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DERECHOS


29ago02


El Procurador de la Nación se pronuncia en favor de la invalidez e inconstitucionalidad de las leyes de impunidad en informe a la Corte Suprema en la Causa de Conrado Higinio Gómez.


S.C. A. 1391; L. XXXVIII.
"Astiz, Alfredo y otros por delitos de acción pública"REX

S u p r e m a C o r t e:

-I-

La Sala II de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal confirmó la resolución de primera instancia que declaró inválidos e inconstitucionales los artículos 1º de la ley 23.492 y 1º, 3º y 4º de la ley 23.521, y la confirmó parcialmente en cuanto dispuso el procesamiento y la prisión preventiva de Jorge Carlos Radice en orden a los delitos de privación ilegal de la libertad cometido con abuso de sus funciones o sin las formalidades prescriptas por la ley, con las agravantes por haber sido cometida con violencia o amenazas y por haberse prolongado por más de un mes, en calidad de autor, extorsión reiterada en dos oportunidades, en calidad de autor, falsificación ideológica de documento público y asociación ilícita, en condición de integrante, todos ellos en concurso real entre sí (artículos 45, 55, 144 bis, inciso 1º, y último párrafo, 142, incisos 1º y 5º, 168, 293 y 210, primer párrafo, del Código Penal).

Contra este pronunciamiento el defensor oficial de Juan Carlos Radice interpuso recurso extraordinario, que fue declarado inadmisible en relación con los agravios fundados en la arbitrariedad de la decisión recurrida, y concedido en cuanto en él cuestiona la interpretación que el a quo efectuó de diversas normas constitucionales (artículos 1, 18, 22, 29, 31, 33, 75 y 118) y la declaración de invalidez del artículo 1º de la ley 23.492 y de los artículos 1º, 3º y 4º de la ley 23.521.

-II-

Para una mejor comprensión de las cuestiones traídas a debate, primeramente estimo adecuado precisar los aspectos fácticos sustanciales del caso en el cual he sido llamado a pronunciarme.

En autos son investigados hechos ocurridos en el marco de la represión ilegal estatal que tuvo lugar en nuestro país durante el último gobierno militar; en concreto, la desaparición forzada de Conrado Gómez, ocurrida el 10 de enero de 1977 en esta Ciudad, por un grupo de personas presuntamente pertenecientes a las Fuerzas Armadas. Asimismo, se investiga la comisión, en ese contexto, de diversos ilícitos de contenido patrimonial llevados a cabo en perjuicio de la víctima y de su familia.

-III-

De acuerdo con el apelante, tanto de la decisión del a quo como de la de primera instancia surgiría que los hechos investigados habrían estado inspirados por un fin exclusivamente patrimonial individual. Sostiene, por ello, que ni el desapoderamiento de bienes ni la privación de la libertad a tal fin, en tanto ajena a fines políticos, raciales o religiosos, encuadran en la definición de crímenes contra la humanidad, razón por la cual tampoco es posible predicar respecto de ellos la imprescriptibilidad que se deriva de esa categoría de delitos.

Alega, además, que, aun si así se los considerase, las normas que, según el a quo, reputarían los hechos del caso como de lesa humanidad y, por ende, imprescriptibles serían posteriores al momento de su comisión. Ello significaría que la aplicación de esas normas a hechos pasados resultaría ex post facto y, por tanto, inconstitucional al desatender la exigencia de ley previa del principio de legalidad (artículo 18 de la Constitución Nacional).

Asimismo, aduce que, aunque el postulado de imprescriptibilidad hubiese sido previo a los hechos investigados, no era cierto ni escrito, como lo exigía el principio de legalidad mencionado. En este sentido, objeta que el a quo, habiendo reconocido el incumplimiento de esas exigencias, resolvió tal contradicción concluyendo que "el artículo 18 de la Constitución Nacional no resulta aplicable en el ámbito del derecho penal internacional" con fundamento en "la preeminencia del derecho de Gentes establecida por el artículo 118 de la Constitución Nacional".

Contra ello, objeta que el principio de legalidad se halla reconocido en el Derecho internacional en instrumentos que, por imperio de lo dispuesto en el artículo 75, inciso 22 de la ley fundamental, no sólo gozan de jerarquía constitucional, sino que, según reza la norma citada, "no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ellos reconocidos" (artículo 9 de la Convención Americana de Derechos Humanos, el 15.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el artículo 11.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos).

Por otra parte, el recurrente defiende la adecuación constitucional de las leyes 23.492 y 23.521, con el argumento de que fueron sancionadas con la finalidad de lograr la reconciliación nacional y la paz de los argentinos, a la vez que fueron dictadas en el ejercicio de facultades propias y privativas de los poderes políticos. Entiende que afirmar que ellas se encuentran en pugna con tratados internacionales que integran la Constitución Nacional, importa sustituir al Poder Legislativo que ejerció la prerrogativa establecida en el entonces artículo 67, inciso 17, de la Ley Fundamental (actual artículo 75, inciso 20) que en lo pertinente alude a la concesión de amnistías generales; sustitución que agravia el principio de separación de poderes que surge de los artículos 1, 33, 75 y concordantes de ese cuerpo normativo. Considera que el Congreso pudo, válida y constitucionalmente, dictar leyes de tal naturaleza, por la potestad que asiste a los Estados de procurar sus propios fines y adoptar los medios que estimen conducentes para lograrlos, entre los que cuenta procurar la reconciliación y pacificación nacional como objetivos en mira al dictarse tales leyes. Por ello, concluye que los tribunales inferiores, al sostener la invalidez e inconstitucionalidad de esas normas, se han arrogado facultades exclusivas de los poderes políticos, lo cual resulta violatorio de los artículos 1, 22 y 33 de la Constitución Nacional.

-IV-

Por principio, V.E. tiene establecido que el auto por el que se dispone la prisión preventiva no constituye sentencia definitiva en los términos del artículo 14 de la ley 48, ni tampoco es equiparable a ella (Fallos: 212:1045; 254:12; 295:701; 304:152; 313:511, entre otros). La reparabilidad del auto de prisión preventiva la ha fundamentado V.E. en la circunstancia de que la tutela jurisdiccional de la libertad ambulatoria puede ser obtenida por medio de la articulación de la excarcelación, y, en su caso, mediante la interposición del recurso extraordinario contra la sentencia que, al denegarla, definitivamente coarta la libertad.

Sin embargo, son precisamente esos mismos fundamentos los que han llevado a V.E. a concluir que, excepcionalmente, el auto de prisión cautelar debe ser equiparado a una sentencia definitiva cuando, dadas las particulares circunstancias del caso, aparece demostrado que, ya con su dictado, puede configurarse para el procesado un perjuicio de insusceptible reparación ulterior. En tal sentido, V.E. ha dicho que cuando esta medida cautelar carece de una fundamentación adecuada, ha sido dictada sobre la base de una disposición tachada de inconstitucional, o de una interpretación de normas federales que se reputa errada, y la calificación jurídica de los hechos impide la excarcelación del imputado, no existe otro modo de resguardar inmediatamente la libertad durante el proceso si no es admitiendo la procedencia formal del recurso extraordinario contra aquélla (Fallos: 310:2246; 312:1351; 314:451; 316:365).

Pues bien, examinada la cuestión a la luz de estos principios elaborados por el Tribunal, debo concluir que son enteramente aplicables a la prisión preventiva que es objeto de impugnación por el apelante, toda vez que ella resulta de cumplimiento inexorable, en tanto excluye la posibilidad de excarcelación, si no es por circunstancias que sólo pueden sobrevenir después del transcurso de un lapso considerable (artículos 316 y 317 del Código Procesal Penal).

Por lo demás, a partir del precedente de Fallos: 320:2118, la Corte ha establecido que en los casos en que se discute un pedido de excarcelación, tras el paso de la causa por una cámara de apelaciones, queda satisfecha la exigencia relativa a que la decisión impugnada provenga del tribunal superior (artículo 14 de la ley 48). Con idéntica lógica ha de concluirse, entonces, que el mismo criterio ha de regir cuando no es posible discutir la privación de la libertad, ordenada con carácter cautelar, por la vía de impugnar la denegación de la excarcelación ante la Corte, sino que -como sucede en el presente caso- la privación de la libertad puede ser cuestionada ya por la vía de la directa impugnación del auto que decretó la prisión preventiva. Así también lo ha entendido V.E. al resolver más recientemente los causas P. 1042, L. XXXVI, "Panceira, Gónzalo y otros p/asociación ilícita", sentencia del 16 de mayo de 2001, y S. 471, L. XXXVII, "Stancanelli, Néstor s/abuso de autoridad y violación de los deberes de funcionario público s/incidente de apelación de Yoma, Emir Fuad -causa Nº 798/85-", sentencia del 20 de noviembre de 2001.

Por último, también hallo cumplido el requisito de que se encuentre involucrada en el caso alguna cuestión federal, toda vez que ha sido puesta en tela de juicio la validez constitucional de leyes del Congreso de la Nación -de carácter federal- y la decisión ha sido contraria a su validez y, asimismo, se ha cuestionado la inteligencia otorgada por el a quo a cláusulas constitucionales y de tratados internacionales, y la resolución ha sido contraria al derecho fundado en aquéllas (artículo 14, incisos 1º y 3, de la ley 48).

-V-

Antes de ingresar en el examen de las cuestiones traídas a debate, estimo conveniente adelantar, brevemente, para una más clara exposición de los fundamentos que sustentarán la posición que adoptaré en el presente dictamen, los distintos pasos argumentales que habré de seguir en el razonamiento de los problemas que suscita el caso.

Dada la trascendencia de los aspectos institucionales comprometidos, explicitaré, en primer lugar, la posición desde la cual me expediré. Para ello comenzaré con una introducción relativa a la ubicación institucional del Ministerio Público, las funciones encomendadas en defensa de la legalidad y de los intereses generales de la sociedad, en particular, en relación con la protección de los derechos humanos, y específicamente en el ejercicio de la acción penal, cuya prosecución se halla en cuestión.

Seguidamente, me ocuparé de fundamentar por qué considero que, al menos la desaparición forzada de Conrado Gómez investigada en autos, constituye un delito de lesa humanidad independientemente de si encuadra en la definición del artículo 10 de la ley 23.049.

Me ocuparé, en tercer término, de examinar la constitucionalidad de las leyes 23.492 y 23.521 a la luz del artículo 29 de la Constitución Nacional, con el objeto de demostrar que, ya para la época de su sanción, las leyes resultaban contrarias al texto constitucional.

En cuarto lugar, abordaré el examen de la compatibilidad de las leyes con normas de jerarquía constitucional, vinculantes para nuestro país, al menos desde 1984 y 1986, que prohiben actos estatales que impidan la persecución penal de graves violaciones de los derechos humanos y crímenes contra la humanidad (artículos 27, 31 y 75, inciso 22, de la Constitución Nacional, 1 y 2 de la Convención Americana de Derechos Humanos y 2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos). Concluiré que las limitaciones a las potestades legislativas -y de los demás poderes del Estado- que de ellas se deriva son coincidentes con aquella que ya imponía originariamente una correcta interpretación del artículo 29 del texto constitucional. Expondré, asimismo, que el deber de no impedir la investigación y sanción de los graves ilícitos mencionados pesa no sólo sobre el Legislativo, sino que recae sobre todo el Estado y obliga, por tanto, al Ministerio Público y al Poder Judicial a no convalidar actos de otros poderes que lo infrinjan.

