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25jul17


¿Necesitan mártires los independentistas catalanes?


A medida que pasan los días, el conflicto verbal entre el Gobierno central de España y el autonómico de Cataluña se profundiza aún más si cabe, como si no tuviera final.

El penúltimo ingrediente de este amargo cóctel lo ha protagonizado el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, cuando dijo a la prensa internacional que no aceptará la inhabilitación de su cargo si así lo decidiera el Tribunal Constitucional, el máximo órgano judicial del país.

"Una inmensa mayoría del pueblo catalán quiere votar. Suspendiéndome o expulsándome de mi despacho, Madrid no va a anular esta voluntad. No existe un poder suficientemente fuerte para cerrar el gran colegio electoral que será Cataluña el 1 de octubre", añadió Puigdemont en una entrevista de dos páginas publicada en el diario francés Le Figaro. También subrayó que ignorarán una sentencia del citado tribunal que suspendiera los preparativos del referéndum.

La hoja de ruta de Puigdemont contempla que, si gana el sí a la independencia, 48 horas después de la proclamación de los resultados explicarán que la comunidad autónoma "se transforma en un Estado independiente" y abrirán un periodo de transición que culminará con unas elecciones constituyentes, la redacción de una Constitución y su ratificación por un referéndum que implante la República de Cataluña.

La reacción del poder central, encabezado por el conservador Partido Popular (PP) de Mariano Rajoy, a estas palabras no se movió ni un ápice de la línea habitual, es decir, declarar ilegal la consulta y estar preparado, si fuera preciso, para actuar con la contundencia de la ley.

Puigdemont y quienes le apoyan defienden el derecho a decidir del pueblo catalán, el derecho a la autodeterminación. Pero ese derecho tiene que ser aceptado de forma civilizada por todo el conjunto del Estado español, consensuado en las Cortes Generales (Parlamento) y no sólo en el Legislativo regional. Así se hizo en el pasado en otros casos secesionistas similares como el de Escocia en el Reino Unido o el de Quebec en Canadá. La salida de Cataluña de España supondría un cambio radical en las fronteras del país y, por consiguiente, en su soberanía nacional. En resumen, colocar las urnas no debe ser un acto unilateral de rebeldía.

Nadie en el extranjero comparte en público los puntos de vista de Puigdemont y compañía. Y en varias ocasiones, el Ejecutivo de la Unión Europea ha dejado claro que, si Cataluña abandonara unilateralmente España, eso supondría su automática expulsión del club comunitario y, consecuentemente, tendría que ponerse a la cola detrás de aquellos Estados que quieren entrar como nuevos socios.

Es evidente que el presidente catalán se ha insubordinado y quiere ser un mártir del movimiento separatista cuyo referéndum parece abocado al fracaso antes incluso de haber nacido. Ciertos sectores radicales partidarios de la secesión ya sueñan con una provocación o un altercado violento que obligara a las autoridades de Madrid a tomar medidas de excepción impopulares o desproporcionadas.

El uso del Ejército o de la fuerza pública les podría dar alas en el exterior. En cualquier escenario, Rajoy tiene un buen abanico de posibilidades de actuación que pueden llegar incluso a la aplicación del artículo 155 de la actual Constitución, una disposición que le autoriza a "adoptar las medidas necesarias" para que Cataluña cumpla sus obligaciones, lo que incluiría la suspensión temporal de algunas competencias autonómicas.

El proceloso camino hacia la independencia y el desprecio por lo español han unido a incómodos compañeros de viaje. De ahí que la coalición que sostiene a Puigdemont en el Parlamento catalán sea bastante extraña, al estar formada por diputados del centro-derecha nacionalista, de la izquierda republicana y de la extrema izquierda casi anarquista. Miembros de la burguesía y de los colectivos anticapitalistas se ven juntos porque la suma de sus votos les otorga la mayoría necesaria para contrarrestar a los partidos llamados constitucionalistas. La polarización es muy fuerte. Demasiado. Cataluña ha terminado con el corazón partido en dos mitades obsesionadas.

Pero, ¿cómo ha surgido este indudable sentimiento de ruptura? Hay fuertes sentimientos identitarios, lingüísticos y culturales sumados a importantes consideraciones económicas, pues Cataluña aporta casi el 20% del PIB de España. Gracias a un potente servicio de información subvencionado por la Generalitat, entre grandes bolsas de población catalana ha ido calando una versión deformada de la historia de Cataluña así como la frase propagandística de que 'Espanya ens roba' (España nos roba, en catalán). Ese eslogan sirvió de acicate para pedir primero la independencia fiscal y luego la política.

La crisis se había fraguado antes, en 2006, tras haberse negociado y aprobado en referéndum un controvertido Estatuto de Autonomía, sobre el que el PP --entonces en la oposición-- había presentado un recurso de inconstitucionalidad, recurso que el Tribunal Constitucional falló cuatro años después, dando la razón a los populares, lo que provocó una fuerte respuesta ciudadana.

Esa fue la chispa desencadenante de una batalla en favor de la nación catalana, una lucha que paulatinamente se ha ido degenerando por obra y gracia de las intrigas políticas. De hecho, en 2014 los catalanes ya organizaron un referéndum consultivo que sólo sirvió para retorcer más el enfrentamiento hasta ahora verbal.

La llegada a la Moncloa del PP en 2011 con mayoría absoluta en las Cortes no hizo más que complicar la enrevesada situación, porque sus dirigentes respondieron al desafío soberanista catalán con demasiada rigidez y ortodoxia, incapaces de fraguar una iniciativa que calmara la fiebre de los inconformistas.

Finalmente resulta elocuente subrayar que el mismo periódico francés que publicó la entrevista a Puigdemont no apoya sus demandas políticas. Le Figaro, en un editorial titulado 'Divorcio a la española', considera que, en las actuales circunstancias de desafío a la civilización, resulta "peligrosa" la reorganización del Viejo Continente. "Se comprende la idea de los catalanes de ser la 'Dinamarca del sur'. Pero la Europa de los 28 o los 27 ya lucha por tener peso en la escena mundial. ¿Qué peso tendría si estuviera formada por 40 o 50 Dinamarcas?". Se abre paso pues el pragmatismo de los Estados-nación.

[Fuente: Por Francisco Herranz, Sputnik News, Moscú, 25jul17]

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