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18ene14


El general Riego. Un adelantado a su tiempo, un héroe ignorado por todos


"Un filósofo es un tipo que sube a una cumbre en busca del sol; encuentra niebla, desciende y explica el magnífico espectáculo que ha visto".
-W. Somerset Maugham

"Todos los españoles adictos al rey José [Bonaparte] que le han servido en los empleos civiles o militares y que le han seguido, volverán a los honores, derechos y prerrogativas de que gozaban…".

Esto fue lo acordado en la firma del tratado de Valençay entre Fernando VII y Napoleón en el año 1813. El tiempo demostraría que no era más que papel mojado.

La realidad es que otra larga noche de represión visitaría nuestra doméstica piel mediterránea durante el reinado de Fernando VII, posiblemente uno de los reyes más infames que haya ceñido una corona española, aparte de incendiario del desencanto popular de la época y con un impermeable implacable ante las necesidades de su pueblo. Sin carácter para dirigir la nación hacia el futuro, sin palabra para respetar sus compromisos, vapuleó a "La Pepa" y fusiló sin desmayo y con empecinamiento inusual a aquellos que intentaron frenar sus delirios. Un borrón en nuestra historia, quizás, uno de los más onerosos.

Riego, asturiano de origen, daría con su osamenta en su forzada cautividad en la prisión de Jaca y en un chateaux más tarde, tras ser capturado durante un lance de la Guerra de la Independencia. El tratamiento que le otorgaron nuestros vecinos sería siempre respetuoso y próximo a la cortesía que se practicaban entre pares las gentes de la milicia, al menos entre la alta oficialidad. Seis años más tarde y transformado en un cultivado masón, comenzaría a trabajar con ahínco a favor los principios de la revolución francesa. Su objetivo, no fue otro que el de reciclar al absolutista y déspota Fernando VII hacia una monarquía de corte constitucional y rescatar la constitución de Cádiz de 1812 para una mejor administración del país y sus gentes. Pero el rey felón no estuvo por la labor.

Una sublevación de militares progresistas

La administración que consintió José Bonaparte, "Pepe Botella", en la ocupada España, fue bastante mejor y debería quedar registrada en la historia de nuestro reino. Aunque procedente de los lodos de aquella aviesa y trapera invasión, estuvo más preocupado por cultivar unas correctas relaciones con sus díscolos "súbditos", para así recomponer rotos y deshacer los entuertos ocasionados por su belicoso hermano.

El pronunciamiento de Riego fue una sublevación de militares progresistas contra las veleidades de un ingrato monarca que estrangulaba a su pueblo con insoportables cargas de todo tipo. No sólo castigaba los bolsillos de sus súbditos hasta la extenuación, si no que envió sin miramientos a las colonias a los hijos de España para servir de carne de cañón en aquellos pagos de Dios.

Riego y otros oficiales intentarían corregir esta deriva alucinatoria del coronado. Demasiadas viudas y demasiados huérfanos poblaban el país sin que sus lamentos fueran escuchados por aquella testa vaciada de sensibilidad. El hartazgo del respetable iba "in crescendo" mientras que la carencia de alimentos y sus secuelas devoraban las entrañas de los expoliados. A veces, la historia se repite.

El desacato se originó en Cádiz, cuando iban a embarcar las tropas que debían alimentar la incesante sangría que devoraba las vísceras de la metrópoli en las lejanas tierras de Sudamérica. Los hastiados soldados se sublevaron contra los caprichos del déspota que durante un buen tiempo estuvo despotricando contra los liberales alzados en armas. Mientras tanto y para templar gaitas, juró la constitución de Cádiz por si las cosas se ponían más feas y ganar tiempo; mas otros eran sus propósitos.

La oportunidad del trienio liberal

Era el tiempo en que discurría el año 1820 y comenzaba lo que sería dado en llamar el trienio liberal, probablemente una oportunidad a un primer atisbo de modernidad. Una avalancha de leyes y decretos darían sentido a una España esclerotizada y decadente. Pero las cosas no iban a ser tan fáciles. El sátrapa tenía buena cintura.

Entre el malestar por la forma de reclutamiento forzoso y sin paga, la dinámica actividad de la incipiente masonería, que quería aprovechar el descontento para sus propósitos, y las malas noticias que llegaban de América, se fermentó la tormenta perfecta.

Mientras los liberales tomaban Cádiz, una muchedumbre enardecida y cabreada asediaba el Palacio Real, y el monarca, viendo su cetro en peligro, se apresuraba a jurar la constitución a toda prisa, pues le venia a la mente "de repente" los sucesos desencadenantes de la Revolución Francesa y su exuberante corolario de cuellos rebanados y guillotinas funcionando a pleno rendimiento.

Pero Riego, embebido en su éxito, descuidaba su retaguardia. Los absolutistas, cuyo nexo no era otro que el de compartir prebendas y recibir dádivas del hipócrita monarca, al tiempo que le daban un cuestionable lustre de un sospechoso color marrón a su decadente corte de aduladores, no podían renunciar a su copiosa dieta de receptadores compulsivos y advenedizos del mejor viento y postor. A espaldas de aquel héroe de las libertades, conspiraban a marchas forzadas sin disimulo alguno.

El monarca que conducía un país en patinete

Para 1823, aquel tarado que portaba la corona con manifiesta dificultad de encaje en la testa, dado su exuberante perímetro craneal, había llamado en su socorro a la Santa Alianza o a los también llamados cien mil hijos de San Luis (una suerte de milicia gabacha hecha con salsa agridulce y mostaza de Dijon mareada). Era la segunda invasión francesa en los albores del siglo XIX y se estaban poniendo un poco pesados.

El caso es que a aquel ínclito general y rollizo asturiano, después de derrotado y capturado, lo sometieron a una severa dieta en prisión en un breve lapso de tiempo, de tal manera que lo dejarían tan aligerado que quedaría irreconocible, incluso para sus más allegados.

Para humillar y desacreditar más a los liberales, se le alimentaron falsas esperanzas al objeto de que claudicara moralmente y abjurara de sus ideales. Cosa que hizo; redactaría un acto de contrición obligado por fuerza mayor y en una situación físicamente calamitosa.

En un simulacro sin garantías procesales se le declaró culpable de alta traición y lesa majestad y, por ende, condenado a muerte. Pronunciarse tan firmemente para incapacitar a un rey tiene un precio, y más si el rey es de baratillo y tiene un espíritu vengador.

Con 38 años, el aclamado general que con tanto denuedo luchara por las libertades del pueblo español, caería por su propio peso sin poder vencer la fatídica gravedad ante la soga del ahorcado. En el trayecto, el populacho enfervorizado le escupió e insultó con el inusitado fervor de los nuevos conversos y el miedo trabajando a buen ritmo en la tramoya del inconsciente. Finalmente, abandonaría la levedad de la vida con la dignidad de un filósofo ateniense, eso sí, no sin antes ser descuartizado.

Fernando VII, un nombre para recordar. Un esperpento. No se puede pretender ser digno candidato al poder y conducir un país como si fueras en patinete.

Un mínimo de seriedad.

País…

[Fuente: Por Álvaro Van den Brule, El Confidencial, Madrid, 18ene14]

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