Dado que el deber de no impedir la persecución penal, que acabo de mencionar, solo rige respecto de graves violaciones de los derechos humanos y crímenes contra la humanidad, en un quinto acápite fundamentaré por qué considero que, incluso en el momento de su comisión, el hecho investigado resultaba un delito de lesa humanidad para nuestro ordenamiento jurídico.

Por último, puesto que las consideraciones precedentes solo tienen sentido en tanto no deba concluirse que se ha operado ya la prescripción de la acción penal para la persecución de los delitos imputados, explicaré por qué, a pesar del paso del tiempo, la acción penal para la persecución del hecho objeto de la causa aún no ha prescripto. En particular, en relación con este aspecto, expondré que, ya para la época de los hechos, existían normas en el ordenamiento jurídico nacional que disponían la imprescriptibilidad de los delitos contra la humanidad en términos compatibles con las exigencias de lex certa y scripta, que derivan del principio de legalidad (artículo 18 de la Constitución Nacional).

-VI-

A

El examen de la constitucionalidad de un acto de los poderes del Estado importa necesariamente la tarea de precisar y delimitar el alcance y contenido de las funciones y facultades que la Constitución Nacional ha reservado al Ministerio Público Fiscal.

Esta institución, cuya titularidad ejerzo, ha recibido del artículo 120 de la Carta Fundamental, luego de la reforma de 1994, el mandato de defender la legalidad y velar por los intereses generales de la sociedad. Este mandato, otorgado por el poder constituyente, emerge directamente del pueblo soberano y, por ello, no es una simple potestad jurídica, sino un verdadero poder público que erige al Ministerio Público en un órgano constitucional esencial de la República Argentina. Una perspectiva congruente con las concepciones que en la actualidad intentan explicar el fenómeno "Estado" invita a analizar el sentido de la inserción del Ministerio Público en el orden institucional argentino y la significación que tiene para la sociedad en su conjunto.

La defensa de la legalidad, en el Estado de Derecho, no es otra cosa que la defensa de la vigencia del Derecho en el Estado, y se refiere, fundamentalmente, a la legalidad de la actuación de las instituciones y al respeto de los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos. Con este objeto, la Constitución ha facultado al Ministerio Público para "promover la actuación de la justicia" en defensa del orden institucional (artículo 120). Ello, a la vez, constituye un presupuesto esencial para defender "los intereses generales de la sociedad"; porque el orden institucional es el que ofrece las condiciones elementales para asegurar la libertad de los ciudadanos y de todos sus derechos esenciales. Nadie puede hoy negar que sin orden institucional es imposible la convivencia justa y pacífica, y sin ambas es inconcebible lograr el verdadero fin del Estado: la libertad de los hombres cuya cooperación organiza, ordena y regula. Ambas -la tutela del orden constitucional expresado como principio de la legalidad, y la de los intereses generales de la sociedad- constituyen las dos caras de un mismo problema.

De este modo, que la Constitución Nacional le haya dado esta misión al Ministerio Público obedece a la lógica del Estado de Derecho. El pueblo soberano ha puesto la custodia de la legalidad, la custodia del Derecho en manos de un órgano público independiente y autónomo, a fin de que pueda requerir a los jueces la efectividad de dicha tutela. La libertad sólo es posible cuando se vive en paz; sin paz no hay libertad. Y ésta debe ser la preocupación fundamental del Derecho y del Estado.

Los acontecimientos mundiales nos han enseñado que estamos compelidos a realizar una profunda conversión de nuestro pensamiento. Las fuentes de significación y las certezas de la modernidad (tales como la fe en el progreso; la creencia de que el avance tecnológico mejoraría el nivel de vida; la equivalencia entre crecimiento económico y desarrollo humano; etc.) se están agotando rápidamente en una sucesión temporal que acelera cada vez más la historia. Ampliar los horizontes mentales es un deber inexcusable para quienes ejercemos una autoridad pública. Y esa conversión implica que, aun entre los escombros de las catástrofes humanas, podemos descubrir una singular oportunidad de cambio. La actuación de las instituciones públicas que implique el avasallamiento de los derechos fundamentales de las personas y del orden institucional son una señal, un signo, del peligro de disolución social y constituyen una violación del Estado de Derecho.

Como bien es sabido, nuestro sistema de control de la supremacía constitucional, al ser difuso, habilita a todo juez, a cualquier tribunal de cualquier instancia, para ejercerlo; e incluso, recientemente, V.E. aceptó ampliar la posibilidad de dicho control a la "declaración de oficio" por parte de los jueces (Fallos: 324:3219).

El Ministerio Público, en el marco de su tarea de velar por la vigencia del orden público constitucional y los intereses generales de la sociedad debe actuar en "defensa del orden jurídico en su integralidad" y denunciar, por tanto, los actos y las normas que se opongan a la Constitución (Fallos: 2:1857; 311:593; 315:319 y 2255); máxime cuando se hallan en juego los derechos y libertades fundamentales reconocidos en ella y en los instrumentos del Derecho internacional de los derechos humanos, a los que expresamente el constituyente otorgó jerarquía constitucional. Esas son las notas características, la misión fundacional y fundamental a la que no puede renunciar bajo ningún concepto el Ministerio Público, porque debe cumplir, en definitiva, con la representación de la sociedad argentina.

B

En reiteradas ocasiones he sostenido que los casos de violaciones sistemáticas de los derechos humanos, como las ocurridas en nuestro país entre los años 1976 -y aun antes- y 1983, exigen como imperativo insoslayable, y más allá de la posibilidad de imponer sanciones, una búsqueda comprometida de la verdad histórica como paso previo a una reconstrucción moral del tejido social y de los mecanismos institucionales del Estado (cf. dictámenes de Fallos: 321:2031 y 322:2896, entre otros).

Tal como expresé en el precedente "Suarez Mason" (Fallos: 321:2031) el respeto absoluto de los derechos y garantías individuales exige un compromiso estatal de protagonismo del sistema judicial; y ello por cuanto la incorporación constitucional de un derecho implica la obligación de su resguardo judicial. Destaqué, asimismo, que la importancia de esos procesos para las víctimas directas y para la sociedad en su conjunto demanda un esfuerzo institucional en la búsqueda y reconstrucción del Estado de Derecho y la vida democrática del país, y que, por ende, el Ministerio Público Fiscal no podía dejar de intervenir en ellos de un modo decididamente coherente y con la máxima eficiencia. Esta postura institucional ha sido sustentada durante mi gestión mediante el dictado de las resoluciones 73/98, 74/98, 40/99, 15/00, 41/00 y 56/01, ocasiones en que he sostenido la necesidad de empeñar nuestros esfuerzos para que las víctimas obtengan la verdad sobre su propia historia y se respete su derecho a la justicia.

Pues bien, en este mismo orden de pensamiento, y puesto ante la decisión de precisar los alcances de la obligación de investigar y sancionar a los responsables de graves violaciones de los derechos humanos y del derecho a la justicia, creo que el compromiso estatal no puede agotarse, como regla de principio, en la investigación de la verdad, sino que debe proyectarse, cuando ello es posible, a la sanción de sus responsables. Como lo expondré en los acápites siguientes, la falta de compromiso de las instituciones con las obligaciones de respeto, pero también de garantía, que se hallan implicadas en la vigencia efectiva de los derechos humanos, no haría honor a la enorme decisión que ha tomado el Constituyente al incorporar a nuestra Carta Magna, por medio del artículo 75, inciso 22, los instrumentos internacionales de derechos humanos de mayor trascendencia para la región.

Esta línea de política criminal es consecuente con la tesitura que he venido sosteniendo desde este Ministerio Público Fiscal en cada oportunidad que me ha tocado dictaminar sobre la materia (cf. dictámenes en Fallos: 322:2896; 323:2035; 324:232; 324:1683, y en los expedientes A 80 L. XXXV "Engel, Débora y otro s/hábeas data", del 10/3/99; V 34 L. XXXVI "Videla, Jorge R. s/falta de jurisdicción y cosa juzgada", del 14/11/00; V 356 L. XXXVI "Vázquez Ferrá, Karina s/privación de documento", del 7/5/2001).

Pienso, además, que la reconstrucción del Estado nacional, que hoy se reclama, debe partir necesariamente de la búsqueda de la verdad, de la persecución del valor justicia y de brindar una respuesta institucional seria a aquellos que han sufrido el avasallamiento de sus derechos a través de una práctica estatal perversa y reclaman una decisión imparcial que reconozca que su dignidad ha sido violada.

El sistema democrático de un Estado que durante su vida institucional ha sufrido quiebres constantes del orden constitucional y ha avasallado en forma reiterada las garantías individuales básicas de sus ciudadanos requiere que se reafirme para consolidar su sistema democrático, aquello que está prohibido sobre la base de los valores inherentes a la persona. La violencia que todavía sigue brotando desde el interior de algunas instituciones y que hoy en forma generalizada invade la vida cotidiana de nuestro país debe ser contrarrestada, ciertamente, con mensajes claros de que impera el Estado de Derecho, sobre reglas inconmovibles que deben ser respetadas sin excepción, y que su violación apareja necesariamente su sanción. No hace falta aquí mayores argumentaciones si se trata de violaciones que, por su contradicción con la esencia del hombre, resultan atentados contra toda la humanidad.

C

En consecuencia, debo reafirmar aquí la posición institucional sostenida a lo largo de mi gestión, en el sentido de que es tarea del Ministerio Público Fiscal, como custodio de la legalidad y los intereses generales de la sociedad, como imperativo ético insoslayable, garantizar a las víctimas su derecho a la jurisdicción y a la averiguación de la verdad sobre lo acontecido en el período 1976-1983, en un contexto de violación sistemática de los derechos humanos, y velar, asimismo, por el cumplimiento de las obligaciones de persecución penal asumidas por el Estado argentino.

Todo ello, en consonancia con la obligación que pesa sobre el Ministerio Público Fiscal, cuando se halla frente a cuestiones jurídicas controvertidas, de optar, en principio, por aquella interpretación que mantenga vigente la acción y no por la que conduzca a su extinción. Esta posición ha sido sostenida, como pilar de actuación del organismo, desde los Procuradores Generales doctores Elías Guastavino y Mario Justo López, en sus comunicaciones de fecha 19 de octubre de 1977 y 24 de julio de 1979, respectivamente, y mantenida hasta la actualidad (cf., entre otras, Res. 3/86, 25/88, 96/93, MP 82/96, MP 39/99, MP 22/01).

-VII-

Ahora bien, el apelante cuestiona la condición de crimen de lesa humanidad de los hechos investigados, pues sostiene que fueron llevados a cabo inspirados exclusivamente por un fin patrimonial individual. En concreto, alega que, al no haber sido cometidos con el motivo de combatir el terrorismo, no quedan comprendidos en la definición del artículo 10 de la ley 23.049 y, por lo tanto, tampoco le son aplicables las leyes de punto final y de obediencia debida. Por consiguiente, sostiene que se trataría, en realidad, de delitos comunes, por lo que sería innecesario discutir la constitucionalidad de las leyes, y que por esa misma condición de delito común tampoco constituirían delitos de lesa humanidad y, por lo tanto, estarían prescriptos.

Considero, sin embargo, que no asiste razón al recurrente, al menos en cuanto, a partir de ese razonamiento, pretende negar la condición de lesa humanidad del hecho investigado. En efecto, independientemente de si el hecho del caso encuadra o no en la definición del artículo 10 de la ley 23.049, ello no descarta su condición de crimen contra la humanidad.

