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04jun11
Tras 14 años de la masacre, El Aro no resurge de las cenizas
En 1997, los 'paras' quemaron el pueblo y mataron a 15 personas.
Era tan fuerte la presión que la bota del paramilitar hacía sobre su tráquea, que Rafael Ángel Piedrahíta casi no podía respirar. Cuando el verdugo pasaba varios minutos sin levantar el pie, el campesino perdía la conciencia. Era casi un alivio, porque en esos momentos dejaba de escuchar los madrazos y de sentir el frío cañón del fusil metido en su oído derecho (vea aquí el especial multimedia El Aro, radiografía de una masacre).
La mejilla izquierda la tenía pegada a la tierra, ya convertida en lodo al mezclarse con la sangre derramada por Guillermo Mendoza, Modesto Múnera y Nelson Palacio, tres de sus vecinos cuyos días terminaron porque, según los 'paras', eran guerrilleros. Pero hacían lo mismo que él, sembrar café y fríjol.
Con lágrimas, Rafita, como cariñosamente llaman a este locuaz campesino nacido hace 60 años en El Aro, un corregimiento de Ituango (Antioquia), recuerda la tragedia como si hubiera sucedido ayer, porque han pasado casi 14 años y la masacre sigue viva. En el pueblo las cosas no han cambiado desde aquel día en el que sus 800 habitantes lo perdieron todo y tuvieron que salir a la fuerza.
El hospital sigue igual de destruido que en octubre de 1997, cuando paramilitares -bajo las órdenes de Salvatore Mancuso- quemaron el pueblo después de pasar allí 20 días violando mujeres, robando ganado y matando a campesinos. El colegio también está en ruinas y, si bien un profesor enseña hasta el quinto de primaria, el analfabetismo supera el 80 por ciento.
Está todo por hacer
Aunque el primero de julio del 2006 la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) le ordenó al Estado colombiano reparar integralmente a las víctimas, casi nada se ha hecho. Según Acción Social, los habitantes satisfacen solo el 30 por ciento de sus necesidades básicas.
Eso no es todo. Dentro de un mes se cumplen cinco años del fallo -justo el plazo que tenía el Ministerio de la Protección Social para entregarles las casas que les quemaron-, pero un lío jurídico (el Estado colombiano no permite entregarle el 100 por ciento de una vivienda a nadie) mantiene lejana esa posibilidad.
Nada ha vuelto a ser como antes. Rafita no ha podido recuperar los seis bultos de envases de cerveza que perdió, ni las cuatro mesas de madera con sus respectivas sillas, ni mucho menos el equipo de sonido en el que ponía las canciones del Charrito Negro, en la cantina que atendió hasta el día de la masacre. Es más, confiesa que perdió el interés de volver a tener su negocio.
Me salvó la vida
Con sus ojos grises y brillantes, Rafita contempla la Virgen ubicada en el centro del parque y se le viene a la mente aquel recuerdo que aún lo persigue todas sus noches: los cuerpos fríos de sus paisanos tirados a su lado.
"Frente a esa imagen los mataron -recuerda-. Tal vez, de tanto mirarla -dice-, fue ella quien me salvó". Aunque, después de un largo silencio, reconoce que es a uno de los 'paras' a quien le debe la vida.
Con un pausado acento paisa cuenta que luego de que mataron de tres balazos en la cabeza a Modesto Múnera, él era el siguiente en la lista. "Este granhijuetantas hasta muy guerrillero será", recuerda que le decía el paramilitar que le presionaba la mejilla y el cuello con una bota muy parecida a las que usaban los soldados de aquella época.
"De pronto se apareció uno que como que me conocía y dijo: 'No, a ese señor no. Ese señor no es sino buena gente y no se mete con nada'... Me salvó la vida", reconoce después de dejar escapar un suspiro.
"Al rato, ese 'para' por el que hoy estoy contando esta historia pasó por mi lado, se fijó en mi reloj y dijo que le gustaba... Yo casi que me levanto para decirle que se lo regalaba", dice mientras se le quiebra la voz y agrega: "Porque más que eso le debía". Para ese momento ya habían matado a 12 de las 15 personas que perecieron en la masacre.
¿Presencia del Estado?
Actualmente, la única autoridad que hay en El Aro es un joven cura que va cada tres meses. Es quien resuelve los líos entre vecinos, que hoy no pasan de 100 personas; el que aconseja y el que regaña cuando es necesario, pero, ante los grupos ilegales que llegan al pueblo a comprar hoja de coca, debe permanecer callado.
Y es que 'esa mata', como le dicen los campesinos a la coca, es el único sustento que tienen. La cultivan entre el maíz, el fríjol, el arroz y el café, que ya nadie les compra, pues solo los que se esconden de la justicia hacen el recorrido de 14 horas en mula desde Ituango, pero a ellos les interesa un solo cultivo: la coca.
"Faltó presencia del Estado hace 14 años y falta presencia del Estado ahora; por eso es que esos grupos vienen y hacen lo que quieren con nosotros", explica Saúl Muñetón, presidente de la junta de Acción Comunal, quien aclara que la coca llegó tiempo después de la masacre.
Sin embargo, él confía en que la situación algún día cambie. Para eso debe prosperar una tarea difícil: que Acción Social logre que las diferentes entidades del Estado obligadas a cumplir las órdenes de la CIDH lo hagan.
Ya el trabajo comenzó. Según el director de DD. HH. de Acción Social, César Augusto Vergara, hay voluntad, pero, por la misma circunstancia de los actores armados que confluyen allí, es difícil el acceso de la institucionalidad".
Los campesinos reconocen que es por ese abandono del Estado y la falta de seguridad que la mayoría de los que abandonaron El Aro, en 1997, no ha regresado.
Rafita, a pesar de que le aconsejaron no esperar la muerte en el mismo lugar en que nació, volvió. Simplemente, porque no se puede desprender de su tierra natal, a la que le enseñaron a amar sus viejos.
[Fuente: Por Álvaro Lesmes, Redacción justicia, El Tiempo, Bogotá, 04jun11]
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