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PAZ: Democracia, Justicia y Desarrollo
Comité Permanente por la defensa de los Derechos Humanos.
VIII Foro Nacional realizado en Bogotá el 11/12 y 13 de Julio de 1996.

DERECHOS HUMANOS Y GUERRA CIVIL

Alejandro Reyes Posada
Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales
Universidad Nacional de Colombia.





Colombia es el resultado provisional de la coexistencia de varios poderes relativos, superpuestos en el territorio, que disputan el dominio sobre la población. Como aún el caos tiene regularidades, los conflictos entre esos poderes siguen dinámicas propias, cuyo control escapa a cualquiera de ellos, pero su solución, o falta de solución, definen la suerte de todos. Para esta discusión, podríamos considerar que esas dinámicas son las verdaderas leyes de los conflictos, y no las normas escritas, cuya sola mención inicia una discusión interminable sobre si se cumplen o no, y, en el mejor de los casos, no importan a quienes imponen su ley con un arma en la mano.

El gobierno más grande y extenso, y también el más costoso, es, por supuesto, el gobierno nacional de Bogotá. Tiene a su servicio la máquina de guerra del estado, representa al país en el exterior, ejerce la soberanía formal sobre los núcleos y redes principales del territorio, y simboliza el poder, o la falta de poder, de la comunidad política. En todos los ámbitos donde ha abdicado el poder tiene que vérselas con los dueños de dominaciones privadas, que controlan la seguridad y la justicia en territorios a nombre de la revolución o la contrarrevolución.

Ese gobierno, así disminuido, garantiza la vigencia de la ley a reducidas minorías, cuyos recursos y acceso al costoso mundo de lo legal les permiten confiar en manos del estado la defensa de la propiedad y el cumplimiento de los contratos. La riqueza de esas élites ha sido un producto histórico de su acceso privilegiado al poder del estado y al control de las decisiones del gobierno, los legisladores y los jueces, y por esa razón prefieren no compartir el poder. Hacerlo les implicaría convertirse en una verdadera clase dirigente, que conquista su posición en el mar abierto de las oportunidades democráticas.

A pesar de ser un país burocráticamente centralista, el poder del estado se ha sustentado en un pacto no escrito de Bogotá con las élites regionales. La contrapartida al apoyo electoral para la conformación del estado es la privatización del poder en manos de estrechas federaciones de minorías políticas y económicas, con sus clientelas de apoyo. Ese pacto es la solución colombiana a las guerras civiles regionales, que marcaron el surgimiento del estado nación durante su primer siglo de existencia, y sobrevive aún después de haberse agotado su capacidad estabilizadora del poder, porque es funcional para canalizar recursos y decisiones que compran una precaria legitimidad social.

Las federaciones de las élites, bajo las banderas de los partidos tradicionales, han ocupado el espacio de lo público que debería ocupar el estado, al costo de excluir a las mayorías de la protección y los derechos derivados de compartir un estado común con los ciudadanos de la primera clase. Para los excluidos del pacto, que pueblan las aglomeraciones de la pobreza y la miseria, la forma que asume la inexistencia del estado es la negación de sus derechos. Viven, como dijo Alejandro Ángulo, el totalitarismo al revés, sin derechos por ausencia del estado. ["Vacío Ético", en número 8, Diciembre 1995 y enero febrero 1996, pp. 23]

Como los excluidos no cesan de plantear conflictos por la distribución del poder y la riqueza, para enfrentarlos existe también un pacto inter-élites. Según se desprende de sus efectos, este pacto delega en la máquina de guerra, bajo la dirección de las élites regionales, la sofocación de los conflictos, que son calificados como perturbaciones del orden público. La contraparte del pacto es la autonomía en el uso de la fuerza y la impunidad por las infracciones cometidas por las autoridades armadas en sus tratos con el enemigo.


La esquizofrenia militar: entre la guerra y el derecho

El uso de la fuerza pública está ampliamente condicionado por la disciplina que forma el espíritu del soldado, como ocurre en cualquier cuerpo de guerreros. El objeto mismo de la máquina de guerra del estado es la guerra, y la disciplina impuesta por las órdenes debe formar la contextura de carácter del soldado para ser eficiente en ella, es decir, para destruir el mayor número de enemigos y dar seguridad a los amigos.