En lo que se refiere esta última cuestión, carece de toda relevancia que el hecho haya estado motivado o no en el combate contra el terrorismo; antes bien, determinante para que se trate de un delito de lesa humanidad es que el acto singular se cometa en el marco de un ataque sistemático o generalizado contra una población civil con la participación o tolerancia del poder político de iure o de facto (así la definición receptada en el artículo 7 del Estatuto de Roma). Por el contrario, la exigencia de actuar por unos móviles determinados no se predica de todas las conductas constitutivas de crímenes contra la humanidad, sino únicamente respecto de las "persecuciones" (cf. Principios de Nüremberg, VI.c; Estatuto de Londres, U.N. Doc. A/64/Add.1, 1946; Estatuto del Tribunal de Nuremberg, artículo 6.c; Proyectos de Código de Crímenes contra la Paz y Seguridad de la Humanidad de 1951, artículo 10; de 1991, artículo 21 y de 1996, artículo 18; Estatuto del Tribunal Internacional para la antigua Yugoslavia, Estatuto de Roma, artículo 7).

En particular, el delito de desaparición forzada de personas no requiere que el acto haya estado inspirado en una especial motivación política, racial o religiosa, sino que por ella se entiende, en el Derecho penal internacional, la privación de la libertad de una o más personas, cualquiera que fuera su forma, cometida por agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúen con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la falta de información o de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o de informar sobre el paradero de la persona (según la definición del artículo 7 inciso "i" del Estatuto de Roma, coincidente en los sustancial con el artículo 2 de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas).

Por lo tanto, a mi entender, el punto decisivo para resolver si la desaparición forzada que se investiga en autos puede ser caracterizada como de lesa humanidad gira en torno a establecer si el hecho se cometió en relación con un ataque amplio o sistemático y organizado o tolerado desde el Estado contra la población civil. Sin embargo, como he expresado, no es preciso que el móvil que inspiró originariamente al gobierno militar a iniciar y tolerar la práctica sistemática de desaparición forzada de personas también se proyecte en cada uno de los hechos singulares llevados a cabo, para que pueda considerarse que formaron parte de ese ataque sistemático; interpretar la exigencia en este sentido importaría requerir nuevamente una determinada motivación como rasgo característico del concepto general de crimen contra la humanidad.

Por el contrario, la exigencia de que el acto forme parte de una acción masiva o sistemática sólo requiere que en el hecho concreto se haya puesto de manifiesto el mismo ejercicio abusivo y arbitrario de poder promovido o tolerado por el poder político de iure o de facto. Y esto es precisamente lo que habría ocurrido en el caso de autos, si se tiene en cuenta que la desaparición forzada de Conrado Gómez habría tenido lugar en el marco de la actuación de los mismos grupos de tareas integrados por las fuerzas de seguridad que llevaron a cabo la práctica sistemática de desaparición forzada de personas en nuestro país, con la misma logística, el mismo armamento y en los mismos centros clandestinos de detención utilizados para tal fin. Todo lo cual denota que la ocurrencia de ese hecho sólo se puede concebir y comprender en el contexto de esa práctica generalizada y sistemática, por el que la vida, el honor y la fortuna de los ciudadanos quedaron a merced de esos grupos organizados y tolerados desde el Estado (cf., asimismo, caso Velásquez Rodríguez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, sentencia del 29 de julio de 1988, Serie C, Nº 4, párr. 171, 172 y 173).

Pienso, en consecuencia, que independientemente de si los hechos del caso encuadran o no en la definición del artículo 10 de la ley 23.049, la desaparición forzada atribuida al imputado, por su inserción en la práctica sistemática de violación de derechos humanos llevada a cabo por el Estado, constituye un crimen contra la humanidad y, por lo tanto, por las razones que expondré más adelante, es imprescriptible.

Sin embargo, el recurrente, subsidiariamente, para el caso de que no se comparta su planteamiento anterior, postula la constitucionalidad y reclama la aplicación de la leyes 23.492 y 23.521. Al respecto, no puedo dejar de observar críticamente lo prematuro de la decisión adoptada en torno a la verdadera motivación que habría impulsado a los autores a cometer el hecho, si se tiene en cuenta que el proceso apenas se encuentra en su etapa inicial, y que precisar de modo definitivo ese y otros aspectos constituye, precisamente, el objeto de la investigación cuya válida prosecución depende de que se considere o no constitucionales las mencionadas leyes. En particular, quisiera resaltar que en modo alguno el despojo patrimonial que habría acompañado a la conducta central -que es un delito de lesa humanidad- puede desnaturalizar la discusión en torno al encuadramiento del hecho en la norma del artículo 10 de la ley 23.049, cual si se tratara de un mero atentado contra la propiedad particular. No obstante, y sin perjuicio del carácter provisorio de la determinación fáctica contenida en el acto procesal impugnado, considero que la interpretación de esas normas federales y, por consiguiente, la cuestión acerca de si los hechos objeto de autos quedan alcanzados -total o parcialmente- por ellas, resulta inoficiosa en atención a mi postura contraria a la validez constitucional de las leyes 23.492 y 23.521, sobre las que pasaré a expedirme en el siguiente acápite.

-VIII-

Es por todos conocido que la naturaleza de las leyes "de obediencia debida" y "de punto final", que en este caso han sido invalidadas por el a quo, ha sido materia de controversia. Para ello no cabe más que remitirse, por razones de brevedad, al precedente "Camps" del año 1987 (Fallos: 310:1162), que dejó sentada la posición del máximo Tribunal en ese entonces respecto a su validez constitucional y, al cual se han remitido los diversos fallos posteriores que las han aplicado (Fallos: 311:401, 816, 890, 1085 y 1095; 312:111; 316:532 y 2171 y 321:2031, entre otros).

Sin embargo, a mi entender, ya sea que se adopte la postura en torno a que la ley de obediencia debida constituye una eximente más que obsta a la persecución penal de aquellas previstas en el Código Penal o que la ley de punto final representa una causal de prescripción de la acción -cuyo régimen compete al Congreso Nacional legislar-, lo cierto es que el análisis correcto de sus disposiciones debe hacerse en torno a los efectos directos o inmediatos que han tenido para la persecución estatal de crímenes de la naturaleza de los investigados y, en este sentido, analizar si el Poder Legislativo de la Nación estaba facultado para dictar un acto que tuviera esas consecuencias. Por lo tanto, ya en este punto he de dejar aclarado que este Ministerio Público las considerará en forma conjunta como "leyes de impunidad" dispuestas por un órgano del gobierno democrático repuesto luego del quiebre institucional.

A esta altura, no es posible desconocer que el gobierno militar que usurpó el poder en el período comprendido entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983 se atribuyó la suma del poder público, se arrogó facultades extraordinarias y en ejercicio de estos poderes implementó, a través del terrorismo de Estado, una práctica sistemática de violaciones a garantías constitucionales (cf. Informe sobre la situación de los derechos humanos en la Argentina, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, aprobado en la sesión del 11 de abril de 1980; Informe de la Comisión Nacional sobre desaparición de Personas [CONADEP], del 20 de septiembre de 1984 y Fallos: 309:1689).

Por lo tanto, la cuestión gira en torno a la afirmación de que estas leyes, por su propia naturaleza, han impedido a los órganos de administración de justicia el ejercicio de la acción penal ante la comisión de determinados hechos que constituyeron graves violaciones de los derechos humanos y por los cuales la vida, el honor y la fortuna de los argentinos quedaron a merced del gobierno de facto.

Cabe abordar, por ello, la cuestión si el contenido de las leyes en análisis resulta conciliable con lo dispuesto por el artículo 29 de la Constitución Nacional.

Ciertamente el artículo 29 contiene prohibiciones al Legislativo y al Ejecutivo que, en puridad, se derivan ya del principio de separación de poderes que es inherente a la forma republicana de gobierno adoptada por la Constitución, y que surgen implícitas, asimismo, de las normas que delimitan las distintas esferas de actuación de los poderes de gobierno. Sin embargo, lejos de representar una reiteración superficial, la cláusula contiene un anatema que sólo se comprende en todo su significado cuando se lo conecta con el recuerdo de la dolorosa experiencia histórico-política que antecedió a la organización nacional. Como enseña González Calderón, este artículo "fue inspirado directamente en el horror y la indignación que las iniquidades de la dictadura [se refiere a Rosas] engendraron en los constituyentes, pero es bueno recordar que también otros desgraciados ejemplos de nuestra historia contribuyeron a que lo incluyeran en el código soberano" (Juan A. González Calderón, Derecho Constitucional Argentino, 3º ed., t. I, Buenos Aires, 1930, pág. 180).

En efecto, sólo en el marco de esos hechos históricos puede comprenderse correctamente el objetivo político que los constituyentes persiguieron con su incorporación. Permítaseme, por ello, traer a colación algunos antecedentes -anteriores al dictado de la Constitución Nacional de 1853/1860- en los que las Legislaturas concedieron "facultades extraordinarias" al Poder Ejecutivo, y que resultaron, sin duda, determinantes a la hora de concebir la cláusula constitucional. Así, puede recordarse las otorgadas por la Asamblea General el 8 de setiembre y 15 de noviembre de 1813 al Segundo Triunvirato, para que "obre por sí con absoluta independencia" y con el objetivo de "conservar la vida del pueblo" (Ravignani, Emilio, Asambleas Constituyentes Argentinas, Buenos Aires, 1937, t. I, pág. 72); también aquellas que se otorgaron el 17 de febrero de 1820 a Manuel de Sarratea, como gobernador de Buenos Aires "con todo el lleno de facultades" (Méndez Calzada, La función judicial en las primeras épocas de la independencia", pág. 357-359, Buenos Aires, 1944); las dadas al entonces gobernador Martín Rodríguez, el 6 de octubre del mismo año, para "la salud del pueblo"; y claramente las concedidas al también gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, el 6 de diciembre de 1829, el 2 de agosto de 1830 y el 7 de marzo de 1835 (Ravignani, op. cit.).

Es curioso destacar que las razones alegadas en aquellos momentos -al igual que desde el año 1930, en ocasión de la constante interrupción de la vida democrática del país-, han estado siempre basadas en la identificación "por algunos" de graves e inminentes "peligros para la Patria". Ello, con la consecuente decisión de que los cauces institucionales propios del Estado no eran aptos para despejar estos peligros, y sí lo era la violación de la garantía republicana de división de poderes y el recorte de las libertades individuales. En aquellas épocas se sostenía: "…se hace necesario sacrificar momentáneamente al gran fin de salvar la existencia del país…los medios ordinarios de conservar las garantías públicas y las particulares de los ciudadanos…". (Ravignani, op.cit. pág. 1087).

Fue, pues, sobre la base de esta realidad, que el constituyente incorporó el artículo 29 del texto constitucional, en clara reacción contra aquellos que pretendieran otorgar o ejercer, con la excusa de querer proteger a la Nación de "graves peligros", poderes omnímodos al gobernante, con la consecuente violación del principio republicano de división de poderes y el inevitable avasallamiento de las libertades civiles y los derechos inherentes a las personas que ese ejercicio ilimitado de poder trae aparejado.

