al conocimiento de la realidad pretérita y a las causas de los procesos históricos. Franco fue la cara visible de un poder que arropó intereses bien identificados y del levantamiento contra un régimen, el de la II República, legítimamente constituido y democráticamente elegido, que, con independencia de sus fracasos, errores y actitudes extremas (propio de los escasos regímenes democráticos de la época), pudo y debió haber tenido la oportunidad de resolver los problemas con la razón, el diálogo y el pacto. Pero hubo fuerzas poderosas que tenían otros objetivos y el resultado es conocido.

Es verdad que en las décadas de los 20 y de los 30 la política estaba radicalizada en exceso, tanto a la derecha como a la izquierda, pero de los militares españoles de entonces, curtidos en las campañas africanas, y de la Iglesia, olvidada de su mensaje evangélico de paz, que hizo labor de legitimación del régimen ante la sociedad española, se podía haber esperado otra actuación. Sin embargo, fieles a su tradición facciosa, para apuntalar al poder tradicional, y atizadas ambas instituciones por intereses de terratenientes, de algunos empresarios urbanos y del funcionariado, en gran medida parásito y domesticado, fruto del nepotismo, ya se sabe qué partido tomaron. Y aquello estalló. El general Franco, que, por cierto, se levantó firmando bandos que acababan con el grito de "Viva la República", enseguida supo hacerse un sitio, para lograr sobrevivir, física y políticamente, 40 años. Hoy, 30 después, España es otro país.

Otro país diferente del de 1975 y, por fortuna, otro muy distinto en todos los sentidos del de 1936-1939. La muerte del general, convertida en metáfora del régimen y de la España del momento, fue una agonía personal terrible, inhumana, que tal vez no le habrían deseado ni sus víctimas; fue una tortura instrumental a la que le sometieron tanto sus familiares como los más allegados franquistas, urdida y prolongada para arreglar muchos asuntos, no de Estado precisamente.

Su muerte fue el punto final de una serie de estertores de un régimen en descomposición: muerte de Carrero Blanco, ajusticiamiento de tres miembros del FRAP o marcha verde sobre el Sahara.

Acontecimientos que dejaron al país al borde del abismo, aunque logró superarlo en medio de muchos temores.

[Fuente: Por Silvano Andrés de la Morena, El Heraldo de Soria, Esp, 20nov05]

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