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01jun05
Los silencios del franquismo.
Durante siete años recorrí pensiones de Madrid con un compañero de curso de la Facultad de Medicina de Madrid. Nos considerábamos íntimos. Después de muchos años, indirectamente supe que era hijo de uno de los fusilados por los falangistas en el monasterio de San Marcos en León... Muerto Franco, grabé una entrevista a Concha Castillo (que publiqué en el primer volumen de mi autobiografía, Pretérito imperfecto), testigo de la matanza que moros y falangistas llevaron a cabo en San Roque en 1936: el miedo a hablar la paralizaba; los hijos la incitaban a seguir hablando, advirtiéndole que hacia dos años que había muerto Franco, que estábamos ya en democracia, etc. El silencio de los vencidos se prolongó hasta después de la muerte del dictador. No había necesidad de decirles que callaran: lo estaban desde hacía más de cuarenta años. Tenía, pues, su lógica (una lógica personal) que permanecieran en silencio. Pero hubo muchos a los que hablar, además de doloroso, les parecía inútil, porque ¿era posible hacerles comprender a los demás lo que realmente sintieron? Tengo la convicción interna de que el suicidio de Primo Levi fue motivado (lo infiero de sus textos) por la imposibilidad de hallar palabras para la descripción del universo que le fue dado vivir.
Fueron tantos los años de la dictadura franquista que muchos de los silenciados han desaparecido sin que hayan tenido ocasión de decir. Pero no se puede decir por ellos. No es posible hablar por otro de lo que, por las razones que fuera, calló. Que cada cual diga lo suyo. La memoria es personal; no hay otra. Y lo perdido, perdido está.
Como metáfora (impropia, por lo demás) se dice que la historia es la memoria colectiva. No lo es; por eso no sustituye a la memoria en sentido estricto que, convertida en discurso oral o escrito, se denomina testimonio. Mientras el testimonio lo es de la vida de uno, y por lo tanto drama, la historia es crónica, necesariamente despersonalizada, de una sociedad y en una época determinada. El testimonio, pues, no suple a la historia. Y sin embargo, ésta precisa y se nutre de testimonios. Estas líneas mías son, pues, una invitación no a recordar -seguro que nada de cuanto habría que decir ha sido olvidado- sino a testimoniar. El testimonio es una manera de seguir viviendo. Uno no muere del todo mientras reside en el recuerdo de los demás. Sólo cuando estos han desaparecido y nadie nos recuerda, nos hemos muerto definitivamente. Dar testimonio como respuesta a aquel silencio forzoso es un requerimiento que en todo caso nace de uno mismo para sobrevivir en sus palabras; y es también una obligación moral, la de hacer saber a los demás lo que es el miedo, el dolor, el sufrimiento personal, que así pueden transferir a los que se fueron sin contarlo.
He tenido el privilegio de oír lo que algunos contaban de aquellos años, los veinte primeros de franquismo, cuando una mínima ruptura del silencio (una imprudencia) entrañaba el máximo riesgo.Y he visto, y no me tenía que ser contado, el miedo a que se oyera la más leve crítica del régimen, o que se supiera de una amistad peligrosa, incluso a que, no ya no con palabras, sino por una forma de mirar se sospechase "desafección al régimen" (ésta era la temida calificación). No sólo no se podía decir; había también que disimular cuando se oía.
Porque, ¿qué hacer si alguien criticaba al régimen? ¿Asentir? Era un riesgo temerario y gratuito. ¿Callar? Podía ser una manera oculta de asentir. Se podrá aducir, en contra del paisaje de terror que describo, que jamás hubo suficiente policía para conseguir el silencio generalizado de los vencidos. No era necesaria, porque en funciones lo fue buena parte de la sociedad civil, que podía obligar a callar, o marcaba haciendo saber dónde parece que éste está, y dejarlo así en el punto de mira. Es cierto que pasados los primeros veinticinco años el riesgo inmediato disminuyó, pero (los mayores se encargaban de advertirlo) "¿y si la situación volviera a ser la de antes?". España en silencio...