En este sentido, suele citarse como antecedente inmediato del texto del artículo 29 una decisión de la legislatura de la provincia de Corrientes. El Congreso General Constituyente provincial sancionó el 16 y 17 de diciembre de 1840 dos leyes cuyo contenido era la prohibición de que la provincia fuera gobernada por alguna persona con facultades extraordinarias o la suma del poder público. La razón de estas leyes quedó expuesta en el mensaje que se envió con ellas; así, se dijo que se ha querido imponer este límite "…aleccionados por la experiencia de los males que se han sufrido en todo el mundo por la falta de conocimiento claro y preciso de los primeros derechos del hombre en sociedad…"; que "…los representantes de una sociedad no tienen más derechos que los miembros que la componen", y que en definitiva, "aquellos no pueden disponer de la vida y libertad, derechos inalienables del hombre…" (cit. por Rubianes, Joaquín "Las facultades extraordinarias y la suma del poder público", Revista Argentina de Ciencias Políticas, t. 12, 1916) y contra aquellos que la calificaron de superflua, José Manuel Estrada, en su Curso de Derecho Constitucional, enseñaba sobre el origen del artículo 29 de la Constitución y las razones de su incorporación al texto constitucional "…nunca son excesivas las precauciones de las sociedades en resguardo de sus derechos… Mirémoslo con respeto, está escrito con la sangre de nuestros hermanos".

Ahora bien, sobre la base de estos antecedentes, pienso que basta comparar las circunstancias históricas que acabo de reseñar con las que tuvieron lugar durante el último gobierno de facto para concluir que durante los años 1976 a 1983 se vivió en nuestro país la situación de concentración de poder y avasallamiento de los derechos fundamentales condenada enfáticamente por el artículo 29 de la Constitución Nacional (cf., asimismo, Fallos: 309: 1689 y debate parlamentario de la sanción de la ley 23.040, por la cual se derogó la ley de facto 22.924).

Desde antiguo, sin embargo, esta Procuración y la Corte han interpretado que el contenido del anatema de esa cláusula constitucional no se agota en la prohibición y condena de esa situación, sino que, por el contrario, la cláusula, conforme a su sentido histórico-político, implica asimismo un límite infranqueable a la facultad legislativa de amnistiar.

Es que, como fuera expresado por Sebastián Soler en el dictamen que se registra en Fallos: 234:16, una amnistía importa en cierta medida la derogación de un precepto, lo cual sería inadmisible constitucionalmente en este caso, puesto que ha sido el constituyente quien ha impuesto categóricamente la prohibición, de modo que sólo él podría desincriminar los actos alcanzados por el artículo 29 de la Constitución Nacional. Esta ha sido la interpretación que el Ministerio Público Fiscal sostuvo en el dictamen de Fallos: 234:16, en el que dejó sentado el error de:

"…asignar al Poder Legislativo, o al que ejerza las funciones propias de éste, la atribución de amnistiar un hecho que, por la circunstancia de estar expresamente prohibido por la Constitución Nacional, se halla, a todos sus efectos, fuera del alcance de la potestad legislativa […] Aceptar en semejantes condiciones que los sujetos de tal exigencia tienen la facultad de enervarla mediante leyes de amnistía, significa tanto como admitir el absurdo de que es la Constitución misma la que pone en manos de éstos el medio de burlarla, o bien dar por sentada la incongruencia de que la imperatividad de la norma, expresada en términos condenatorios de singular rigor, no depende sino de la libre voluntad de quienes son precisamente sus destinatarios exclusivos. Se trata en la especie de un delito que sólo puede cometerse en el desempeño de un poder político, que afecta la soberanía del pueblo y la forma republicana de gobierno, y que deriva de una disposición constitucional […] En resumen, el verdadero sentido del artículo 20 es el de consagrar una limitación a las atribuciones de los poderes políticos, y el de considerar el exceso a los límites impuestos como una grave trasgresión a cuyos autores estigmatiza con infamia. Y si la Constitución se ha reservado exclusivamente para sí ese derecho, quienes quisieran de algún modo interferirlo a través de la sanción de una ley de amnistía, se harían pasibles, en cierta medida, de la misma trasgresión que quieren amnistiar."

En sentido concordante con esa posición V.E. resolvió en Fallos 234:16 y 247:387 -en este último respecto de quien era imputado de haber ejercido facultades extraordinarias-, que:

"el artículo 29 de la Constitución Nacional -que categóricamente contempla la traición a la patria- representa un límite infranqueable que el Congreso no puede desconocer o sortear mediante el ejercicio de la facultad de conceder amnistías…".

Una correcta interpretación del artículo 29, por consiguiente, permite colegir que existe un límite constitucional al dictado de una amnistía o cualquier otra clase de perdón no sólo para el Poder Legislativo que otorgara facultades prohibidas por la Constitución Nacional, sino también para aquellos que hubieran ejercido esas facultades.

En mi opinión, sin embargo, tampoco aquí se agotan las implicancias que derivan del texto constitucional atendiendo a su significado histórico-político. Por el contrario, pienso que un desarrollo consecuente del mismo criterio interpretativo que ha permitido extraer los corolarios anteriores debe llevar a la conclusión de que tampoco los delitos cometidos en el ejercicio de la suma del poder público, por los cuales la vida, el honor y la fortuna de los argentinos quedaran a merced de persona o gobierno alguno, son susceptibles de ser amnistiados o perdonados. En efecto, sería un contrasentido afirmar que no podrían amnistiarse la concesión y el ejercicio de ese poder, pero que sí podrían serlo los delitos por los que la vida, el honor y la fortuna de los argentinos fueron puestas a merced de quienes detentaron la suma del poder público. Ello tanto más cuanto que los claros antecedentes históricos de la cláusula constitucional demuestran que el centro de gravedad del anatema que contiene, y que es, en definitiva, el fundamento de la prohibición de amnistiar, es decir, aquello que en última instancia el constituyente ha querido desterrar, no es el ejercicio de facultades extraordinarias o de la suma del poder público en sí mismo, sino el avasallamiento de las libertades civiles y las violaciones a los derechos fundamentales que suelen ser la consecuencia del ejercicio ilimitado del poder estatal, tal como lo enseña -y enseñaba ya por entonces- una experiencia política universal y local. Empero, estos ilícitos rara vez son cometidos de propia mano por quienes detentan de forma inmediata la máxima autoridad, pero sí por personas que, prevaliéndose del poder público o con su aquiescencia, se erigen en la práctica en señores de la vida y la muerte de sus conciudadanos.

En definitiva, se está frente a la relevante cuestión de si no es materialmente equivalente amnistiar la concesión y el ejercicio de la suma del poder público que amnistiar aquellos delitos, cometidos en el marco de ese ejercicio ilimitado, cuyos efectos hubieran sido aquellos que el constituyente ha querido evitar para los argentinos. En cierta medida, conceder impunidad a quienes cometieron delitos que sólo pueden ser explicados en el contexto de un ejercicio ilimitado del poder público representa la convalidación del ejercicio de esas facultades extraordinarias en forma retroactiva. Por ello, si por imperio del artículo 29 de la Constitución Nacional la concesión de la suma del poder público y su ejercicio se hallan prohibidos, y no son amnistiables, los delitos concretos en los que se manifiesta el ejercicio de ese poder tampoco pueden serlo.

Con el objeto de evitar confusiones, sin embargo, debe quedar bien en claro que con esta interpretación no pretendo poner en debate los límites del tipo penal constitucional que el artículo 29 contiene con relación a los legisladores que concedieren la suma del poder público; es decir, que en modo alguno se trata de extender analógicamente los alcances de ese tipo a otras personas y conductas, en contradicción con el principio de legalidad material (artículo 18 de la ley fundamental). Antes bien, lo que he precisado aquí es el alcance de las facultades constitucionales de un órgano estatal para eximir de pena los graves hechos delictivos que ha querido prevenir en su artículo 29 de la Constitución Nacional. Por ello, no es posible objetar los razonamientos de índole analógico que, con base en el sentido histórico-político de esa cláusula constitucional, he efectuado para precisar las conductas que, a mi modo de ver, quedan fuera de la potestad de amnistiar o perdonar.

Por consiguiente, toda vez que, como lo expresé en el acápite precedente, no cabe entender los hechos del caso ,sino como una manifestación más del ejercicio arbitrario de poder por el que el último gobierno de facto puso los derechos más fundamentales de los ciudadanos a su merced y de las personas que en su nombre actuaban, he de concluir que las leyes 23.492 y 23.521 son inconstitucionales en tanto por intermedio de ellas se pretende conceder impunidad a quien es imputado como uno de sus responsables.

-IX-

En el acápite anterior he expuesto las razones por las que considero que para la época de su sanción los argumentos que se derivan del artículo 29 ya eran suficientes para concluir en la inconstitucionalidad de las leyes de obediencia debida y punto final.

Si a pesar de todo se entendiera, como ocurrió en el fallo "Camps" (Fallos: 310:1162), que ello no es así, nuevos argumentos, producto de la evolución del pensamiento universal en materia de derechos humanos, han venido a corroborar la doctrina que permite extraer una sana interpretación del sentido histórico-político del artículo 29 de la Constitución, y obligan a replantear la solución a la que se arribó en el caso "Camps" mencionado.

En concreto, en lo que sigue expondré las razones por las que considero que las leyes cuestionadas resultan, en el presente caso, incompatibles con el deber de investigar y sancionar a los responsables de graves violaciones a los derechos humanos que surge de los artículos 1.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y 2.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; normas éstas que integran el derecho interno nacional con jerarquía constitucional.

A

El control judicial de constitucionalidad implica la revisión de decisiones que los representantes de la ciudadanía han tomado en virtud de su mandato constitucional y, en este sentido, es preciso reconocer su carácter, de algún modo, contra-mayoritario. En atención a ello es que la declaración de inconstitucionalidad de una ley del Congreso debe estar guiada por parámetros sumamente estrictos, debe tener el carácter de última ratio y fundarse en la imposibilidad de compatibilizar la decisión mayoritaria con los derechos reconocidos por el texto fundamental.

Sin embargo, el test de constitucionalidad de una norma debe tener correspondencia, también, con el momento histórico en el que ese análisis es realizado. Son ilustrativas las discusiones de teoría constitucional sobre el paso del tiempo y la interpretación de los textos constitucionales escritos. Así, es doctrina pacífica la necesidad de realizar una interpretación dinámica de la Constitución, de acuerdo con la evolución de los valores de la sociedad y la atención que requieren aquellos momentos históricos en los que se operan cambios sustanciales de los paradigmas valorativos y, por consiguiente, interpretativos.

En tal sentido, no puede desconocerse que la evolución del Derecho internacional, producto de la conciencia del mundo civilizado de la necesidad de trabajar con nuevas herramientas que sean capaces de impedir que el horror y la tragedia envuelvan cotidianamente a la humanidad, ha puesto en evidencia nuevos desafíos para los Estados nacionales. Como consecuencia se ha producido una evolución y consolidación de todo un corpus normativo que se ha materializado en una nueva rama del Derecho internacional público, como lo es el Derecho internacional de los derechos humanos.

A mi entender, nuestro país ha vivido, en consonancia con esta evolución mundial, un cambio sustancial en la concepción de su ordenamiento jurídico, en virtud de la evolución del Derecho internacional de los derechos humanos, que comenzó por plasmarse en la jurisprudencia del más alto Tribunal y que ha tenido su máxima expresión en la reforma constitucional de 1994. En efecto, es importante destacar que no sólo se ha operado en nuestro país un cambio de paradigma interpretativo de la Constitución, esto es un nuevo momento constitucional (cf. Ackerman, Bruce, We the People: Foundations, Cambridge, Mass. Harvard U. P., 1991), sino que además, si alguna duda pudiera caber al respecto, dicha evolución ha hallado reconocimiento expreso en la reforma del texto escrito de la Constitución Nacional.

Es a la luz de este nuevo paradigma valorativo que se impone, en mi opinión, una revisión de los argumentos que sobre esta misma materia efectuó V.E. en el precedente de Fallos: 310:1162 ya citado.

