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05ene07
Desmemoria histórica.
Robándole la expresión a Claudio Magris, la Memoria Histórica se enfrenta a una afilada hostilidad. Proviene de donde era previsible: de los herederos del sistema anterior; de los que piensan que, como dijo aquel fiscal de cuyo nombre más vale no acordarse, los dictadores suspenden temporalmente las democracias. Pero sorprende que el Proyecto de Ley de la Memoria Histórica le propina a nuestra convivencia un rejón absurdo: la revisión de sentencias se hará -eso pretende al menos- por una comisión de expertos, se expedirán certificados de injusticia y de los documentos donde el horror consta se harán desaparecer referencias a los autores de las sangrientas fechorías. En román paladino eso es desmemoria a tutiplén.
Los supervivientes de la Guerra Civil y de una postguerra de 40 años y sus familiares reclaman que se les devuelva su dignidad, ante ellos mismos y ante todos. Exigen, porque es de justicia, que se deshagan los juicios donde se les condenó sin ley, sin pruebas y sin garantías por agrupaciones que con humor macabro alguien denominó tribunales. Una tras otra, sus peticiones de revisión de aquellos aquelarres van siendo rechazadas, una y otra vez. Las esperanzas puestas en la ley decaen a ojos vista. Así, entre hostilidad y la pacata equidistancia se vuelve a hacer puré la vida de miles de españoles y la calidad democrática española baja muchos enteros.
Ante este estado de cosas, la estrategia de recuperación de la dignidad personal y colectiva debe ser revisada y llamarse a las cosas por su nombre. Acudir, pues, al expediente de la revisión estaba de entrada abocado al fracaso: está claro que los tribunales sólo aplican de modo formal y aconstitucional una institución preconstitucional y literalmente más que limitada. Ampararse en la irretroactividad de la Constitución es una añagaza. Si fuera verdad esa mentira en los matrimonios celebrados antes de Magna Carta seguiría mandando el marido. Afirmar que anular una sentencia del TOP o de un consejo de guerra es atentar contra la seguridad jurídica resulta grotesco. Afirmar eso es afirmar también que la dictadura es superior a la Democracia, pues ésta no puede deshacerse de aquélla, pese a que sí sucede al revés; también supone afirmar la supraconstitucionalidad de la seguridad jurídica por encima del valor superior de la Constitución que es la Justicia. O lo que es lo mismo: la Constitución está supeditada a estructuras ajenas a la misma, a voluntad del operador. Lo único seguro jurídicamente es el acto de barbarie.
Hay que superar este mal trago. Dos vías se abren. Una: seguir impetrando la revisión imposible, agotar la vía española y acudir a Estrasburgo para que apliquen la doctrina de cientos de condenas a los países del Este en materia de reconocimiento del derecho de propiedad expoliado por los sóviets; sin embargo, visto el efecto material que tiene la jurisprudencia de Estrasburgo entre nosotros, aumentará el calvario del peregrinaje por media Europa, pero nuestros soberanos tribunales seguirán, como suelen, en sus trece. Es una vía larga, costosa y de resultado incierto.
La vía segura y, por tanto, necesaria, en materia de las condenas franquistas, penales, militares y gubernativas y de otros despojos de similar jaez es seguir el modelo alemán, esto es, la Ley federal de 1-9-1998, de supresión de las sentencias injustas del nazismo. Obsérvese que no habla de nulidad, sino de supresión de las sentencias totalitarias. Ello es consecuencia de que no cabe equiparar la nulidad de nuestro sistema, el propio de un Estado de derecho, con el de una dictadura. Sin embargo, este ha sido el planteamiento con un exceso de buena fe y de buena voluntad de quienes lo han intentado en la vana creencia de que la Democracia había llegado a todos los órganos de los poderes públicos.
Por ello, en Alemania es la Fiscalía, a la que se le dan una serie de pautas, quien atiende las peticiones de eliminación de los actos injustos y oficia directamente al registro de penados, pues la eliminación de la sentencia comporta la supresión de todas las consecuencias accesorias. Para ello resulta recomendable que esa Ley, debidamente traspuesta en España, contuviera la lista de disposiciones injustas y los órganos, judiciales o de cualquier índole, que las aplicaban.
Dicho de otro modo: no se repara la injusticia que la barbarie represiva del franquismo supuso, autorizando, como se viene pretendiendo, la revisión del acto de brutalidad recibido. Se repara expulsando del ordenamiento jurídico y de sus registros los documentos que los reflejan; equipararlos a nuestras sentencias es perseverar en la infamia.
Desde luego, tal como se ha presentado el proyecto de Ley de la Memoria Histórica, y salvo mejoras sustanciales durante su tramitación, el apartado dedicado a la reparación de la memoria judicial es incalificable. Diferir a una comisión de expertos la última palabra en la emisión de una declaración de algo sabido (que la sentencia fue injusta) engrandece el parto de los montes. No acaba ahí la cuestión: la declaración así confeccionada no podrá contener referencia a los que intervinieron en el acto contra la humanidad ni hacerse referencia a las actuaciones que dieron lugar a la condena. Al proyecto de Ley le ha faltado requisar, como requisito previo para iniciar este proceso de certificación, el original y copias de la sentencia contra la que se clama y hacer firmar a los promotores del expediente una declaración de perpetuo silencio al respecto. La certificación en cuestión se parecerá mucho a la carta del soldado del frente tras pasar por la censura militar.
No deja de ser llamativo que en las instituciones democráticas se hayan llevado a cabo un muy recientemente homenaje a algún superviviente del franquismo. Tamaña bofetada al sistema actual sólo es comprensible por parte de quienes, como decía el añorado Tomás y Valiente de algún homenajeado, puede que les quepa en la cabeza el Estado, pero, desde luego, no les cabe el Estado de derecho. A nuestro Estado de derecho todavía le queda por recorrer el camino de la memoria con dignidad.
[Fuente: Por Joan J. Queralt, El País, Madrid, Esp, 05ene07]
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