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21ago11
La propiedad colectiva de la tierra
De las 100 millones de hectáreas que tiene el territorio del país, 20 millones están otorgadas a los pueblos indígenas como posesión colectiva e indivisible. Esta política de concesiones, que comenzó en los años 90, refleja una concepción que se remonta al siglo XVI: es necesario conservar las formas de vida del “buen salvaje”, quien vive en armonía con la naturaleza y desconoce la propiedad privada.
La titulación masiva de territorios indígenas ha tenido hasta ahora resultados mixtos: por un lado, defendió los derechos indígenas de las abusos que eran tan comunes en el pasado, aunque de una manera que todavía está lejos de perfeccionarse; por el otro, estableció un sistema malsano de acceso a la tierra de cada uno de los indígenas, que “poseen” alrededor de 60 hectáreas por persona, pero que no pueden tomar decisiones sobre ellas y sólo pueden mantener su propiedad por medio de instituciones políticas que administran el territorio, las “centrales”. Este sistema es otra de las múltiples expresiones que existen en el país de “capitalismo político”, es decir, de acumulación mediada por una instancia de poder.
La titulación indígena también ha creado un “objeto del deseo” para un conjunto de aspirantes a aprovechar la tierra con distintos propósitos: los ganaderos, los madereros y los inmigrantes, que no forman parte de las comunidades campesinas y por eso quisieran una redistribución de la tierra como la que se dio en el occidente: claramente individual. De ahí la presión que existe para la ley de reconducción comunitaria de la reforma agraria.
La propiedad colectiva de los territorios indígenas es sobre todo una ficción jurídica, porque cada uno está parcelado internamente, y porque dentro de ellos operan agentes privados ajenos a la colectividad con distintas clases de “arreglos” con las centrales. Esto no permite un aprovechamiento racional de los recursos naturales, aunque tranquiliza la conciencia de los antropólogos. No es una situación adecuada para el desarrollo, claro está. Sin embargo, probablemente otra opción sería más dañina para el ambiente; en este momento muchos de los interesados en convertir el bosque en efímeros terrenos agrícolas, y de los madereros, son ahuyentados por los indígenas.
De ahí la importancia que adquirirá la nueva ley de reforma agraria. Si el Gobierno cede a las presiones de los campesinos, probablemente sincerará la norma con la realidad del agro, pero ¿a qué costo? No hay que olvidar los daños que causaron en el pasado las políticas que se empeñaron a negar lo existente para rediseñar completamente la realidad.
[Fuente: Página Siete, 21ago11]
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