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31jul06
"La Iglesia no movió un dedo por la muerte violenta de uno de los suyos".
Nació hace 66 años, pero Arturo Pinto vivió dos vidas. La primera terminó el 4 de agosto de 1976, hace casi tres décadas, cuando le tocó ser testigo privilegiado del crimen de monseñor Angelelli: el entonces padre Pinto viajaba con él en la camioneta que, tras ser encerrada por otro vehículo en una ruta de La Rioja, perdió el control y se despistó. Herido, desvanecido tras el choque y entregado poco después a una recuperación lenta, entorpecida por el temor a sufrir un atentado, tardó un mes en enterarse que el obispo había muerto aquella tarde. La noticia lo destrozó. Un año después dejó el sacerdocio, se casó, tuvo tres hijas y se mudó a Formosa. Ahí vive la segunda de sus vidas.
En estos años, su memoria guardó la historia que, según dice, los gobiernos y la jerarquía eclesiástica se empeñaron en ocultar: "Nunca creí que lo nuestro fuera un accidente. A Angelelli lo mataron. Es un mártir de la Iglesia, que en estos 30 años no movió un dedo por la muerte violenta de uno de los suyos". Esta es una síntesis de su diálogo con Clarín:
--¿Cómo fueron los últimos días de Angelelli?
--Estábamos conmocionados por los asesinatos en Chamical de los padres Carlos Murias y Gabriel Longueville, el 19 de julio. El 3 de agosto, nos reunimos en esa ciudad los cinco vicarios de la diócesis con monseñor Angelelli para analizar la gravísima situación en la que estábamos, y qué hacer ante la persecución y el amedrentamiento público y telefónico. El dijo "el que se quiera ir que se vaya, yo no". Nosotros sabíamos que tenía invitaciones de varios lados, sobre todo de Perú, para irse del país.
--¿Qué pasó el 4 de agosto?
--Decidimos que yo lo acompañara de regreso a La Rioja y que vol viera a mi parroquia de Aimogasta. Esa mañana me encargué de ver la camioneta, controlar las cubiertas, cargar nafta. Yo la conocía bien. Almorzamos (sin tomar vino) y bien pasadas las dos de la tarde, salimos. Ibamos a una velocidad normal, probablemente a unos 100 kilómetros por hora. Manejaba él. Te digo todo esto porque en estos años hubo muchas versiones malintencionadas: que manejaba yo, que íbamos rápido, que la camioneta estaba en mal estado...
--¿Cómo fue el viaje?
--La ruta estaba abierta, sin mucho tránsito, era la hora de la siesta. Ibamos conversando sobre la muerte de los sacerdotes, sobre los consejos que le habían ido a pedir unas religiosas que no sabían qué hacer. En eso estábamos cuando llegamos a Punta de los Llanos, donde hay una curva hacia la izquierda para esquivar el pueblo, y después se larga una recta larguísima. A poco de andar esa recta yo imprevistamente vi con el rabillo del ojo izquierdo que se aproximaba un vehículo blanco, que nos alcanzó y nos cruzó. Ahí se produjo un reventón, que es lo último que recuerdo. No sé si fue la goma, un balazo, no sé. Supongo que Angelelli no llegó a ver a ese auto, porque no dijo nada.
--¿Cuándo recuperó el conocimiento?
--Algo recuerdo del día siguiente, cuando salía del hospital del Chamical en la ambulancia. Pero recién cobré conciencia plena en el sanatorio Allende de Córdoba, unos días después.
--¿Tenía miedo de que atentaran contra usted?
--No entendía nada. Estuve varios días internado, con la mandíbula fracturada y una prótesis. Dos de mis hermanos, que eran gendarmes, se turnaban para hacer guardia en la puerta de la habitación. El más chico me contó que un día aparecieron dos personas de civil muy sospechosas que me querían entrevistar, y él lo impidió. Cuando me dieron el alta estuve 45 días en la casa de uno de ellos, en Jesús María. Recién ahí supe de la muerte del Obispo.
--¿Cómo se enteró?
--Me lo contó fray Antonio Puigjané. Hasta entonces yo no había preguntado por él, era como si intuyera que había pasado algo malo. Yo no me sentía bien, pedí la asistencia de un psicólogo. No era fácil ser testigo de lo ocurrido. Recién volví a Aimogasta unos días antes del 8 de diciembre, para las fiestas patronales.
--Durante mucho tiempo se dijo que usted había declarado ante la Justicia que el choque había sido accidental. ¿Fue así?
--Es verdad, eso se dijo. Una vez me mostraron un papel que supuestamente había firmado yo diciendo eso. Pero es falso, o a lo sumo me lo hicieron firmar cuando yo no tenía plena conciencia. Yo nunca creí que lo nuestro fuera un accidente, jamás. La primera vez que declaré fue en los tribunales de Buenos Aires, respondiendo a un exhorto que enviaron desde La Rioja. Luego fui a esa provincia a hacer otra declaración, y después otra más en Córdoba, cuando ya habían salido las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Siempre sentí la presencia de vigilantes a mi alrededor.
--¿Qué pasó con la obra de Angelelli tras su muerte?
--Había un dicho muy horrible, que es denigratorio del obispo, pero desgraciadamente resultó cierto: muerto el perro se acabó la rabia. Ellos pensaban así. El centro de todo era él, que vivía una Iglesia distinta, en lucha abierta por los intereses de los pobres. Angelelli es un mártir de la Iglesia, estoy convencido. El sabía a qué se podía enfrentar y siguió adelante con su mensaje. Esa semilla no se va a perder. Y ojalá que también pueda germinar en el corazón de nuestros actuales obispos.
--¿Cómo evalúa la posición que la Iglesia argentina tuvo hasta ahora con respecto a la muerte del obispo?
--Institucionalmente, la Iglesia no movió un dedo por la muerte violenta de uno de los suyos. Hubo intención de no investigar si hubo provocación para ese choque.
--¿Cómo siguió su vida estos años?
--Dejé el sacerdocio en 1977. Se había acabado una etapa muy rica en la diócesis, ya nada era lo mismo. Me fui al sur y después a Buenos Aires, donde me casé en 1981. En 1985 nos mudamos a Formosa con mi señora y dos hijas, y la tercera nació allá.
--¿Los obispos lo contactaron este año para escuchar su historia?
--El padre Roberto Queirolo, administrador diocesano de La Rioja hasta la semana pasada, me pidió un escrito y me dijo que la Conferencia estaba reviendo el caso Angelelli. Pero nadie se contactó oficialmente conmigo.
[Fuente: Clarin, Bs As, Arg, 31jul06]
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