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11oct09
La hipótesis tóxica
La crisis financiera que se inició en 2007 ha dejado en entredicho las teorías más influyentes sobre la inversión, el riesgo y el funcionamiento de los mercados financieros fraguadas a lo largo de los 50 últimos años.
Todas ellas se basan en una suposición fundamental: que las rentabilidades que se obtienen con las inversiones siguen un comportamiento del mismo tipo que la distribución de los pesos o de las estaturas en una población cualquiera. Es decir, que al igual que las tallas y los pesos intermedios son los que corresponden a la inmensa mayoría de la población (y sólo unos pocos individuos tienen tallas o pesos extremos), las rentabilidades más frecuentes se agrupan en el entorno de la rentabilidad media y sólo de modo muy extraordinario se producen enormes beneficios o pérdidas. A esa manera de distribuir las poblaciones se le llama "distribución normal", es la base de la estadística matemática y tiene numerosísimas aplicaciones en todos los órdenes del saber.
De esa suposición tan básica fueron naciendo a lo largo del último medio siglo teorías y conceptos que han regido durante años la conducta de los especialistas y han dejado su impronta en la legislación financiera. Son, sobre todo, la hipótesis de los mercados eficientes (con sus premisas de que los inversores tienen expectativas racionales o de que toda la información disponible sobre una empresa está ya reflejada en el precio de su acción) y sus dos vástagos más notables: la moderna teoría de cartera y el modelo para la fijación de los precios de los activos de capital (que tratan de cómo conseguir la relación adecuada entre rentabilidad y riesgo por medio de la diversificación de una cartera entre diferentes clases de activos).
Estas tesis, que hasta ahora parecían incuestionables, se han derrumbado solas, sin que nadie salga ahora públicamente a defenderlas, y es que de su seno surgieron también los productos financieros que acabarían llamándose tóxicos.
Sin embargo, ya hace 40 años que un matemático eminente, Benoît Mandelbrot, había demostrado que la hipótesis de los mercados eficientes era incorrecta. Para conseguirlo, sólo tuvo que molestarse en realizar los cálculos adecuados: si la hipótesis fuera correcta, afirmaba, la probabilidad de que un índice de Bolsa cayera un 7% en un determinado día sería tan baja que sólo ocurriría una vez cada 300.000 años. Sin embargo, sólo en los últimos 100 eso ha ocurrido en medio centenar de ocasiones.
Probablemente todo nació de un intento más de asimilar la economía a las ciencias clásicas y poder así dar sus conclusiones por inapelables. A veces a esta pasión se la ha denominado "envidia de la física", algo que no sólo es propio de la economía, sino de todas las llamadas ciencias sociales, torturadas por el conocido desafío de Lord Kelvin: "Si no puedes expresar algo en números... difícilmente se puede llamar ciencia a lo que haces". Y de otro intento menos aséptico que, al dar por inapelable que los mercados son eficientes, y abusando de los diferentes sentidos y matices que la palabra eficiencia puede tener, estaba deslizando un posicionamiento ideológico: si los mercados son eficientes, para qué andar regulándolos...
Si algo ha quedado claro durante la crisis actual es que esas teorías no sólo eran falibles, sino que estaban radicalmente equivocadas. Aunque ha hecho falta una catástrofe financiera de las dimensiones de la desatada durante los dos últimos años para que se haya empezado a ponerlas abiertamente en cuestión; o para que se hayan escuchado las voces críticas a las que, a pesar de ser conocidas desde hace años, nadie había prestado mucha atención (Robert Shiller, uno de los economistas más apreciados hoy día, ya en 1984 las calificó como "uno de los errores más notables en la historia del pensamiento económico").
La principal sospecha práctica sobre lo incorrecto de la hipótesis de los mercados eficientes la desató un acontecimiento mundial: el crash de las Bolsas de 1987. Ya entonces se reclamó una mayor regulación de los derivados financieros a la que Alan Greenspan (entonces presidente de la Reserva Federal de EE UU) se opuso.
Entretanto, alguno de los creadores más destacados en el ámbito de esta teoría (William Sharpe, Harry Markowitz y Merton Miller) recibían el Premio Nobel de Economía, lo que añadía a sus conclusiones un plus de marchamo científico.
