El de Julio Castro, lamentablemente, no es un caso aislado. En mi país, considerado durante
décadas como "la Suiza de América latina", no tenemos noticias de más de 140 personas
desaparecidas durante los doce años de dictadura militar. No se trata solamente de adultos,
hombres y mujeres, sino también de niños, algunos de los cuales -lo sabemos- siguen vivos.
En 1985, el retorno a la democracia posibilitaba establecer la verdad sobre los crímenes de la
dictadura y la situación de los desaparecidos y entregar a la Justicia a los responsables. Nada de
esto se hizo.
El actual presidente uruguayo, Julio María Sanguinetti, que ejercía ya este cargo durante el
período de restablecimiento de la democracia, invocando razones de estado, propuso adoptar la
ley de "Caducidad de la pretensión punitiva del Estado", que concedía impunidad a los militares
culpables.
Esta ley, votada por el Parlamento uruguayo en diciembre de 1986, no se pronunció sobre los
crímenes y no amnistió a los autores. Simplemente enunciaba que los culpables no serían
perseguidos por el Estado. En abril de 1989, en ocasión de un referéndum, el pueblo uruguayo
decidió no abolir esta ley, lo que alejó toda posibilidad de juzgar los crímenes cometidos por los
militares. Todas las fuerzas políticas y sociales que habían apoyado la realización de esta consulta
aceptaron el resultado. Así las cosas, la necesidad de echar luz sobre la suerte de los ciudadanos
desaparecidos permaneció intacta pero hasta ahora el gobierno no ha aplicado la ley que obliga a
investigar el destino de los desaparecidos.
En mi calidad de senador de la República, mantuve una serie de reuniones con el comandante en
jefe del ejército y los generales. Estos funcionarios no negaron las violaciones. Los exhorté a
reconocer públicamente lo que no negaban en privado pero me dijeron que debía dirigirme al
presidente porque se trataba de un problema político.
Un general retirado que había asumido responsabilidades importantes durante la dictadura nos
reveló que, en dos establecimientos militares, se encontraba la sepultura de numerosas víctimas.
Todo hacía suponer que el presidente de la República, al corriente de estas informaciones, tomaría
las medidas para establecer la verdad. Hasta ahora nada se ha hecho.
Frente al silencio del Poder Ejecutivo, recurrimos a la Justicia uruguaya. El juez Alberto Reyes,
encargado del trámite del expediente, ordenó que se abriera una investigación, pero el Tribunal de
Apelaciones se opuso argumentando que corresponde únicamente al Poder Ejecutivo investigar
estos hechos.
Al mismo tiempo, las familias presentaron al Ejecutivo, una vez más, una demanda para saber
sobre el destino de sus seres queridos.
Su petición, cursada el 16 de abril, nunca recibió respuesta. Sin embargo, la sociedad uruguaya
acompañó la demanda. Las encuestas de opinión indican que más del 60% de la población quiere
que se dé respuesta a este problema.
En este contexto, la actitud del Poder Ejecutivo uruguayo parece incomprensible; desconoce el
deseo de numerosos militares, que esperan una iniciativa que reconcilie a las fuerzas armadas y la
sociedad civil, y no tiene en cuenta los compromisos asumidos por Uruguay a nivel internacional,
en particular el asumido en diciembre de 1996 ante las Naciones Unidas de investigar todas las
desapariciones.
Hace pocos días, el presidente Sanguinetti declaró, en una entrevista concedida a la cadena
norteamericana CBS, que, si las autoridades supieran dónde se encuentran los restos de las
personas desaparecidas, harían lo necesario para entregarlos a sus familias.
Es la primera vez que, en los últimos meses, el presidente aborda este tema y se compromete moralmente frente a la comunidad internacional. El presidente conoce a los que saben, y muchos de los que saben son sus subordinados: todo depende entonces de él y de su conciencia.