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13sep18


La tesis de Sánchez, el deshonor y la guerra


Sé que hay mucho orgullo entre las ingenierías y algunas otras carreras técnicas, pero las dos profesiones de las que depende un país son la política y la educación. Cuando Maquiavelo quiso congraciarse con los Médici no escribió “El ingeniero”; ni siquiera dudó Rousseau cuando, para dolor de su maestro Diderot, vertió a la luz “Del contrato social”: hizo descansar la tarea de engendrar la nueva sociedad en políticos y educadores. Es más; aquel ginebrino redondeó el asunto con “Emilio, o de la educación”.

La crisis de régimen que asola este país caído de canto en el reparto de parabienes y desgracias se debe a la mediocridad de los políticos circundantes, y a su nefasto asalto de la educación.

Ahora algunos ven con estupor que se trata de vasos comunicantes, que aquellos que engolaban la voz para hablar de escuela pública, de democratizar las aulas, de preñarlas de valores para que parieran ciudadanos, son los mismos que alimentaban un kraken. Sí; un monstruo deformado, inflado de banalidad y presunción, de olvido y desprecio, de manipulación y pérdida de tiempo, que ha salido a la superficie para devorarlos. El problema es que en ese barco atacado por el kraken vamos todos.

La historia de la España contemporánea jamás había dado un momento como éste, donde presidentes, ministros y diputados están bajo la sospecha más que fundada de que inflaron sus currículum, de que los llenaron de mentiras y exageraciones. Y, lo que es peor, que se acusan mutuamente en un juego tan infantil como vergonzoso.

Emilio Gentile, un historiador italiano, se preguntaba hace poco por los males de la democracia occidental. La respuesta era sencilla: la desafección, la desconfianza y la ansiedad se han extendido por unos sistemas en los que las élites políticas no funcionan. Hoy, decía con razón, no es que cualquiera pueda acceder a un cargo público, algo legítimo desde que Jefferson se partiera la cara en las Trece Colonias, sino que ascienden a lo más alto sin pasar los dos filtros de una sociedad avanzada: el mérito y la capacidad.

De este modo, las instituciones representativas desvirtúan su naturaleza, cifrada en el debate elevado, la gestión eficaz y la fiscalización profesional. Al contrario: acaban convertidas en teatros, en unos platós más de la sociedad del espectáculo. Lo vimos en las negociaciones infructuosas para formar gobierno en 2016, cuando los partidos tradicionales, esos que deberían estar más concienciados del valor de la estabilidad, que tendrían que asumir la responsabilidad de ser depositarios de la soberanía desde hace décadas para tragar quina democrática y hacer gobierno, se negaron a pactar entre ellos para dejar al otro al socaire mafioso de los pequeños grupos.

Ocurrió lo mismo con los partidos nuevos, siempre atentos a denostar al “malvado bipartidismo” en beneficio propio aun a costa del mismo sistema. Todavía se recuerda la absurda moción de censura que presentó Pablo Iglesias solo para apropiarse del protagonismo de la izquierda; y no causan menos rubor los bandazos de Ciudadanos a golpe de encuesta de opinión.

Esos políticos, durante años, pensaron que la educación era una línea en un folio, una frase tras el nombre y el DNI, un campo de batalla donde dilucidar quién se quedaba con las nuevas generaciones. Solo les importaba aparentar, tapar su desconocimiento e inexperiencia con titulaciones falsas o que nada valen, como se está demostrando.

Pedro Sánchez es uno más de esos, con su tesis esquiva, fantasmagórica, a modo de libro misterioso, inencontrable, del que solo se conocen fragmentos como si fuera “Las nueve puertas del reino de las sombras”, aquel volumen demoníaco que buscaba Corso, el personaje de Pérez Reverte en “El club Dumas”.

El hombre que hoy planea quedarse en el gobierno de España hasta el año 2030 se sacó el título de Doctor deprisa y corriendo, con esas formas que muchos que somos profesionales de la educación hemos visto en los malos alumnos. Pasado el trago, no recuerdan nada. En una tesis, como en una carrera académica, se muestra el carácter, la capacidad, la inteligencia y la integridad de una persona. Cuando todo esto falla, la mediocridad se adueña del alma de las instituciones.

No es un tema baladí. El presidente del Gobierno, como máximo responsable del sistema, imagen internacional de nuestro país después del rey, debería deshacer las dudas sobre su persona. Es la única manera de salir del atasco y de paliar la desafección. Es preciso que se adelante a los medios, saque la tesis y diga la verdad. De no ser así, cabe aquello que Churchill espetó a Chamberlain: “Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra… elegisteis el deshonor, y ahora tendréis la guerra”.

[Fuente: Por Jorge Vilches, Vozpópuli, Madrid, 13sep18]

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