El siguiente fracaso estrepitoso lo protagonizaron, entre otros, Myron Scholes y Robert Merton (que sólo un año antes, en 1997, también habían recibido el Premio Nobel conjuntamente), pues ambos estaban en el consejo rector del más famoso de los hedge funds quebrados, el Long Term Capital Management, cuyo hundimiento, en octubre de 1998, podría decirse que fue el ensayo general de lo que habría de ocurrirle al sistema financiero diez años más tarde.
También aquí falló algo fácil de entender: la estabilidad de la relación entre las diferentes inversiones (o, dicho en términos más técnicos, "la estabilidad de las correlaciones"). Un ejemplo muy básico de ese tipo de fallo es el siguiente: en el pasado, cuando aumentaba la inestabilidad financiera o política y caían las Bolsas, el precio del oro solía subir, de modo que una manera de protegerse contra la caída de las Bolsas podía ser la compra de oro, que se revalorizaría cuando aquéllas cayeran. Sin embargo, durante la primera fase de la crisis, entre marzo y noviembre del año pasado, el precio del oro cayó un 30%, por lo que cualquier intento de compensar las pérdidas de la Bolsa con la inversión en oro habría resultado fallido. De ahí que haya salido tocado uno de los mantras más conocidos: el de la reducción del riesgo de las inversiones financieras que supuestamente se produce cuando en vez de concentrarlas en unos pocos activos se dispersa entre Bolsa, materias primas, inmuebles, países emergentes... Sólo hay que fijarse en lo que ocurrió durante el verano-otoño de 2008 para comprobar que, de repente, todo caía de precio y que la diversificación del riesgo no estaba sirviendo para nada.
Pero no hay que atribuirle sólo a Merton, Scholes y compañía toda la responsabilidad: desde instituciones controladas por los Gobiernos, como el FMI, se apoyaba el mismo tipo de planteamientos y se expresaba la admiración por las mismas prácticas que terminarían por provocar la crisis. Así, en su Informe de Estabilidad Financiera Global (abril de 2006, sólo poco más de un año antes de la quiebra de los primeros fondos de inversión de Bear Stearns) el Fondo Monetario Internacional expresaba una opinión favorable sobre las prácticas bancarias de titulización del crédito (responsables fundamentales de la crisis): "Hay un reconocimiento creciente de que la dispersión del riesgo de crédito desde los bancos a un grupo más amplio y diversificado de inversores (en lugar de que los bancos lo almacenen en sus propios balances) ha contribuido a que tanto el sistema bancario como el conjunto del sistema financiero sea más resistente".
En fin, que todas estas teorías lo que hicieron fue crear una falsa sensación de seguridad que llevó al sistema a incurrir en riesgos desmesurados. Y todo ello con un fallo de la lógica más elemental, que ha descrito así Warren Buffet: "Tras observar correctamente que el mercado era eficiente con frecuencia, algunos llegaron a la conclusión incorrecta de que siempre era eficiente".
Como se ve, la crisis actual está siendo también crisis del armazón teórico que ha sustentado la gestión del riesgo financiero y que ha presidido la formación en las escuelas de negocios durante los últimos años. Y está recibiendo críticas aceradas que, en el caso de autores como Nassim Taleb (que ya era su crítico más conocido y lacerante desde hace muchos años), llegan al extremo de pedir que se prohíba su enseñanza. Y que se suprima el Premio Nobel de Economía...
Sin embargo, lo peor no es que la hipótesis de los mercados eficientes haya quedado seriamente dañada, sino que no existe en este momento una alternativa que la reemplace. Y todos los intentos de sustituirla por algo nuevo (inspirado en campos que van desde la psicología conductista hasta la biología o la dinámica de fluidos) permanecen en un estado de inmadurez que no permite albergar esperanzas de que surja nada nuevo a corto plazo. Con lo que a los problemas de todo tipo con que se enfrentan los diferentes Gobiernos hay que añadir uno más: que el credo que guiaba las inversiones financieras se ha derrumbado también. Con lo que eso implica a la hora de adoptar un nuevo marco normativo para los mercados y para la banca. De ahí que la expectativa más probable sea que se termine parcheando la hipótesis de los mercados eficientes para así tratar de prolongar su validez. Lo que para la futura estabilidad del sistema no resulta muy alentador.
[Fuente: Por Juan Ignacio Crespo, El País, Madrid, 11oct09. Crespo es director europeo en Thomson Reuters]
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