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06jun06


Colombia: ¿La última oportunidad?
Por Juan Gabriel Tokatlian


Marx decía que la historia se repetía dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa. En Colombia la historia se puede repetir tres veces, la tercera como una devastadora desventura, o puede tomar un giro, un rumbo diferente, edificante y superador.

El actual escándalo de la "parapolítica" -la revelación de un turbio y delictivo entramado de lazos entre los grupos armados de derecha de histórica vinculación con el negocio de las drogas y con sectores latifundistas, segmentos de las clases dirigentes a nivel local, miembros de la elite política nacional y numerosos oficiales de las fuerzas armadas- expresa el tercer episodio en el que el ascenso y consolidación de una nueva clase social criminal se hace evidente. Ante el dilema de contenerla o dejarse cooptar por ella, el Estado colombiano optó en dos ocasiones previas por una particular combinación de represión selectiva, control parcial y convivencia táctica. Para ello, es bueno recordarlo, contó con la tolerancia tácita o la anuencia implícita de Estados Unidos.

Una vuelta al pasado nos puede dar pistas acerca de los potenciales escenarios que hoy enfrenta el país. En 1978 llegó al gobierno el Presidente Julio César Turbay Ayala. Una serie de informaciones y filtraciones pusieron al mandatario en la defensiva en materia de lucha contra los narcóticos; fenómeno que comenzaba a emerger con fuerza. Por un lado, el conocido programa televisivo "60 Minutes" de la cadena CBS develó un llamado Memorando Bourne (Peter Bourne era el Consejero Especial para Asuntos de Salud en la presidencia de Jimmy Carter) en el que se indicaba que personas cercanas a Turbay, y él mismo tenían presuntamente conexiones con grupos dedicados al tráfico de drogas. Por otro lado, en 1980 el Washington Post informó-con base en datos provistos por funcionarios estadounidenses en Bogotá-que posiblemente el 10 por ciento del Congreso había sido elegido con dineros del narcotráfico.

En parte por convicción personal y en parte por presión externa, Turbuy ordenó desplegar un frontal ataque contra el negocio de las drogas; en aquel momento centrado en torno a la marihuana. Autorizó el derribamiento de aviones, militarizó con más de 10.000 efectivos el departamento (provincia) de la Guajira-contiguo a Venezuela-para acabar con la producción de marihuana, ensayó el uso del paraquat para erradicar esos cultivos, firmó un tratado de extradición que permitía el envío de nacionales a Estados Unidos y se opuso con vehemencia a cualquier iniciativa a favor de la legalización de la marihuana. Ninguna de estas acciones tuvo un efecto decisivo sobre el fenómeno de las drogas. Sin embargo, Bogotá y Washington parecieron, en la época, satisfechos: no más críticas a Colombia a la espera de que se limpiara la casa del "flagelo" de los narcóticos.

Lo que de hecho siguió fue el despegue del procesamiento de coca en cocaína en el país, una feroz campaña del narcotráfico contra funcionarios judiciales, figuras públicas, representantes de la oposición, campesinos en zonas de conflicto y civiles indefensos, al tiempo que el Estado aplicaba la extradición, involucraba a las fuerzas armadas en labores anti-narcóticos e iniciaba programas sostenidos de fumigación utilizando el glifosato. En medio de toda esta compleja dinámica de violencia criminal, coerción gubernamental y retaliación de los "narcos", se producían, episódicamente, intentos de diálogo (en 1983 el cartel de Medellín le transmitió ofertas al gobierno a través de encuentros en Panamá con el Procurador General de la Nación, Carlos Jiménez Gómez, y el ex presidente, Alfonso López Michelsen) y propuestas de mediación (en 1989 los narcotraficantes propusieron que una "Comisión de Notables" auspiciara contactos con el gobierno). La intermitente "guerra contra las drogas" siguió su curso sin resolver el núcleo del problema: un monumental emporio ilícito que se alimentaba de una prohibición cada vez menos eficaz.

Años después la historia parecía revivirse. En 1994 llegó al gobierno el presidente Ernesto Samper Pizano. Una nueva serie de acontecimientos y denuncias volvieron a colocar a un mandatario colombiano a la defensiva. Por un lado, de acuerdo con revelaciones en el país Samper, supuestamente en persona, habría solicitado y recibido para su campaña electoral 6 millones de dólares del cartel de Cali. Por otro lado, de acuerdo con la Fiscalía colombiana, que inició un vasto proceso judicial al respecto, aproximadamente 65 por ciento del Congreso habría sido electo con dineros del narcotráfico. En ese contexto, y avalando las denuncias y destapes realizados, Washington inició un proceso de acorralamiento político del ejecutivo: utilizó un procedimiento legal-la certificación anual de un país en materia de lucha contra las drogas-para descertificar a Colombia (con todas las consecuencias efectivas y simbólicas que ello implicaba) y le retiró en 1996 la visa de entrada a E.U. al Presidente Samper.

Con una mezcla de convencimiento y necesidad, y en el marco de una estrategia estadounidense de exigencias y chantajes, Samper inició una política de mano dura contra los narcotraficantes. Persiguió y desmanteló al cartel de Cali, inició e intensificó masivamente la fumigación con glifosato de plantíos de coca (entre 1994 y 1998 se erradicaron químicamente aproximadamente 150.000hectáreas de coca) y propuso y logró la reincorporación de la figura de la extradición de nacionales en la Constitución del país. Al final de su mandato Washington se podía sentir satisfecho por todo lo que obtuvo su diplomacia coercitiva. Sin embargo, también era cierto que su política había debilitado notoriamente al Estado colombiano al someter a su presidente a un enorme descrédito y deslegitimación.