B

Antes de proseguir, y para dar contexto a este análisis, creo necesario hacer una referencia obligada a la cuestión de la aplicación en el ámbito interno de las normas del Derecho internacional por las que se ha obligado la República Argentina.

Es sabido que el Derecho internacional remite al ordenamiento jurídico interno de cada Estado la decisión acerca de cómo habrán de incorporarse las normas del Derecho internacional en el Derecho interno. Así, las normas de un Estado podrían disponer la aplicación automática y directa de las normas internacionales -en la medida en que fueran operativas- en el ámbito interno, o podrían exigir que cada norma internacional tuviera que ser receptada por una norma interna que la incorpore. Por otra parte, y de acuerdo con las reglas del Derecho internacional público, también corresponde al orden jurídico interno resolver las relaciones de jerarquía normativa entre las normas internacionales y las normas internas (Fallos: 257:99).

De antiguo se ha entendido que nuestra Constitución ha optado por la directa aplicación de las normas internacionales en el ámbito interno. Ello significa que las normas internacionales vigentes con relación al Estado argentino no precisan ser incorporadas al Derecho interno a través de la sanción de una ley que las recepte, sino que ellas mismas son fuente autónoma de Derecho interno junto con la Constitución y las leyes de la Nación.

Esta interpretación tiene base en lo establecido en el artículo 31 del texto constitucional, que enumera expresamente a los tratados con potencias extranjeras como fuente autónoma del Derecho positivo interno y, en lo que atañe a la costumbre internacional y los principios generales de derecho, en lo dispuesto por el artículo 118, que dispone la directa aplicación del derecho de gentes como fundamento de las sentencias de la Corte (Fallos: 17:163; 19:108; 43:321; 176:218; 202:353; 211:162; 257:99; 316:567; 318:2148, entre otros).

Por consiguiente, las normas del Derecho internacional vigentes para la República Argentina -y con ello me refiero no sólo a los tratados, sino también a las normas consuetudinarias y a los principios generales de derecho- revisten el doble carácter de normas internacionales y normas del ordenamiento jurídico interno y, en este último carácter, integran el orden jurídico nacional junto a las leyes y la Constitución (cf. artículo 31, Fallos: 257:99 y demás citados).

En este punto, sin embargo, corresponde efectuar una reseña de la evolución que ha experimentado nuestro ordenamiento jurídico en cuanto al orden de prelación de las normas que lo integran. Al respecto, lo que queda claro -y en ningún momento se ha visto alterado- es la supremacía de la Constitución sobre las demás normas del Derecho positivo nacional, incluidas las normas de Derecho internacional vigentes para el Estado argentino (cf. artículos 27 y 31 del texto constitucional y Fallos: 208:84; 211:162).

En cambio, en lo atinente a las relaciones de jerarquía entre las leyes nacionales y las normas del Derecho internacional vigentes para el Estado argentino, la interpretación de nuestra constitución ha transitado varias etapas. Así, luego de una primera etapa en la cual se entendió que las normas internacionales poseían rango superior a las leyes nacionales (Fallos: 35:207), sobrevino un extenso período en el cual se consideró que éstas se hallaban en un mismo plano jerárquico, por lo que debían regir entre ellas los principios de ley posterior y de ley especial (Fallos: 257:99 y 271:7). A partir del precedente que se registra en Fallos: 315:1492 se retornó a la doctrina Fallos: 35:207 y, con ello, a la interpretación del artículo 31 del texto constitucional según la cual los tratados internacionales poseen jerarquía superior a las leyes nacionales y cualquier otra norma interna de jerarquía inferior a la Constitución Nacional. Esta línea interpretativa se consolidó durante la primera mitad de los años noventa (Fallos: 316:1669 y 317:3176) y fue un importante antecedente para la reforma constitucional de 1994 que dejó sentada expresamente la supremacía de los tratados por sobre las leyes nacionales y confirió rango constitucional a los pactos en materia de derechos humanos (artículo 75, inciso 22, de la Constitución).

Con posterioridad a la reforma constitucional la Corte Suprema sostuvo que el artículo 75, inciso 22, al asignar dicha prioridad de rango, sólo vino a establecer en forma expresa lo que ya surgía en forma implícita de una correcta interpretación del artículo 31 de la Constitución Nacional en su redacción originaria (Fallos: 317:1282 y, posteriormente, 318:2645; 319:1464 y 321:1030).

C

Llegados a este punto, corresponde adentrarse en la cuestión referida a la compatibilidad de las leyes en análisis con normas internacionales que, como acabo de reseñar, son a la vez normas internas del orden jurídico nacional de jerarquía constitucional. Como lo he expuesto, me refiero a aquellas normas que imponen al Estado argentino el deber de investigar y sancionar las violaciones de los derechos humanos y los crímenes contra la humanidad (artículo 1.1 de la Convención Americana de Derechos Humanos y del 2.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos).

En concreto, si las leyes 23.492 y 23.521 contuvieran disposiciones contrarias a esos tratados internacionales, o hicieren imposible el cumplimiento de las obligaciones en ellos asumidas, su sanción y aplicación comportaría una trasgresión al principio de jerarquía de las normas y sería constitucionalmente inválida (artículo 31 de la Constitución Nacional).

Creo, sin embargo, conveniente destacar que no se trata de examinar la compatibilidad de actos del último gobierno de facto con el deber de no violar los derechos fundamentales reconocidos en la Convención Americana o en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, sino de confrontar la validez de actos del gobierno de iure que asumió el poder en 1983, y que consistieron en la sanción de las leyes 23.492 y 23.521, durante el año 1987, con la obligación de investigar seriamente y castigar las violaciones a esos derechos, que se desprende de los mencionados instrumentos internacionales.

Y, en tal sentido, cabe recordar que la Convención Americana sobre Derechos Humanos había sido ratificada por el Estado argentino en 1984 y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos en 1986, es decir, con anterioridad a la sanción de las leyes cuestionadas, y, por otra parte, que la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre -vigente al momento en que los crímenes ocurrieron- obligaba ya al Estado argentino a investigar y sancionar las graves violaciones de los derechos humanos, puesto que ella misma es fuente de obligaciones internacionales, y así lo ha establecido la Corte Interamericana en sus decisiones (cf., en cuanto al pleno valor vinculante de la Declaración Americana, CIDH, OC-10/89, del 4/7/89). Por ello, queda descartada cualquier objeción referente a la aplicación retroactiva de los instrumentos mencionados (cf. Informe de la Comisión Nº 28/92, casos 10.147, 10.181, 10.240, 10.262, 10.309 y 10.311, Argentina, párr. 50).

Es, en efecto, un principio entendido por la doctrina y jurisprudencia internacionales que las obligaciones que derivan de los tratados multilaterales sobre derechos humanos para los Estados Partes no se agotan en el deber de no violar los derechos y libertades proclamados en ellos (deber de respeto), sino que comprenden también la obligación de garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona que esté sujeta a su jurisdicción (deber de garantía). En el ámbito regional, ambas obligaciones se hallan establecidas en el artículo 1.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

Como es sabido, el contenido de la denominada obligación de garantía fue precisado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos desde el primer caso que inauguró su competencia contenciosa (caso Velásquez Rodríguez, sentencia del 29 de julio de 1988, Serie C, Nº 4). En ese leading case la Corte expresó que:

"La segunda obligación de los Estados Partes es la de 'garantizar' el libre y pleno ejercicio de los derechos reconocidos en la Convención a toda persona sujeta a su jurisdicción. Esta obligación implica el deber de los Estados Partes de organizar todo el aparato gubernamental y, en general, todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de manera tal que sean capaces de asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de los derechos humanos. Como consecuencia de esta obligación, los Estados deben prevenir, investigar y sancionar toda violación de los derechos reconocidos por la Convención y procurar, además, el restablecimiento, si es posible, del derecho conculcado y, en su caso, la reparación de los daños producidos por la violación de los derechos humanos" (cf. caso Velásquez Rodríguez, ya citado, párr. 166-. Esta jurisprudencia ha sido reafirmada en los casos Godínez Cruz -sentencia del 20 de enero de 1989, Serie C, Nº 5, párr. 175- y El Amparo, Reparaciones -sentencia del 14 de septiembre de 1996, Serie C, Nº 28, párr. 61-, entre otros).

Recientemente, sin embargo, en el caso "Barrios Altos", la Corte Interamericana precisó aún más las implicancias de esta obligación de garantía en relación con la vigencia de los derechos considerados inderogables, y cuya afectación constituye una grave violación de los Derechos Humanos cuando no la comisión de un delito contra la humanidad. En ese precedente quedó establecido que el deber de investigar y sancionar a los responsables de violaciones a los derechos humanos implicaba la prohibición de dictar cualquier legislación que tuviera por efecto conceder impunidad a los responsables de hechos de la gravedad señalada. Y si bien es cierto que la Corte se pronunció en el caso concreto sobre la validez de una autoamnistía, también lo es que, al haber analizado dicha legislación por sus efectos y no por su origen, de su doctrina se desprende, en forma implícita, que la prohibición rige tanto para el caso de que su fuente fuera el propio gobierno que cometió las violaciones o el gobierno democrático restablecido (cf. caso Barrios Altos, Chumbipuma Aguirre y otros vs. Perú, Sentencia de 14 de Marzo de 2001 e Interpretación de la Sentencia de Fondo, Art. 67 de la CADH, del 3 de Septiembre de 2001). En sus propias palabras:

"Esta Corte considera que son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad que pretendan impedir la investigación y sanción de los responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la tortura, las ejecuciones sumarias, extralegales o arbitrarias y las desapariciones forzadas, todas ellas prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho Internacional de los Derechos Humanos" (párr. 41).

"…a la luz de las obligaciones generales consagradas en los artículos 1.1 y 2 de la Convención Americana, los Estados Partes tienen el deber de tomar las providencias de toda índole para que nadie sea sustraído de la protección judicial y del ejercicio del derecho a un recurso sencillo y eficaz, en los términos de los artículos 8 y 25 de la Convención. Es por ello que los Estados Partes en la Convención que adopten leyes que tengan este efecto, como lo son las leyes de autoamnistía, incurren en una violación de los artículos 8 y 25 en concordancia con los artículos 1.1 y 2 de la Convención. Las leyes de autoamnistía conducen a la indefensión de las víctimas y a la perpetuación de la impunidad, por lo que son manifiestamente incompatibles con la letra y el espíritu de la Convención Americana. Este tipo de leyes impide la identificación de los individuos responsables de violaciones a derechos humanos, ya que se obstaculiza la investigación y el acceso a la justicia e impide a las víctimas y a sus familiares conocer la verdad y recibir la reparación correspondiente" (párr. 43).

"Como consecuencia de la manifiesta incompatibilidad entre las leyes de autoamnistía y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, las mencionadas leyes carecen de efectos jurídicos y no pueden seguir representando un obstáculo para la investigación de los hechos que constituyen este caso ni para la identificación y el castigo de los responsables..." (párr. 44).

Por lo demás, en sentido coincidente, también la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se expidió en diferentes oportunidades sobre el deber de los Estados Parte de la Convención de investigar y, en su caso, sancionar las graves violaciones a los derechos humanos. En su informe Nº 28/92 (casos 10.147, 10.181, 10.240, 10.262, 10.309 y 10.311, Argentina) sostuvo que las leyes de Obediencia Debida y Punto Final son incompatibles con el artículo XVIII de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre y los artículos 1, 8 y 25 de la Convención Americana. Asimismo, recomendó al Gobierno argentino "la adopción de medidas necesarias para esclarecer los hechos e individualizar a los responsables de las violaciones de derechos humanos ocurridas durante la pasada dictadura militar" (cf., en igual sentido, Informe Nº 29/92, Casos 10.029, 10.036, 10.145, 10.305, 10.372, 10.373, 10.374 y 10.375, Uruguay, 2 de octubre de 1992, párr. 35, 40, 45 y 46; y caso "Carmelo Soria Espinoza v. Chile", caso 11.725, Informe Nº 133/99).

