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15oct17


No nos lo podemos permitir


Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat, se ha visto sometido en los últimos días a presiones de los sectores soberanistas más expeditivos. El resultado de la sesión parlamentaria del 10-O, en la que Puigdemont anunció la independencia de Catalunya y, a los pocos segundos, la suspendió, desagrada a dichos sectores. Prefieren, y así lo han exigido al president en varias cartas y declaraciones, que proclame ya, de modo inequívoco, la república catalana.

La CUP, el grupo antisistema al que la aritmética parlamentaria hizo imprescindible para sostener la mayoría independentista, remitió una misiva a Puigdemont el viernes en la que le instaba a dicha proclamación. Argumentaba que de este modo una hipotética intervención de mediadores internacionales se efectuaría con una Catalunya ya reconocida como sujeto político. Y ayer insistió en esta línea, y su consejo político exigió a Puigdemont que responda que sí declaró la independencia y que mañana mismo, lunes, proclame la república “en un acto solemne”, amenazando con otra semana de movilizaciones en la calle. A su vez, la Assemblea Nacional Catalana (ANC) había hecho también el viernes una petición similar, aunque al parecer no unánime, arguyendo lo que ellos califican de negativa del Gobierno a negociar. Por último, un sector de ERC animó a Puigdemont a soltar amarras, apuntando que no se ha llegado tan lejos para detenerse ahora. Y ayer Oriol Junqueras (que fue corresponsable con el president del texto leído el martes) afirmó que la única negociación ha de ser la de la “construcción de la república catalana”.

Nuestra posición ante estas presiones es clara: el presidente de la Generalitat no debe atenderlas. Por distintos motivos. El primero es que anular esa suspensión de la independencia forzaría al Estado a aplicar de modo inmediato el artículo 155. No se descarta que finalmente lo haga. Pero desde la Generalitat no debería empujársele. Y es por ello que confiamos, también, en que el president responda mañana al requerimiento que le formuló el Gobierno del modo más conveniente con tal objetivo. El segundo motivo es que el president tejió en su día una elaborada decisión al respecto, buscando la solución de compromiso, hecha pública en la sesión parlamentaria del 10-O, tras evaluar consultas con dispares agentes del mundo económico, empresarial, social y político preocupados por las consecuencias de una DUI. Y también, que desde entonces no se han producido cambios que justifiquen su reversión, más allá de las prisas o el tacticismo independentistas. El tercer motivo, y acaso más importante, es que en la actual coyuntura el president debe comportarse con una prudencia exquisita, usando las luces largas, atendiendo a las necesidades del conjunto de la sociedad. Si algo no debe hacer ahora es tensar más la cuerda. En especial, cuando la realidad económica, ante la posibilidad de una DUI, se ha deteriorado mucho y augura, en el mejor de los casos, largos años de recuperación.

La radicalidad de ciertos actores del proceso, sumada a la inercia de este, parece estar incapacitándoles para darse cuenta de los graves efectos que tendrá para todos lo que ya sucedió en septiembre, lo que ha sucedido en octubre y lo que puede suceder antes de que termine el mes. Con ellos basta y sobra. Estamos atrapados en una deriva infernal que fácilmente puede conducir a enfrentamientos indeseables. El camino institucional seguido para llegar hasta aquí ha tenido mucho de despropósito. Fue un dislate aprobar las leyes de desconexión, los días 6 y 7 de septiembre, contraviniendo la Constitución y el Estatut, ninguneando a la oposición. Fue un error la convocatoria y el desarrollo del referéndum del 1-O. Es cierto que muchos catalanes acudieron a él ilusionados, asumiendo riesgos con tal de votar. Pero también lo es que hubo que recurrir a un censo universal. Que la Sindicatura Electoral llamada a controlar la jornada fue desmantelada antes de poder hacerlo. Que incluso los observadores internacionales invitados por los convocantes del referéndum pusieron en duda su efectividad.

Pese a todo ello, las autoridades catalanas presentaron el resultado de la consulta, recontada sin garantías, como la prueba de que el pueblo catalán se había ganado el derecho a la independencia. Hicieron mucho hincapié, y aquí sí tenían razón, en que la represión policial desplegada en los colegios electorales fue desmesurada. También el delegado del Gobierno en Catalunya lo reconocería posteriormente. Pero, por más que el independentismo presentara la represión sufrida como un acto legitimador, no lo fue. Lo determinante ese día fue que el referéndum se llevó a cabo sin garantías y que, por tanto, no conlleva mandato alguno. Seamos serios. Votaron, según los organizadores, 2,3 millones de catalanes, menos de la mitad de los convocados. Votaron con gran ilusión, sí, con tenacidad y asumiendo riesgos. Pero sin el aval de una junta electoral imparcial. Se hace difícil entender que un movimiento que ha hecho de la democracia su bandera y se ha arropado en ella para defender el derecho a decidir proceda con manifiesto desdén por la ley que guarda la democracia.

La situación es muy delicada. Cualquier iniciativa de los radicales puede complicarla todavía más. Lo que de veras buscan las voces que animan a activar ahora mismo la independencia es agudizar el conflicto. Es no dejar al Estado otro remedio más que aplicar el artículo 155, con el mayor rigor y alcance posibles. Es propiciar el “cuanto peor, mejor”. Es desplazar el conflicto de parlamentos y despachos a la calle. La volatilidad a la que nos expondríamos, de materializarse tal hipótesis, es poco controlable y muy elevada. La negra esperanza que albergan algunos activistas es ni más ni menos que crear una situación de conflicto callejero lo suficientemente grave como para forzar al Estado a retroceder y doblegarse ante las demandas del soberanismo. Como si una cosa llevara a la otra rápidamente o sin coste alguno. Como si el Gobierno no dispusiera de instrumentos para sofocar lo que acaso ya no sería una revolución de las sonrisas, pacífica, sino una subversión de potencial destructivo. Quienes buscan el enfrentamiento civil, desde la sombra, sin haber sido elegidos ni tener cargo público, merecen la mayor reprobación.

El president Puigdemont es sin duda consciente de todo ello. Como lo son la mayoría de los catalanes que valoran la convivencia, ahora dañada, como el más preciado patrimonio común. La independencia puede ser para muchos un anhelo central. Pero no justifica el presente deterioro económico, ante el que los responsables de las cuentas catalanas exhiben un silencio inaceptable. Y mucho menos justificaría un enfrentamiento entre catalanes. Nadie comprendería que para hacer un país mejor, como pretenden los independentistas, lo empeoráramos hasta ese extremo. No nos lo podemos permitir.

[Fuente: La Vanguardia, Editorial, Barcelona, 15oct17]

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