Al soldado se le exige un compromiso casi imposible entre dos estados opuestos del alma: la obediencia ciega y casi servil que moldea a su antojo el poder de los mandos, que sacrifica la voluntad, iniciativa y responsabilidad individual, y la hiperactiva ferocidad y arrojo, casi suicida, frente al enemigo, cuando debe desplegar la creatividad personal. Canetti soluciona el dilema al concluir que la preparación de un soldado es la inducción forzada de una esquizofrenia. [Elías Canetti, Masa y Poder, Barcelona, Muchnik Editores, 1977 primera edición, 1985, pp. 318]

En el juego alternativo de estas dos fases opuestas de la conducta, cuyo accionador es el mecanismo de la orden, no cabe en ninguna parte de la formación de los mandos ni en la disciplina del soldado la idea de ser un juez de los conflictos individuales y sociales, para responder civilizadamente a la tarea impuesta por las élites, de ser la respuesta casi única del estado a la contención de los movimientos populares y las protestas ciudadanas. La doctrina de seguridad provee la definición del enemigo y la máquina de guerra descarga contra ellos su reserva contenida de violencia, sembrada en la disciplina, instigada por las élites y dosificada por los mandos.

Es aquí donde hay que plantear la pregunta por los derechos en medio de la guerra. Una vez desplegada la máquina de guerra y escalada la confrontación, los derechos humanos se degradan hasta ser los derechos del enemigo, que no son teñidos en cuenta por los guerreros. La guerra se hace para suprimir la existencia de los enemigos, y el primer paso es desconocer que sean titulares de derechos.

Hay un abanico grande de técnicas para deshumanizar a las personas hasta hacerlas superfluas y justificar su eliminación, y todas implican la violación de un derecho. El lenguaje usado por los mandos militares para referirse a los guerrilleros es un buen ejemplo de estas técnicas, o el de los guerrilleros para nombrar a los miembros de la fuerza pública o sus colaboradores. Así como los eufemismos con los que se nombra lo innombrable: dar de baja o eliminar en vez de matar, trabajar al detenido en vez de torturar, ajusticiar en reemplazo de asesinar, son las técnicas del encubrimiento de esta deshumanización de las víctimas.

La impunidad casi generalizada con la cual la fuerza pública viola los derechos humanos de amplios grupos de población en las regiones donde hay conflictos armados y luchas sociales es la evidencia de que en la guerra no hay derechos para las víctimas potenciales. La protección eficaz de los derechos humanos exige parar la guerra con decisiones políticas.


El uso político de la máquina de guerra del estado

La dirigencia colombiana ha escalado los tratamientos violentos y ha ampliado las categorías de enemigos de una manera sostenida desde mediados de los años setenta. El gobierno de Alfonso López Michelsen otorgó licencia para matar, al establecer en el decreto 070 de 1977 como causal de exclusión de la responsabilidad penal para los militares, agentes secretos y policías, cuando el homicidio se produjera en desarrollo de la lucha contra la subversión o el tráfico de drogas.

El gobierno de Julio César Turbay generalizó los allanamientos, retenciones y torturas a los presos en instalaciones militares y con ello sembró en los jóvenes oficiales de entonces una adicción a la repetición de tales prácticas, justificadas en nombre de la defensa de la patria. El gobierno de Belisario Betancur permitió desplegar, a espaldas de su política de paz, la alianza entre las fuerzas armadas y las autodefensas, que originó el paramilitarismo cuando los narcos aceptaron ser socios de la seguridad nacional.

El gobierno de Virgilio Barco toleró la guerra de masacres conjuntas entre paramilitares y la fuerza pública contra los partidos de izquierda y la población influida por las guerrillas, hasta cuando los mismos paramilitares se volvieron contra el estado al asesinar a los funcionarios judiciales en la Rochela, Santander. En esa oleada que combinó la represión pública y la privada se llevó a cabo el genocidio sistemático de la Unión Patriótica.

El gobierno de César Gaviria aceptó la ayuda paramilitar del Cartel de Cali y de Fidel Castaño para perseguir al cartel de Medellín y matar a Pablo Escobar, y en el frente antisubversivo logró judicializar la guerra, al crecer la población encarcelada bajo el cargo de subversión, para ser liberada después por falta de pruebas.

El actual gobierno de Ernesto Samper legalizó el paramilitarismo al convertirlo en cooperativas de seguridad "Convivir", y ha reforzado la alianza con la fuerza pública para obtener su respaldo, al precio de atribuirle el control militar de la población en las zonas especiales de orden público y la promesa de desmontar los controles legales a sus métodos de acción, para quitarle los amarres de lo que el general Harold Bedoya llama la "guerra jurídica" que a diario enfrenta la oficialidad en los tribunales castrenses.