Al respecto, es importante destacar que también la Comisión consideró que la leyes de punto final y de obediencia debida eran violatorias de los derechos a la protección judicial y a un proceso justo en la medida en que su consecuencia fue la paralización de la investigación judicial (artículo 25 de la Convención Americana y XVIII de la Declaración Americana). Así lo expresó en el ya mencionado Informe 28/92:

"En el presente informe uno de los hechos denunciados consiste en el efecto jurídico de la sanción de las Leyes… en tanto en cuanto privó a las víctimas de su derecho a obtener una investigación judicial en sede criminal, destinada a individualizar y sancionar a los responsables de los delitos cometidos. En consecuencia, se denuncia como incompatible con la Convención la violación de las garantías judiciales (artículo 8) y del derecho de protección judicial (artículo 25), en relación con la obligación para los Estados de garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos reconocidos (artículo 1.1 de la Convención) (párr. 50).

De lo expuesto se desprende sin mayor esfuerzo que los artículos 1 de la ley 23.492 y 1, 3 y 4 de la ley 23.521 son violatorios de los artículos 1.1, 2, 8 y 25 de la Convención Americana, en tanto concedan impunidad a los responsables de violaciones graves a los derechos humanos y crímenes contra la humanidad, como lo es la desaparición forzada de persona materia de la presente causa.

Creo, sin embargo, necesario destacar, en relación al contenido del deber de investigar y sancionar, un aspecto que estimo de suma trascendencia al momento de evaluar la constitucionalidad de leyes de impunidad como la de punto final y obediencia debida. Me refiero a que el contenido de esta obligación en modo alguno se opone a un razonable ejercicio de los poderes estatales para disponer la extinción de la acción o de la pena, acorde con las necesidades políticas del momento histórico, en especial, cuando median circunstancias extraordinarias.

En este sentido, la propia Corte Interamericana, por intermedio del voto de uno de sus magistrados, ha reconocido que, en ciertas circunstancias, bien podría resultar conveniente el dictado de una amnistía para el restablecimiento de la paz y la apertura de nuevas etapas constructivas en la vida en el marco de "un proceso de pacificación con sustento democrático y alcances razonables que excluyen la persecución de conductas realizadas por miembros de los diversos grupos en contienda…". Sin embargo, como a renglón seguido también lo expresa esa Corte, "esas disposiciones de olvido y perdón no pueden poner a cubierto las más severas violaciones a los derechos humanos, que significan un grave menosprecio de la dignidad del ser humano y repugnan a la conciencia de la humanidad" (cf. "Barrios Altos", voto concurrente del Juez García Ramírez, párr. 10 y 11).

Con idéntica lógica los propios pactos internacionales de derechos humanos permiten a los Estados Parte limitar o suspender la vigencia de los derechos en ellos proclamados en casos de emergencia y excepción, relacionados en general con graves conflictos internos o internacionales, no obstante lo cual expresamente dejan a salvo de esa potestad un conjunto de derechos básicos que no pueden ser afectados por el Estado en ningún caso. Así, por ejemplo, el artículo X de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas ha receptado este principio al establecer que:

"en ningún caso podrán invocarse circunstancias excepcionales, tales como estado de guerra o amenaza de guerra, inestabilidad política interna o cualquier otra emergencia pública, como justificación de la desaparición forzada de personas".

También el artículo 2.2 de la Convención contra la Tortura que expresa:

"en ningún caso podrán invocarse circunstancias excepcionales tales como el estado de guerra o amenaza de guerra, inestabilidad política interna o cualquier otra emergencia pública como justificación de la tortura" (en el mismo sentido el articulo 5º de la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura).

De acuerdo con este principio, por lo tanto, un Estado podría invocar situaciones de emergencia para no cumplir, excepcionalmente, con algunas obligaciones convencionales, pero no podría hacerlo válidamente respecto de ese conjunto de derechos que son considerados inderogables. Y con la misma lógica que se postula para la exégesis del artículo 29 de la Constitución Nacional, se ha sostenido que la violación efectiva de alguno de esos derechos ha de tener como consecuencia la inexorabilidad de su persecución y sanción, pues su inderogabilidad se vería seriamente afectada si existiera el margen para no sancionar a aquellos que hubieran violado la prohibición absoluta de no afectarlos.

Pienso que este fundamento, vinculado con la necesidad de asegurar la vigencia absoluta de los derechos más elementales considerados inderogables por el Derecho internacional de los derechos humanos, ha quedado explicado, asimismo, con toda claridad en el voto concurrente de uno de los jueces en el fallo "Barrios Altos". Allí se dice que:

"En la base de este razonamiento se halla la convicción, acogida en el Derecho internacional de los derechos humanos y en las más recientes expresiones del Derecho penal internacional, de que es inadmisible la impunidad de las conductas que afectan más gravemente los principales bienes jurídicos sujetos a la tutela de ambas manifestaciones del Derecho internacional. La tipificación de esas conductas y el procesamiento y sanción de sus autores -así como de otros participantes- constituye una obligación de los Estados, que no puede eludirse a través de medidas tales como la amnistía, la prescripción, la admisión de causas excluyentes de incriminación y otras que pudieren llevar a los mismos resultados y determinar la impunidad de actos que ofenden gravemente esos bienes jurídicos primordiales. Es así que debe proveerse a la segura y eficaz sanción nacional e internacional de las ejecuciones extrajudiciales, la desaparición forzada de personas, el genocidio, la tortura, determinados delitos de lesa humanidad y ciertas infracciones gravísimas del Derecho humanitario" (voto concurrente del Juez García Ramírez, párr. 13).

Estas consideraciones ponen, a mi juicio, de manifiesto que la obligación de investigar y sancionar que nuestro país -con base en el Derecho internacional- asumió como parte de su bloque de constitucionalidad en relación con graves violaciones a los derechos humanos y crímenes contra la humanidad, no ha hecho más que reafirmar una limitación material a la facultad de amnistiar y, en general, de dictar actos por los que se conceda impunidad, que ya surgía de una correcta interpretación del artículo 29 de la Constitución Nacional.

En efecto, no se trata de negar la facultad constitucional del Congreso de dictar amnistías y leyes de extinción de la acción y de la pena, sino de reconocer que esa atribución no es absoluta y que su contenido, además de las limitaciones propias de la interacción recíproca de los poderes constituidos, halla límites materiales en el artículo 29 de la Constitución y el 1.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Esta norma y las relativas a la facultad de legislar y amnistiar -todas de jerarquía constitucional- no se contraponen entonces; antes bien se complementan.

D

Llegado a este punto, creo oportuno recordar que, de conformidad con reiterada jurisprudencia de V.E., la interpretación de las normas del Derecho internacional de los derechos humanos por parte de los órganos de aplicación en el ámbito internacional resulta obligatoria para los tribunales locales. En tal sentido, en el precedente de Fallos: 315:1492, ya citado, V.E. afirmó que la interpretación del alcance de los deberes del Estado que surgen de la Convención Americana sobre Derechos Humanos debe guiarse por la jurisprudencia producida por los órganos encargados de controlar el cumplimiento de las disposiciones de dicho instrumento internacional. Asimismo, en el precedente "Giroldi" (Fallos: 318:514) sostuvo que los derechos y obligaciones que surgían de los Pactos de derechos humanos que integran el bloque de constitucionalidad, a partir de la última reforma constitucional, determinan el contenido de toda la legislación interna de rango inferior, y agregó que, tal como lo establecía la Constitución, su interpretación debía realizarse de acuerdo a las "condiciones de su vigencia", es decir, conforme al alcance y contenido que los órganos de aplicación internacionales dieran a esa normativa.

También considero necesario destacar que el deber de no impedir la investigación y sanción de las graves violaciones de los derechos humanos, como toda obligación emanada de tratados internacionales y de otras fuentes del Derecho internacional, no sólo recae sobre el Legislativo, sino sobre todos los poderes del Estado y obliga, por consiguiente, también al Ministerio Público y al Poder Judicial a no convalidar actos de otros poderes que lo infrinjan.

En este sentido, ya se ha expresado esta Procuración en varias oportunidades (cf. dictámenes de esta Procuración en Fallos: 323:2035 y S.C. V. 34, L. XXXVI, Videla, Jorge R. s/incidente de falta de jurisdicción y cosa juzgada, del 14 de noviembre de 2000), como así también V.E. en reiterada jurisprudencia (cf. Fallos: 321:3555 y sus citas, especialmente el voto concurrente de los doctores Boggiano y Bossert), y ha sido también señalado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la Opinión Consultiva OC-14/94 sobre la responsabilidad internacional que genera la promulgación de una ley manifiestamente contraria a las obligaciones asumidas por un Estado y en el precedente "Barrios Altos" ya citado (especialmente punto 9 del voto concurrente del Juez A.A. Cancado Trindade), concretamente en relación al deber en examen.

E

Por consiguiente, sobre la base de todo lo anteriormente expuesto, ha de concluirse que las leyes de obediencia debida y de punto final, en la medida en que cercenan la potestad estatal para investigar y sancionar la desaparición forzada de Conrado Gómez, se hallan en contradicción con los artículos 8 y 25, en concordancia con los artículos 1.1 y 2, de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, los artículos 14.1 y 2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y del artículos XVIII de la Declaración Interamericana de Derechos Humanos, y son, por consiguiente, inconstitucionales a la luz de lo dispuesto por los artículos 31 y 75, inciso 22, de la Constitución Nacional.

He comenzado este análisis con una breve mención a la evolución del pensamiento mundial en torno a la necesidad de diseñar nuevas estrategias capaces de prevenir que la humanidad vuelva a presenciar o ser víctima del "horror" y que el desarrollo del Derecho Internacional de los Derechos Humanos ha generado nuevos desafíos a los Estados nacionales. A mi entender, y como ha sido puesto de resalto por Bobbio, el mayor de ellos radica en lograr la efectiva protección de los derechos en el ámbito interno, y que cada institución nacional asuma su compromiso de velar por la vigencia absoluta de los derechos humanos internacionalmente reconocidos (cf. Bobbio, Norberto, El problema de la guerra y las vías de la paz, Cap. IV, ed. Gedisa, Barcelona). En otras palabras, resulta imperioso no descansar en la existencia de los sistemas de protección internacionales, asumir su carácter subsidiario y "tomarnos los derechos humanos en serio" desde la actuación de cada poder estatal. En su aplicación efectiva, precisamente, es donde reside el mayor desafío de los órganos de administración de justicia, como garantes últimos de los derechos fundamentales de los ciudadanos

-X-

En páginas anteriores de este dictamen he expuesto las razones por las que considero que la privación de libertad y posterior desaparición de las que habría sido víctima Conrado Gómez configuran un crimen contra la humanidad, concretamente, una desaparición forzada de personas. También he fundamentado que las leyes de punto final y de obediencia debida son contrarias al artículo 1.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y 2.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y, por consiguiente, inconstitucionales, en tanto impiden la investigación del hecho que he mencionado y la eventual sanción de sus responsables.