Toda dictadura hace silencios, distintos silencios. Desde luego el de los vencidos, al que me acabo de referir. Pero también el de los vencedores, de otra índole, pero inquietante y desde luego perturbador. Si son pocos los testimonios de vencidos, los de los vencedores, en tanto que tales, no existen. (Los recuerdos de éstos se refieren a la época en la que eran también vencidos: refugios en embajadas, ocultaciones, etc.). Pero ¿qué nos dicen de ellos como vencedores? Nada. El libro de Ronald Fraser (Recuérdalo tu, Recuérdalo a otros) es una prueba del contraste, ya en las postrimerías del franquismo, entre el discurso dramático del vencido y el mutismo del vencedor. Si el discurso de los vencidos es el del perseguido o encarcelado, o el del hijo o la esposa del ejecutado, ¿cuál es el de los que, como vencedores, persiguieron, encarcelaron o ejecutaron? Después de terminada la Guerra Civil, los franquistas podían seguir gritando "Franco, Franco, Franco" en los actos del régimen (el último, en la plaza de Oriente, unas semanas antes de la muerte del dictador). Pero con cualquiera de ellos, a solas, apenas logré hacerles hablar de qué hicieron en la retaguardia durante aquellos años de la Guerra Civil. ¿Por qué no hablar si podían hacerlo? ¿Qué tenían que callar? Tenían que guardar silencio. Ojalá hubieran podido borrar o cuando menos olvidar su pasado. Serrano Súñer lo intentó, inventándoselo; Ridruejo también, pero calló dolorosamente lo que pudo; Laín nos invitó a aceptar que él ignoró.Son sólo ejemplos que podría multiplicar. El franquismo, que no acabó con la memoria, hizo callar, desde luego, a los vencidos. Pero, aunque parezca paradójico, provocó, poco después de su victoria, el silencio (de otro carácter, claro está) de los vencedores. A ese silencio le llamo mutismo. (Un ejemplo de ello, sobre otro lado del problema, fue La Muralla,de Joaquín Calvo Sotelo, de 1954. Pero es interesante saber acerca de la repercusión social que por entonces tuvo). En Casa delOlivo he descrito con alguna amplitud este tipo de silencio que viví en la intimidad de la consulta en muy contadas ocasiones. ¿Por qué el mutismo? La calma en la retaguardia franquista fue absoluta. Tras las bandas de ejecutores estaban las de los que ordenaban ejecutar; más atrás, las de los que señalaban a los que deberían ser ejecutados; a espalda de ambos, los que asentían sobre las ejecuciones. En esta pirámide social invertida se asentó la paz que el franquismo otorgó a todos los españoles. Porque una actividad tan frenética como la que acabo de describir no es obra de unos pocos, ni siquiera de las autoridades de entonces: es tarea de muchos. El franquismo tuvo, además, buen cuidado en complicar (aunque algunos no lo necesitaran) a cuantos más mejor en esa tarea de pacificación, de la que algunos comenzaron a distanciarse. De esta forma quedaron moralmente tullidos muchos miles de personas, y aún hoy los supervivientes lo están, pero en secreto (hace poco me enteré de las actividades de una persona que durante años he tenido cerca de mí). Pasados los años en los que se hizo lo que había que hacer, sin reproche social ostensible, incluso más bien como mérito, emergió un malestar interior ante el que no cabía otra defensa que el mutismo y el deseo de que lo supieran los menos posibles, de olvidar todo ante la repugnancia del recuerdo. Un silencio activo, un "aquello ya pasó y mejor no hablar"; o esa forma de defensa que es la disolución de la culpa en el grupo ("todos hicimos lo mismo"); o la de la obediencia debida ("hicimos lo que nos mandaban"). Porque los vencedores, pasados los años en los que se podía decir en voz alta que lo que se había hecho tenía que hacerse,y utilizaron su victoria como prueba de que la razón estaba de su lado, iniciaron su íntima reconsideración. No todos hicieron, ni todos hicieron lo mismo. También en esa dramática tarea hubo una división social del trabajo. La tarea de los vencedores hasta lograr el silencio absoluto y prolongado de los vencidos fue de tal magnitud que resulta ridículo pensar que fuera labor de unos cuantos... Si hablo de ello ahora no es con ánimo de un tardío ajuste de cuentas, sino para señalar la imposibilidad de completar, en la conjunción vencedor/vencido, la del vencedor, hasta ahora poco conocida, saber qué fue lo que este último hizo, sintió y pensó como para que, años después, no quiera o no pueda reconocerse en ese sector de su pasado. Si el vencido temía al de fuera, el vencedor ha temido siempre al de dentro,a su memoria, y a la memoria que de ellos puedan guardar los demás.
[Fuente: Por Carlos Castlla del Pino, La Vanguardia, Barcelona, 01jun05]
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