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13oct03
La pésima distribución de la renta y la corrupción, son los dos problemas estructurales más importantes de las económias latinoamericanas.
Toda una serie de acontecimientos, que van desde lo sucedido en la Cumbre Iberoamericana de Santa Cruz de la Sierra a informaciones disponibles en la prensa económica y algunas publicaciones de instituciones internacionales, permiten conformar un panorama para la mayor parte de los países iberoamericanos que es difícil no calificar como preocupante desde una perspectiva española. En primer lugar, porque se observa que la política económica que se desarrolla en la mayor parte de los pueblos hermanos de América, conduce en derechura a una nueva catástrofe económica, que siempre tiene secuelas políticas, como se comprueba con lo sucedido tras los periodos de colosales inflaciones y escaseces, cuando surgió el caldo de cultivo adecuado para la difusión de la doctrina de la Seguridad Nacional, o cuando tras la crisis de la deuda externa se originó una oleada de rápidas evoluciones desde regímenes autoritarios hacia otros democráticos, con una paralela decadencia de los partidos políticos que los amparaban.
Ahora nos encontramos con que dos choques notables, el de la globalización, que comenzó a observarse desde el comienzo de la década de los noventa, y el de una notable desaceleración de la economía norteamericana, y en mucho menor grado, el de las desaceleraciones de Japón y de la Unión Europea. Se ha puesto así de relieve que en el ámbito iberoamericano no se habían creado las condiciones para poder resistir estos envites. Cuando llegan las crisis económicas es cuando se ponen de relieve, en las economías nacionales, los fallos estructurales que, a partir de ese punto de apoyo generan males que se consideraban ya preteridos.
Iberoamérica tiene un colosal problema, que ciertos progresos coyunturales no logran ocultar: su pésima distribución de la renta. Ninguna región del mundo la tiene tan defectuosa, y en el conjunto de todo el planeta sólo poseen peor distribución personal de los ingresos que Brasil, Costa de Marfil y la República Centroafricana. Es más; un reciente trabajo del Banco Mundial muestra que, en serie temporal, esta distribución, en muchos países, empeora. Un motivo básico de esto es el descuido, casi escalofriante, que se ha hecho del instrumento fiscal. Cuando se leen páginas y páginas de documentos reformistas iberoamericanos, se comprueba que, de esto, jamás se hace mención. Sin ir más lejos, el estructuralismo económico latinoamericano, no planteó la cuestión. No se me olvidará que interrogué, en una reunión de la Escuela de La Granda, a Raul Prebisch sobre ello, y me replicó: «Nadie entiende esa necesidad. Los ricos porque defraudan y están satisfechos con la escasa presión tributaria; los pobres, porque no comprenden de qué modo resultarían beneficiados». Por supuesto que este problema, algunos economistas destacados, como el guatemalteco Gert Rosenthal, lo comprendieron e, incluso, lo expusieron. Pero nadie pareció darle la menor importancia. El presidente mexicano Vicente Fox intentó una reforma fiscal en México que parecía bien planteada. Los dinosaurios del PRI la bloquearon, y en su defensa no se alzó prácticamente ninguna voz. Tenía razón Prebisch: una reforma fiscal sólo puede ponerse en marcha cuando existe algo así como un clamor popular que la demanda. Nuestro Bernis también dijo algo parecido.
Sin reforma tributaria comienza a actuar un peligrosísimo círculo vicioso. Una sociedad muy pauperizada, que percibe, a través de los medios modernos de comunicación, mensajes de cómo se puede vivir, de modo notablemente confortable, en esta etapa de la Revolución Industrial, busca un mucho mayor nivel de consumo. Para lograr sus metas, aparecen políticos que ofrecen cómo lograrlo en plazos muy cortos. Una vez alcanzado el poder, se ven obligados a legislar de modo tal que el gasto público aumenta y suben los salarios monetarios. Para atender el déficit originado, y para poder financiar las importaciones que de ahí se derivan, no hay otro remedio que facilitar la llegada de capitales extranjeros y aumentar la deuda externa. Cuando llega el momento de devolver o de remunerar esas llegadas de capitales foráneos, se plantea, por una parte, la imposibilidad de soportar esa carga con las exportaciones corriente sin provocar una crisis. Automáticamente, se denuncia la deuda externa, se tacha a los Estados prestamistas de lobos que acometen contra la pacífica ciudadanía que se va a ver privada de medios de subsistencia y toda la jerga habitual complementaria contra la globalización. Por otro lado, las empresas extranjeras, que han invertido capitales en el país, pasan a ser consideradas como una especie de piratas que, con malas artes, arrebatan, el bienestar con tarifas altas, con exportaciones de minerales, con el envío al exterior de dividendos, con prácticas financieras que se califican siempre como especulativas, en sentido peyorativo, naturalmente -no en el corriente en una economía de mercado normal-, y en su conjunto, con alusiones al fenómeno multinacional, asimismo en sentido peyorativo, hasta convertirle en el chivo expiatorio que limpia de pecados a los dirigentes políticos. De paso se alía esto con el empresariado nacional -y no digamos con el ineficientísimo estatal-, al que se protege frente a productos extranjeros o ante la competencia de las multinacionales, indicando que es patriótico lo que es, simplemente, encarecedor y atentatorio a una buena distribución de los ingresos.
Simultáneamente, todo lo agrava el fenómeno de la corrupción. En una ordenación de 0 a 10 -cero corrupción plena, y 10 limpieza acendrada- sólo alcanzan hoy 5 o más de 5, dos países iberoamericanos: Chile, con claridad, y Uruguay. Mario Grondona se ocupó hace años de la magnitud de este fenómeno estructural iberoamericano. Nadie le hizo gran caso, ni en su país ni en el resto de Iberoamérica. La corrupción es el motor acompañante del subdesarrollo. En España han escrito magníficamente sobre esto el profesor Fernández Díaz y Miguel ángel Arnedo en la «Revista Española de Control Externo». Los políticos corruptos iberoamericanos también buscan su salvación -recordemos desde Carlos Andrés Pérez a Salinas de Gortari- en gastos públicos excesivos, sufragados con fondos exteriores.
Ahora toda esta máquina infernal sigue girando. Los amigos de verdad de Iberoamérica tenemos la obligación de denunciar dónde está, de verdad, la fuente de sus males y no la que señalan los falsos profetas.
[Fuente: Juan Velarde Fuertes en diario ABC, Madrid, Esp, 01dic03]
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