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08jul05

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La lucha contra el terrorismo no se puede ganar por medios militares.


El G8 ha de aprovechar la oportunidad para abordar las cuestiones de fondo detrás de estas atrocidades.

Rara vez he visto a los Comunes acudir en pleno y permanecer tan en silencio como cuando se reunieron ayer a raíz de los atentados en Londres. Un foro acostumbrado al ruido y al alboroto se mostraba serio y solemne. Una sala que normalmente es un hervidero de emociones partidarias aparecía unida en medio de la conmoción y la tristeza. Hasta Ian Paisley suplicó a la prensa que no repitieran lo que ocurrió en Irlanda del Norte, cuando los periodistas se dispusieron a recabar las declaraciones de los familiares antes de que a éstos se les hubiera informado de la muerte de sus seres queridos.

La respuesta inmediata a esta tragedia humana ha de ser la empatía con el dolor de los heridos y con la aflicción de los familiares de los fallecidos. La pérdida de la vida en una atrocidad como ésta nos zarandea más profundamente porque sabemos que la desaparición inesperada de compañeros, hijos o padres ha de ser más dura aún que la muerte natural. Es algo repentino, y por tanto no hay despedida ni preparación ante ello. Por todo Londres hay hoy familiares cuyo dolor ha de ser aún más agudo porque nunca tuvieron la oportunidad de ofrecer u oír unas últimas palabras de afecto.

Decisiones adoptadas de forma momentánea acaban cambiando para siempre la vida por lo arbitrario de este tipo de sucesos. ¿Cuánta gente se pregunta esta mañana cuán diferente hubiera sido si su colega hubiera tomado el autobús siguiente o el metro anterior ?.

Tal vez la pérdida sea más difícil de sobrellevar por lo difícil que es responder a la pregunta de por qué ha tenido que pasar. Este fin de semana rendiremos homenaje a la generación que defendió a Gran Bretaña en la última guerra. En vísperas de la conmemoración, se están contando muchas historias acerca de la valentía de quienes arriesgaron sus vidas, y algunas veces las perdieron, para derrotar al fascismo. Ellos constituyen ejemplos humildes y conmovedores de lo que es capaz el espíritu humano; pero los familiares de los hombres y mujeres que murieron entonces sabían por lo que estaban luchando. ¿Qué finalidad tienen los asesinatos sin sentido de ayer? ¿Quién podría llegar a imaginar que tienen una causa que pueda beneficiarse de esta absurda matanza?.

Hasta el momento en que escribo estas líneas, ni siquiera ha aparecido algún grupo que explique por qué han lanzado este ataque. En algún momento durante los próximos días se nos mostrará una página web o un mensaje de video intentando justificar lo imposible, pero no hay lenguaje alguno que pueda suministrar una base racional para esta matanza arbitraria. La explicación, cuando sea ofrecida, se basará probablemente en la declaración de una identidad fundamentalista obsesiva que no deja lugar alguno a la compasión hacia las víctimas que no comparten esa identidad, y no se basará en la razón.

Ayer el Primer Ministro describió las bombas como un ataque contra los valores de nuestra sociedad. Los próximos días deberemos recordar que entre esos valores están la tolerancia y el respeto mutuo hacia quienes tienen un bagaje cultural y étnico distinto. Tan sólo un día antes, Londres celebraba su victoria en la candidatura a los juegos olímpicos, basada en parte en demostrarle al mundo el éxito de nuestras credenciales multiculturales. Nada complacería más a quienes colocaron las bombas de ayer que esta atrocidad sirviera para sembrarasospechas y hostilidad hacia las minorías en nuestro propio país. Derrotar a los terroristas quiere decir también derrotar su nociva creencia de que las personas con credos y orígenes étnicos diferentes no pueden coexistir.

En ausencia de alguien que se atribuya los crímenes de ayer, tendremos que someternos a una avalancha de artículos analizando la amenaza del Islam militante. Resulta irónico que éstos se sucedan durante la semana en que recordamos, en su décimo aniversario, la masacre de Srebrenica, en que las poderosas naciones europeas no lograron evitar que 8.000 musulmanes fueran aniquilados en el peor de los actos terroristas de la generación pasada en Europa.

Osama bin Laden no es más un verdadero representante del Islam, del mismo modo que el General Mladic, al frente de las fuerzas serbias, no puede ser tenido por ejemplo de cristiandad. Después de todo, está escrito en el Corán que se nos hizo diferentes, no para despreciarnos, sino para entendernos los unos a los otros.

Bin Laden fue, sin embargo, producto de un monumental error de cálculo de las agencias de seguridad occidentales. En los años ochenta fue armado por la CIA y financiado por los saudíes para llevar a cabo la jihad contra la ocupación rusa de Afganistán. Al-Qaida, literalmente “la base de datos”, era originalmente el fichero informático de los miles de mujaidines reclutados y entrenados con ayuda de la CIA para derrotar a los rusos. Inexplicablemente, y con consecuencias desastrosas, parece que a Washington nunca se le ocurrió que una vez que los rusos estuvieran fuera, la organización de Bin Laden dirigiría su atención hacia Occidente.

El peligro ahora está en que la respuesta actual de Occidente a la amenaza terrorista agrava ese error original. En tanto en cuanto se conciba la lucha contra el terrorismo como una guerra que sólo se puede ganar por medios militares, está llamada al fracaso. Cuanto más se enfatice la confrontación desde Occidente, más se están silenciando las voces moderadas del mundo musulmán que promueven la cooperación. Sólo se tendrá éxito si se logra aislar a los terroristas y negarles apoyo, fondos y reclutas, lo que significa que hemos de centrarnos más en lo que tenemos en común con el mundo musulmán que en lo que nos divide.

La cumbre del G8 no es el foro mejor diseñado para lanzar ese diálogo con los países musulmanes, pues ninguno de ellos está entre sus miembros. Tampoco hay ninguno de ellos en el círculo exterior de las selectas economías emergentes, como China, Brasil e India, que están también invitadas a Gleneagles. No vamos a tratar el sentimiento de marginación entre los países musulmanes si no nos esforzamos por incluirles en la arquitectura del gobierno global.

El G8 tiene la oportunidad, en su comunicado de hoy, de dar una poderosa respuesta al último ataque terrorista. Esta respuesta debiera incluir una declaración de su determinación conjunta de perseguir a los responsables de los crímenes de ayer. Pero debe aprovechar la oportunidad para abordar las cuestiones de mayor calado que están en la raíz del terrorismo.

Concretamente, sería perverso que el foco del G8 en hacer que la pobreza sea historia, se viera oscurecido por el atentado de ayer. El sustento del terrorismo hay que buscarlo en las calles donde hay pobreza, donde el fundamentalismo ofrece un falso y fácil sentido del orgullo e identidad a hombres jóvenes que se sienten desprovistos de toda esperanza o de una oportunidad económica. La guerra contra la pobreza en el mundo bien puede hacer más por la seguridad de Occidente que la guerra contra el terrorismo.

Y en la privacidad de sus grandes suites, las atrocidades de ayer deben llamar a la introspección a algunos de los presentes. El Presidente Bush justifica la invasión de Iraq sobre la base de que luchando contra el terrorismo fuera, protege a Occidente de tener que luchar contra los terroristas en casa. Se diga lo que se diga hoy en defensa de la guerra de Iraq, lo que no puede mantenerse es que nos ha protegido del terrorismo en nuestro suelo.

[Fuente: Robin Cook, The Guardian (Gbr), 08jul05- Traducción al español de la versión original en inglés realizada por el Equipo Nizkor]


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