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21sep16
Colombia, la paz y los intereses cruzados
Escribo estas líneas volando desde Bogotá a Buenos Aires. Reflexiono interesado por tantas horas de conversación sobre el asunto que copa toda la actualidad colombiana. No me pasa como a Vargas Llosa, que nos contaba en El País el domingo cómo ha cambiado de opinión, y tiene claro que votaría sí en el plebiscito el 2 de octubre, en el que los colombianos optaran por rechazar o aceptar el "acuerdo de paz" del Gobierno de Santos con los narcoterroristas de las FARC, gestado durante tres años en La Habana. Me agrada no tener que votar en la misma medida que me desagradan la letra y la música del acuerdo.
Al Nobel hispano peruano le convenció el artículo "Ya no me siento víctima", escrito por Héctor Abad Faciolince, protagonista de una trágica historia familiar: su padre fue asesinado por los paramilitares y su cuñado fue secuestrado dos veces por las FARC. A mí me ha reafirmado en mi cercanía a quienes están por el no escuchar al hijo de Pablo Escobar en una conversación que colgaremos en www.sinfiltros.com en breve. Y conviene no olvidar la posición de El País de Juan Luis Cebrián, los intereses de Prisa en la región y el papel jugado en este proceso del que no sabemos tantas cosas por Felipe González y Baltasar Garzón, dos expertos en guerras sucias muy próximos al diario que le encargó el texto a Vargas Llosa.
El próximo día 26 se firma el acuerdo. El 2 de octubre es el plebiscito. Estos días las FARC han celebrado su X Conferencia en las sábanas de Yarí, al sudeste del país, y el evento se parecía más a una fiesta medio hippie que a una reunión de narcoterroristas en fase de disolución. Era una mezcla rara entre Woodstock, el FIB, el Rototom y la Isla de Man, pero con armamento pesado junto a la marihuana y cananas en vez de riñoneras o mochilas con el costo.
El acuerdo tiene muchos perfiles, pero en resumen, lo que indigna a quienes lo rechazan es que supone la impunidad para quienes todavía hoy siguen cometiendo crímenes terribles, garantiza presencia a los criminales en las instituciones del Estado aunque nadie les vote, un coste económico importante que genera además insólitas diferencias en los salarios de los funcionarios y los que recibirán los narcoterroristas y una incertidumbre severa respecto a que "la paz" va a ser real. No se sabe cuántos son, cuántas armas tienen, cuántos secuestrados tienen en su poder aún. Hay un grupo en las propias FARC que no está dispuesto a aceptar el acuerdo. Y, además de las FARC, quedan otros grupos como el Ejército de Liberación Nacional que siguen existiendo. Y se preguntan también si les va a compensar el sueldo garantizado en el asfalto burgués las ganancias que obtienen en la selva con el narcotráfico.
Los partidarios del sí con argumentos me dicen que es evidente que al día siguiente no se resuelve el problema, que quedan muchos pasos, que surgirán disfunciones, que no va a ser fácil, pero que algún precio tiene acabar con cincuenta años de conflicto armado, y que vivir en paz merece el esfuerzo. Y me añaden que el único modo de saber sin funcionará es aprobarlo. Percibo en el lado más oficialista del sí excesivas certezas y como escribió el del tango de Reverte, las certezas te contagian de vejez, y además al final se evaporan. Prefiero las dudas. Y no me gusta el excesivo buenísimo que percibo en esa izquierda sucrèe de la que ha escrito con tino Wendy Guerra, esa izquierda caviar que fue a Cuba y cayó en la trampa de que aquello no era una trampa, sino una utopía.
El presidente Santos me inspira poca confianza. Él era el ministro de Defensa del Gobierno de Uribe que combatió duramente a las FARC, dignificó algo el trabajo de un Ejército que disponía de medios excesivamente insuficientes y llevó a muchos a pensar que era posible derrotar a los narcoterroristas. Uribe le abrió el camino a Santos a la presidencia y Santos liquidó las políticas de Uribe en una actuación que me parece legítimo considerar un punto traicionera.
Este acuerdo de paz me parece difícilmente soportable para buena parte de las víctimas. Por más que venga bendecido por el Papa y por Obama, me temo que termine en fiasco. Y en estos años de negociación habanera se han mezclado intereses políticos, económicos y de toda índole en un proceso que en todo caso requería una transparencia absoluta de la que ha carecido. La paz siempre tiene un precio, como casi todo. Pero pagar un precio excesivo o inmoral nunca es un buen negocio. Excepto para los que cobran y desaparecen de la escena. A ver además que pasa el día después, porque quizá se destape y se conozca la verdad, y ya se sabe que cuando eso sucede se descubren muchas mentiras.
[Fuente: Por Melchor Miralles, República de las ideas, Madrid, 21sep16]
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