El recurrente ha objetado, sin embargo, que sería contrario al principio de legalidad material, consagrado en el artículo 18 de la Constitución Nacional, tomar en consideración una figura delictiva no tipificada en la legislación interna, como la desaparición forzada de personas, y así también aplicar al caso normas internacionales relativas a los crímenes de lesa humanidad y su imprescriptibilidad que no habrían estado vigentes para el Estado argentino al momento del hecho.

Por lo tanto, la primera cuestión a resolver consiste en establecer si para la época de los hechos investigados el delito de desaparición forzada de personas se hallaba tipificado en nuestra legislación interna, y, asimismo, si para ese entonces existía ya una norma vinculante para el Estado argentino que atribuyera la condición de crimen de lesa humanidad a ese delito.

Creo oportuno recordar que por desaparición forzada de personas se entiende en el Derecho penal internacional la privación de la libertad a una o más personas, cualquiera que fuera su forma, cometida por agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúen con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la falta de información o de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o de informar sobre el paradero de la persona. Tal es la formulación adoptada por el artículo 2 de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas -incorporada a la Constitución por ley 24.556-, que no hizo más que receptar en esa medida la noción que con anterioridad era ya de comprensión general en el Derecho internacional de los derechos humanos (cf., asimismo, en igual sentido, la caracterización que contiene el artículo 7 inciso i) del Estatuto de Roma).

Una vez establecido así el alcance de la figura, se desprende, a mi entender, que el delito de desaparición forzada de personas ya se encuentra -y se encontraba- tipificado en distintos artículos de nuestra legislación penal interna. No cabe duda que el delito de privación ilegítima de la libertad contiene una descripción típica lo suficientemente amplia como para incluir también, en su generalidad, aquellos casos específicos de privación de la libertad que son denominados "desaparición forzada de personas". Se trata, simplemente, de reconocer que un delito de autor indistinto, como lo es el de privación ilegítima de la libertad, cuando es cometido por agentes del Estado o por personas que actúan con su autorización, apoyo o aquiescencia, y es seguida de la falta de información sobre el paradero de la víctima, presenta todos los elementos que caracterizan a una desaparición forzada. Esto significa que la desaparición forzada de personas, al menos en lo que respecta a la privación de la libertad que conlleva, ya se encuentra previsto en nuestra legislación interna como un caso específico del delito -más genérico- de los artículos 141 y, particularmente, 142 y 144 bis del Código Penal, que se le enrostra al imputado.

Debe quedar claro que no se trata entonces de combinar, en una suerte de delito mixto, un tipo penal internacional -que no prevé sanción alguna- con la pena prevista para otro delito de la legislación interna. Antes bien, se trata de reconocer la relación de concurso aparente en la que se hallan parcialmente ambas formulaciones delictivas, y el carácter de lesa humanidad que adquiere la privación ilegítima de la libertad -en sus diversos modos de comisión- cuando es realizada en condiciones tales que constituye, además, una desaparición forzada.

En cuanto a la vigencia temporal de la condición de lesa humanidad de la figura de mención, es mi opinión que la evolución del Derecho internacional a partir de la segunda guerra mundial permite afirmar que, ya para la época de los hechos imputados, el Derecho internacional de los derechos humanos condenaba la desaparición forzada de personas como crimen contra la humanidad.

Es que la expresión "desaparición forzada de personas" no es más que el nomen iuris para la violación sistemática de una multiplicidad de derechos humanos, a cuya protección se había comprometido internacionalmente el Estado argentino desde el comienzo mismo del desarrollo de esos derechos en la comunidad internacional, una vez finalizada la segunda guerra mundial (Carta de Naciones Unidas del 26 de junio de 1945, la Carta de Organización de los Estados Americanos del 30 de abril de 1948, y la aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948, y la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre del 2 de mayo de 1948).

En esa inteligencia, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en sus primeras decisiones sobre denuncias de desaparición forzada de personas, expresó que, si bien no existía al tiempo de los hechos "ningún texto convencional en vigencia, aplicable a los Estados Partes en la Convención, que emplee esta calificación, la doctrina y la práctica internacionales han calificado muchas veces las desapariciones como un delito contra la humanidad". También señaló que "la desaparición forzada de personas constituye una violación múltiple y continuada de numerosos derechos reconocidos en la Convención y que los Estados Partes están obligados a respetar y garantizar" (cf. casos Velásquez Rodríguez y Godínez Cruz, ya citados, y más recientemente el caso Blake, sentencia de 24 de enero de 1998, Serie C N 36, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Cf., asimismo, el Preámbulo de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas).

Cabe poner de resalto que ya en la década de los años setenta y comienzos de los ochenta, la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos y su Comisión de Derechos Humanos se habían ocupado de la cuestión de las desapariciones y promovido su investigación (cf. resolución 443 [IX-0/79] del 31 de octubre de 1979; resolución 510 [X-0/80] del 27 de noviembre de 1980; resolución 618 [XII-0/82] del 20 de noviembre de 1982; resolución 666 [XIII-0/83] del 18 de noviembre de 1983 de la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos. Asimismo, Informe Anual 1978, páginas 22/24 e Informe Anual 1980-1981, páginas 113/114 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y caso Velásquez Rodríguez, precedentemente citado, pár. 152).

En igual sentido, también la Asamblea General de las Naciones Unidas ha dejado plasmado en el Preámbulo de la Declaración sobre la Protección de todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas el recuerdo de que ya en "su resolución 33/173, de 20 de diciembre de 1978... se declaró profundamente preocupada por los informes procedentes de diversas partes del mundo en relación con la desaparición forzada o involuntaria de personas... y pidió a los gobiernos que garantizaran que las autoridades u organizaciones encargadas de hacer cumplir la ley y encargadas de la seguridad tuvieran responsabilidad jurídica por los excesos que condujeran a desapariciones forzadas o involuntarias".

Asimismo, debe recordarse que fue precisamente en el marco de esas denuncias que la Comisión Interamericana elaboró aquél famoso "Informe sobre la situación de los derechos humanos en Argentina", aprobado el 11 de abril de 1980, donde describió el contexto institucional durante el período del último gobierno militar, haciendo expresa mención al fenómeno de los desaparecidos y a la comprobación de graves y numerosas violaciones de derechos fundamentales reconocidos en la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre. Y fue a raíz de estos antecedentes que la comunidad internacional resolvió establecer una instancia internacional frente al problema de las desapariciones y creó en el año 1980, en el ámbito de Naciones Unidas, el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias.

Ciertamente, la enumeración podría continuar; sin embargo, para finalizar sólo habré de destacar, una vez más, la Declaración sobre la Protección de todas las Personas contra la Desapariciones Forzadas, ya mencionada, que en su artículo 1.1 manifiesta que "todo acto de desaparición forzada constituye un ultraje a la dignidad humana y es condenada como una negación de los objetivos de la Carta de las Naciones Unidas, como una violación grave manifiesta de los derechos humanos y de las libertades fundamentales proclamados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos" y constituye, asimismo, "una violación de las normas del derecho internacional que garantizan a todo ser humano el derecho al reconocimiento de su personalidad jurídica".

En el contexto de estos antecedentes, la ratificación en años recientes de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas por parte de nuestro país sólo ha significado, como ya lo adelantara, la reafirmación por vía convencional del carácter de lesa humanidad postulado desde antes para esa práctica estatal; en otras palabras, una manifestación más del proceso de codificación del Derecho internacional no contractual existente.

En conclusión, ya en la década de los años setenta, esto es, para la época de los hechos investigados, el orden jurídico interno contenía normas (internacionales) que reputaban a la desaparición forzada de personas como crimen contra la humanidad. Estas normas, puestas de manifiesto en numerosos instrumentos internacionales regionales y universales, no sólo estaban vigentes para nuestro país, e integraban, por tanto, el Derecho positivo interno, por haber participado voluntariamente la República Argentina en su proceso de creación, sino también porque, de conformidad con la opinión de la doctrina y jurisprudencia nacional e internacional más autorizada, dichas normas ostentaban para la época de los hechos el carácter de derecho universalmente válido (ius cogens).

A la vez, ello significa que aquellas normas penales internas, en cuyas descripciones típicas pudiera subsumirse la privación de la libertad que acompaña a toda desaparición forzada de personas, adquirieron, en esa medida, un atributo adicional -la condición de lesa humanidad, con las consecuencias que ello implica- en virtud de una normativa internacional que las complementó.

-XI-

En los acápites precedentes ha quedado establecido que las leyes de punto final y de obediencia debida han de ser consideradas inconstitucionales en tanto y en cuanto impidan el juzgamiento y eventual castigo de los hechos calificados como desaparición forzada de personas que son investigados en autos.

La cuestión que resta ahora por abordar es si los hechos del caso, que han perdido la cobertura de esas leyes, pueden ser aún perseguidos penalmente o si, por el contrario, la acción penal para ello ha prescripto por el transcurso del tiempo. Desde ya adelanto mi opinión en el sentido de que los delitos atribuidos no se encuentran prescriptos de acuerdo con el Código Penal, ni tampoco a la luz de las normas del Derecho internacional de los derechos humanos que también integran nuestro Derecho positivo interno.

A

El imputado se encuentra procesado en orden a los delitos de privación ilegal de la libertad cometido con abuso de sus funciones o sin las formalidades prescriptas por la ley, con las agravantes por haber sido cometida con violencia o amenazas y por haberse prolongado por más de un mes, en calidad de autor, extorsión reiterada en dos oportunidades, en calidad de autor, falsificación ideológica de documento público y asociación ilícito, en condición de integrante, todos ellos en concurso real entre sí (artículos 45, 55, 144 bis, inciso 1º, y último párrafo, 142, incisos 1º y 5º, 168, 293 y 210, primer párrafo, del Código Penal).

El delito de privación ilegítima de la libertad integra la categoría de los delitos permanentes, cuya particularidad consiste en que la actividad consumativa no cesa al perfeccionarse el delito, sino que perdura en el tiempo, de modo que "todos los momentos de su duración pueden imputarse como consumación" (Soler, Sebastián, Derecho Penal Argentino, ed. TEA, t. II, Buenos Aires, 1963, pág. 160). De tal forma, el delito permanente continúa consumándose hasta que cesa la situación antijurídica. Y cuando se dice que lo que perdura es la consumación misma se hace referencia a que la permanencia mira a la acción y no a sus efectos. Por ello, "[p]rivada de libertad la víctima del secuestro, el delito es perfecto; este carácter no se altera por la circunstancia de que dicha privación dure un día o un año. Desde la inicial verificación del resultado hasta la cesación de la permanencia, el delito continúa consumándose… En tanto dure la permanencia, todos los que participen del delito serán considerados coautores o cómplices, en razón de que hasta que la misma cese, perdura la consumación" (De Benedetti, Wesley, Delito permanente. Concepto. Enciclopedia Jurídica Omeba, t. VI, Buenos Aires, 1979, pág. 319).

En este sentido, también V. E. ha dicho que en estos casos puede sostenerse que el delito "tuvo ejecución continuada en el tiempo" y que "esta noción de delito permanente... fue utilizada desde antiguo por el Tribunal: Fallos: 260:28 y, más recientemente, en Fallos: 306:655, considerando 14 del voto concurrente del juez Petracchi y en Fallos: 309:1689, considerando 31 del coto del juez Caballero; considerando 29, voto del juez Belluscio; considerando 21 de la disidencia de los jueces Petracchi y Bacqué, coincidente en el punto que se cita") (caso "Daniel Tarnopolsky v. Nación Argentina y otros", publicado en Fallos: 322:1888, considerando 10 del voto de la mayoría).