El balance de la evolución mencionada se resume en unas pocas comprobaciones. La máquina de guerra del estado es responsable de una tercera parte de las violaciones graves de los derechos humanos de la población. El resto de violaciones ha sido delegado al sicariato, los grupos paramilitares y los particulares armados, incluidas las guerrillas. El pacto de impunidad con la élite dirigente a cambio de la represión del conflicto social y la lucha contra la subversión garantiza la reproducción de esa violencia. A su vez, esa violencia no sólo no contribuye a mejorar la seguridad ciudadana, sino que acerca al país a niveles peligrosos de autodestrucción, por la generalización progresiva de la guerra civil.


La única salida es el derecho humanitario

de la guerra civil

Hoy las guerrillas se extienden por mayores regiones que hace cinco años, hasta abarcar un teatro de operaciones de 715 municipios. Los grupos paramilitares actúan en unos 450 municipios y los narcos defienden tierras en 400 municipios del país. A diferencia de la jurisdicción estatal sobre el territorio, que establece fronteras y distancias administrativas, la repartición de zonas de dominio guerrillero y paramilitar somete a la población a regímenes de autoridad cotidianos de un carácter marcadamente totalitario en caminos y viviendas, barrios y aldeas.

Las guerrillas violan los derechos de la población al expulsarla de sus sitios de habitación, al atribuirse la función de aplicar la pena de muerte en juicios sumarios, al extorsionar y al secuestrar, y violan constantemente los derechos de los combatientes heridos o indefensos de la fuerza pública al emplear la tortura y al rematarlos fuera de combate. Las guerrillas colombianas usan sistemáticamente prácticas tan prohibidas en el derecho de la guerra como las minas unipersonales y los explosivos en lugares concurridos. En su última etapa, las guerrillas han usado el terror colectivo generado por las masacres para mantener guerras de posiciones en regiones como Urabá.

Las guerrillas han parasitado grandes fuentes de riqueza como el petróleo, el oro, la ganadería extensiva, el banano y los cultivos que son materia prima para la elaboración de drogas. En algunas de estas producciones actúan como instituciones cuasi estatales de regulación de mercados y relaciones sociales, y obligan a los funcionarios a destinar recursos a la satisfacción de necesidades populares. Al hacerlo así, acaparan las banderas de las organizaciones sociales y propician, por parte del sistema político, la criminalización de las luchas populares por una vida mejor.

Los grupos paramilitares protegen intereses privados, entre otros los de la gran propiedad territorial en manos de hacendados tradicionales y narcotraficantes. Asesinan o expulsan a los opositores sociales y combaten la presencia guerrillera mediante el terror sobre las potenciales bases sociales que les servirían de apoyo.

Unos y otros han fragmentado el poder del estado en dominios territoriales donde no rige la ley ni tienen vigencia los derechos. En estas circunstancias, existen muy pocas esperanzas de aplicación de los principios que velan por la protección de los derechos humanos de la población no comprometida en la guerra.

Al perder el monopolio de la violación de los derechos humanos, el estado no puede garantizar su vigencia. El país debe exigirle al gobierno, por una parte, que cumpla unilateralmente las garantías civiles consagradas en la constitución, aún si los adversarios o aliados militares no las respetan, porque esto disminuye la intensidad de la guerra. Por otra parte, el estado debe respetar, también unilateralmente, las leyes de la guerra, que le prohíben dar a la población el trato de enemigos militares, porque esa es su obligación frente a la comunidad internacional.

Finalmente, y es la tarea más difícil, el país debe exigirle a las guerrillas y a los grupos paramilitares que demuestren, con hechos y conductas respetuosas del derecho de la guerra, que son verdaderos adversarios militares, con capacidad de responder por sus actos frente a la población, y por tanto sujetos a potenciales de un acuerdo de paz, y no bandas criminales sin capacidad de agenciar proyectos de nueva sociedad, y cuyo único destino sería el exterminio a cualquier costo. En ese caso, la guerra civil sería inevitable y no habría ninguna garantía de que la pudiera ganar la que ocupa el lugar de la clase dirigente.


Ponencia presentanda en el VIII Foro Nacional "Paz: Democracia, Justicia y Desarrollo". Bogotá, 11 al 13 de julio de 1996.

Citar como: Reyes Posada, Alejandro Derechos Humanos y Guerra Civil KO'AGA ROÑE'ETA se.xi (1996) - http://www.derechos.org/xi/1/posada.html

"Paz: Democracia, Justicia y Desarrollo"
Ko'aga Roñe'eta, Serie XI


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