Lo que siguió fue el gradual languidecimiento de la estrategia judicial orientada a develar y quebrar el vínculo entre la política y las drogas -algo que Estados Unidos no objetó fuertemente. Así entonces, una consecuencia no deseada pero inevitable de lo anterior fue que los narcóticos siguieron siendo el combustible que alimentaba el poder de fuego de los distintos grupos armados. Con ello pudo crecer aún más el lazo entre el paramilitarismo, expresión político-militar de una derecha cada vez más autónoma y decidida a combatir a las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) y al Ejército de Liberación Nacional (Eln), y sectores políticos, empresariales y de seguridad en el plano regional. Para buena parte del 'establishment' colombiano lo prioritario era derrotar a la insurgencia. En su evolución, el fenómeno de las drogas se fue transformando: al aumento de los cultivos de coca se añadieron el de las plantaciones de amapola (que se procesaban en heroína), mientras tanto ya no eran tan preeminentes los grandes carteles sino que proliferaron lo que se denominan "boutique cartels" o "cartelitos"; organizaciones más reticulares, menos visibles y muy sofisticadas. Paralelamente, el mayor temor de Washington pasó a ser la eventual propagación de un "estado fallido" en el corazón de los Andes.

Llegamos así a la tercera vez que se repite esta historia en Colombia. En 2002 llegó al gobierno el Presidente álvaro Uribe. Su abrumadora victoria electoral, su determinación de confrontar militarmente a las Farc, su decisión de atacar con firmeza al narcotráfico, su resolución para negociar con las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) y su férreo alineamiento con Estados Unidos colocaron en un muy distante segundo plano las dudas que en el país expresaban sectores de la oposición respecto al real desmantelamiento del asunto paramilitar. Dos indicaciones pasaron relativamente inadvertidas en su momento y no opacaron la re-elección de Uribe en 2006. Por un lado, el líder paramilitar Salvatore Mancuso indicó que el 35% del Congreso electo en 2002 estaba constituido por amigos del paramilitarismo. Por otro lado, la National Security Archives, un grupo de investigación no gubernamental que trabaja en la Universidad George Washington logró que se de-clasificara un documento de 1991 de la Defense Intelligence Agency (DIA), una unidad del Departamento de Defensa estadounidense, en el que se mencionan 104 nombres de figuras prominentes con nexos con el entonces cartel de Medellín: el número 82 era álvaro Uribe.

Lo anterior no produjo alarma ni en Bogotá ni en Washington porque el mandatario colombiano estaba comprometido con una política recia de seguridad que buscaba evitar el colapso del Estado. Era evidente que el ejecutivo, que desde 2000 venía implementando el Plan Colombia financiado en parte por Estados Unidos (su aporte supera, a la fecha, los US $ 5.400 millones de dólares), le brindó un impulso adicional a esta estrategia anti-narcóticos con la llegada de Uribe. Según datos disponibles, entre 2002 y 2005 se fumigaron más de 530.000 hectáreas de cultivos de coca y se extraditaron centenares de colombianos (mayoritariamente, a Estados Unidos). Cabe destacar, sin embargo, que su efecto sobre la disponibilidad, precio y pureza de las drogas fue nulo. En 2005 el país continuaba teniendo una producción de 640 toneladas métricas de coca, al tiempo que en Estados Unidos la pureza de la coca se incrementó y el precio cayó a 100 dólares por gramo.

Es en este nuevo contexto que la Corte Suprema colombiana ha comenzado una labor decisiva para desentrañar los vínculos entre el paramilitarismo y la política en el país. Los avances son auspiciosos puesto que se han develado, con base en evidencias, los lazos entre figuras cercanas al ejecutivo y los comportamientos delictivos del paramilitarismo. Sin embargo, el gran interrogante es hasta dónde se llegará con este escándalo en el que se entrelazan vinculaciones oscuras y criminales que hacen pensar sobre un gran poder parapolítico en avanzado estado de consolidación.

He ahí el dilema: o la democracia colombiana domestica definitivamente al paramilitarismo o el Estado quedará plenamente corroído por él. Las incógnitas son obvias: ¿Qué hará el presidente Uribe? ¿Cómo reaccionará Estados Unidos? ¿Cuál es el compromiso de la sociedad? En las dos ocasiones anteriores en las que se presentó la oportunidad de poner la casa en orden muy pocos quisieron o pudieron seguir adelante. Por conveniencia o incompetencia ni Bogotá ni Washington le pusieron coto a una clase social criminal y reaccionaria en franco ascenso. Si se volviese, por tercera vez, a repetir la historia, se habrá instituido una pax mafiosa en el país. Si, por el contrario, se asume con voluntad política, respaldo social y reforzamiento externo, la tarea de frenar y revertir el poder mafioso, entonces posiblemente el país pueda evitar el abismo y asegurar su democracia.

[Fuente: Por Juan Gabriel Tokatlian, El Tiempo, Bogotá, 06jun07. Juan Gabriel Tokatlian es director de ciencias políticas y relaciones internacionales de la Universidad de San Andrés, Argentina]

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