En conclusión, el delito contra la libertad que se imputa a Radice es de carácter permanente -como lo dice la doctrina nacional y extranjera y lo sostiene la jurisprudencia del Tribunal- y, por consiguiente, aún hoy se continua cometiendo, toda vez que hasta el momento se ignora el paradero de la víctima desaparecida, situación que es una consecuencia directa -y asaz previsible- del accionar típico del autor y por la que debe responder en toda su magnitud.

Ciertamente, podría objetarse que ya no hay una prolongación del estado consumativo de la privación de la libertad, puesto que la víctima podría estar muerta o, lo que resulta impensable, en libertad. Pero esto no sería más que una mera hipótesis, pues no se aporta la menor prueba en tal sentido, y, como se dijo más arriba, la más notoria derivación de este hecho -la desaparición de las víctima- tiene su razón de ser en el particular accionar del autor, una circunstancia querida por éste, por lo que no parece injusto imputar tal efecto en todas sus consecuencias. De lo contrario, una condición extremadamente gravosa -como es la supresión de todo dato de las víctimas- y puesta por el mismo imputado, sería usada prematuramente en su favor, lo cual es una contradicción en sus términos.

Como resultado de este razonamiento, ha de concluirse que (artículo 63 del Código Penal), en la medida en que Conrado Gómez nunca recuperó su libertad, no puede considerarse que haya comenzado a correr el curso de la prescripción desde que el hecho no habría dejado de cometerse.

Por lo tanto, incluso desde la perspectiva de las normas del Código Penal argentino, la acción penal para la persecución de este delito aún no ha prescripto.

B

Además, comprendido que, ya para la época en que fueron ejecutados, la desaparición forzada de personas investigada era considerada un crimen contra la humanidad por el Derecho internacional de los derechos humanos, vinculante para el Estado argentino, de ello se deriva como lógica consecuencia la inexorabilidad de su juzgamiento y su consiguiente imprescriptibilidad, tal como fuera expresado ya por esta Procuración General y la mayoría de la Corte en el precedente publicado en Fallos: 318:2148.

En efecto, son numerosos los instrumentos internacionales que, desde el comienzo mismo de la evolución del Derecho internacional de los derechos humanos, ponen de manifiesto el interés de la comunidad de las naciones porque los crímenes de guerra y contra la humanidad fueran debidamente juzgados y sancionados. Es, precisamente, la consolidación de esta convicción lo que conduce, a lo largo de las décadas siguientes, a la recepción convencional de este principio en numerosos instrumentos, como una consecuencia indisolublemente asociada a la noción de crímenes de guerra y de lesa humanidad. Sean mencionados, entre ellos, la Convención de Imprescriptibilidad de Crímenes de Guerra y Lesa Humanidad, aprobada por Resolución 2391 (XXIII) de la Asamblea General de la ONU, del 26 de noviembre de 1968 (ley 24.584); los Principios de Cooperación Internacional en la Identificación, Detención, Extradición y Castigo de los Culpables de Crímenes de Guerra o de Crímenes de Lesa Humanidad, aprobada por Resolución 3074 (XXVIII) de la Asamblea General de la ONU, del 3 de diciembre de 1973; la Convención Europea de Imprescriptibilidad de Crímenes contra la Humanidad y Crímenes de Guerra, firmada el 25 de enero de 1974 en el Consejo de Europa; el Proyecto de Código de Delitos contra la Paz y Seguridad de la Humanidad de 1996 y el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (ley 25.390).

Es sobre la base de estas expresiones y prácticas concordantes de las naciones que tanto esta Procuración como V.E. han afirmado que la imprescriptibilidad era, ya con anterioridad a la década de 1970, reconocida por la comunidad internacional como un atributo de los crímenes contra la humanidad en virtud de principios del Derecho internacional de carácter imperativo, vinculantes, por tanto también para el Estado argentino. En tal sentido, ello lo ha expresado con claridad V.E, al pronunciarse en relación con un hecho ocurrido durante el último conflicto bélico mundial, oportunidad en la cual enfatizó que la calificación de los delitos contra la humanidad no depende de los Estados sino de los principios del ius cogens del Derecho internacional, y que en tales condiciones no hay prescripción para los delitos de esa laya (Fallos: 318:2148 ya citado).

En el marco de esta evolución, una vez más, la incorporación a nuestro ordenamiento jurídico interno de la Convención de Imprescriptibilidad de Crímenes de Guerra y Lesa Humanidad y de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas -que en su artículo séptimo declara imprescriptible ese crimen de lesa humanidad-, ha representado únicamente la cristalización de principios ya vigentes para nuestro país en virtud de normas imperativas del Derecho internacional de los derechos humanos.

Por lo demás, sin perjuicio de la existencia de esas normas de ius cogens, cabe también mencionar que para la época en que tuvieron lugar los hechos el Estado argentino había contribuido ya a la formación de una costumbre internacional en favor de la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad (cf. Fallos: 318:2148, voto del doctor Bossert, consid. 88 y siguientes).

Establecido entonces que el principio de imprescriptibilidad tiene, con relación a los hechos de autos, sustento en la lex praevia, sólo queda por contestar la objeción del apelante en el sentido de que se vulneraría, de todos modos, el principio de legalidad por no satisfacer esa normativa las exigencias de lex certa y lex scripta.

Tampoco asiste razón, sin embargo, al recurrente en este punto. En primer lugar, no concibo que pueda controvertirse con visos de seriedad que aquello en lo que consiste una desaparición forzada de personas no estuviera suficientemente precisado a los ojos de cualquier individuo por la normativa originada en la actividad de las naciones, su práctica concordante y el conjunto de decisiones de los organismos de aplicación internacionales; máxime cuando, como ya fue expuesto, la figura en cuestión no es más que un caso específico de una privación ilegítima de la libertad, conducta ésta tipificada desde siempre en nuestra legislación penal.

Y en cuanto a su condición de lesa humanidad y su consecuencia directa, la imprescriptibilidad, la objeción pasa por alto que el principio de legalidad material no proyecta sus consecuencias con la misma intensidad sobre todos los campos del Derecho penal, sino que ésta es relativa a las particularidades del objeto que se ha de regular. En particular, en lo que atañe al mandato de certeza, es un principio entendido que la descripción y regulación de los elementos generales del delito no precisan alcanzar el estándar de precisión que es condición de validez para la formulación de los tipos delictivos de la parte especial (cf. Jakobs, Günther, Derecho Penal, Madrid, 1995, págs. 89 y ss.; Roxin, Claus, Derecho Penal, Madrid, 1997, págs. 363 y ss.). Y, en tal sentido, no advierto ni en la calificación de la desaparición forzada como crimen contra la humanidad, ni en la postulación de que esos ilícitos son imprescriptibles, un grado de precisión menor que el que habitualmente es exigido para las reglas de la parte general; especialmente en lo que respecta a esta última característica que no hace más que expresar que no hay un límite temporal para la persecución penal.

Por lo demás, en cuanto a la exigencia de ley formal, creo que es evidente que el fundamento político (democrático-representativo) que explica esta limitación en el ámbito nacional no puede ser trasladado al ámbito del Derecho internacional, que se caracteriza, precisamente, por la ausencia de un órgano legislativo centralizado, y reserva el proceso creador de normas a la actividad de los Estados. Ello, sin perjuicio de señalar que, en lo que atañe al requisito de norma jurídica escrita, éste se halla asegurado por el conjunto de resoluciones, declaraciones e instrumentos convencionales que conforman el corpus del Derecho internacional de los derechos humanos y que dieron origen a la norma de ius cogens relativa a la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad.

En consecuencia, ha de concluirse que, ya en el momento de comisión de los hechos, normas del Derecho internacional general, vinculantes para el Estado argentino, reputaban imprescriptibles crímenes de lesa humanidad, como la desaparición forzada de personas, y que ellas, en tanto normas integrantes del orden jurídico nacional, importaron -en virtud de las relaciones de jerarquía entre las normas internaciones y las leyes de la Nación (artículo 31 de la Constitución)- una modificación del régimen legal de la prescripción de la acción penal, previsto en los artículo 59 y siguientes del Código Penal.

Por consiguiente, desde esta perspectiva, corresponde concluir que no se halla prescripta la acción penal para la persecución de la desaparición forzada de personas aquí investigada.

-XII-

Quiero, finalmente, decir que entiendo a ésta, mi opinión, -además de indelegable- como una tarea fundamental. Velar por la legalidad implica necesariamente remediar los casos concretos de injusticia, tener en cuenta que en estos acontecimientos históricos siempre estuvieron presentes seres humanos que, como Antígona en su desesperación, claman resarcimiento conforme a la ley o conforme a los derechos implícitos que tutelan la vida, la seguridad y la integridad; y que la única solución civilizada a estos problemas ha querido llamarse Derecho.

Precisamente es misión del Derecho convencer a la humanidad que las garantías de las que gozan los hombres -aquellas que los involucran por entero- deben ser tuteladas por todos.

En el estudio de estos antecedentes hemos regresado, tal vez sin quererlo, a lo básico: a las personas, a sus problemas vivenciales, a su descuidada humanidad y también a una certeza inveterada: si los Estados no son capaces de proporcionar a los hombres una tutela suficiente, la vida les dará a éstos más miedos que esperanzas.

La República Argentina atraviesa momentos de desolación y fatiga. Es como si un pueblo cansado buscara soluciones trágicas. Se ha deteriorado todo, la funcionalidad de las instituciones, la calidad de la vida, el valor de la moneda, la confianza pública, la fe civil, la línea de pobreza, el deseo de renovar la apuesta cívica.

Todas las mañanas parecería perderse un nuevo plebiscito ante el mismo cuerpo social que nos mira con ojo torvo, el temple enardecido, el corazón temeroso.

Un Estado que apenas puede proveer Derecho, apenas seguridad, apenas garantías, poco tiene que predicar.

Y no queremos que la indolencia aqueje nuestra grave tarea porque entonces sí estaremos ante la peor tragedia nacional. Decía Simone de Beauvoir que lo más escandaloso del escándalo es que pase inadvertido. Nos duele la Argentina en todo el cuerpo, en un mundo que deseamos sea de carne y hueso y no un planeta de gobiernos, Estados y organismos. La sociedad se ha convertido en un encuentro violento de los hombres con el poder. La lucidez de la civilización democrática parece estar interrumpida. Hay muchas razones para sospechar que la sociedad argentina, enfrentada a una crisis pendular, adolece de irrealidad; sufre el infortunio de asimilar sus espejismos y alucinaciones. Es en momentos como éstos cuando hay que evitar los gestos irreparables puesto que ninguna señal que no sirva para hacer más decente la situación actual no debe ser ejecutada. De alguna forma hay que salvar el decoro de una sociedad que debe sobrevivir con dignidad y cuyos intereses la Constitución nos manda defender. La planificación política jamás debiera asfixiar a la prudencia jurídica porque el jurista y el juez son la voz del Derecho que sirve a la Justicia. De otro modo mereceremos vivir horas imposibles.

-XIII-

Por todo lo expuesto, opino que corresponde declarar formalmente procedente el recurso extraordinario interpuesto y confirmar la decisión de fs. 3566/3627, que ratificó la declaración de invalidez e inconstitucionalidad de los artículos 1º de la ley 23.492 y 1º, 3º y 4º de la ley 23.521, así como el procesamiento y la prisión preventiva de Jorge Carlos Radice en relación con la desaparición forzada de Conrado Gómez.

Buenos Aires, 29 de agosto de 2002.

ES COPIA

NICOLÁS EDUARDO BECERRA


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