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01sep12


Bancarrota, insumisión y separatismo: el sistema colapsa


El pasado 7 de agosto, el presidente del Consejo de Estado, José Manuel Romay Becaría, declaró -sin que sus palabras tuvieran demasiado eco- que "el crecimiento del modelo autonómico no es sostenible" y, también, que los costes de este modelo son "insoportables", para terminar añadiendo que "el desarrollo del Estado autonómico coincidió con los años de abundancia y, lo que entonces parecía que se podía, ahora nos damos cuenta que nos hemos pasado (…)". Su predecesor al frente del máximo órgano consultivo del Estado, Francisco Rubio Llorente, declaraba el pasado día 26 que "habría que ir a una Constitución federal; que las competencias de las comunidades estuvieran en la Constitución y que hubiese un Senado federal" (El País). Rubio Llorente reconocía que "el Tribunal Constitucional se ha convertido en una tercera cámara" y que, después de recibir la petición de Zapatero de elaborar un informe sobre la reforma constitucional, una vez realizado el expresidente "lo abandonó", lo que le produjo una fuerte decepción.

Las valoraciones de actual y anterior presidente del Consejo de Estado adquieren todo su significado porque están soportadas en un amplísimo y documentado informe del órgano consultivo, publicado por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales en 2006, que aborda las patologías del modelo territorial de 1978. Rodríguez Zapatero no tuvo la más mínima consideración hacia ese texto de importancia capital; tampoco Mariano Rajoy se ha referido a él como referente de un gran pacto para cambiar la Constitución y reformar un modelo de Estado, una distribución territorial del poder en España, que esta semana ha colapsado.

La peticiones de rescate al Gobierno, a través del Fondo de Liquidez Autonómico, de Cataluña, Valencia, Murcia, y, de forma inminente, también Andalucía, marcan un punto de inflexión irreversible: efectivamente, no estamos ante un escenario de dificultad coyuntural en la financiación de las comunidades autónomas, sino ante la acreditación de una deficiencia estructural, producto de un diseño constitucional distorsionado y de una gestión de ese modelo despilfarradora, desordenada y descontrolada. Las autonomías están en abierta bancarrota. Emblemáticamente, lo está Cataluña, con más de 42.000 millones de deuda viva, que requiere del FLA más de 5.000 millones de modo inmediato. Se trata de la autonomía que aporta más al PIB nacional (19%) y la segunda en demografía. Y tanto la Generalitat como los analistas económicos saben muy bien que la quiebra catalana -como otras- no está relacionada principalmente con el déficit fiscal de Cataluña, sino con razones que son comunes a todas las autonomías.

La bancarrota es tanto de aquellas comunidades donantes, aunque en distinta medida (Cataluña, Madrid, Baleares) como de las receptoras (Andalucía, Castilla-La Mancha) y, desde luego, también de las que disponen de cuasi soberanía fiscal, como el País Vasco y Navarra. Desde luego, el sistema concertado -que no aporta ni un euro al fondo de solidaridad interterritorial- no ha impedido que Euskadi tenga una deuda de 7.000 millones de euros y un nivel de paro próximo al catalán, pese a que su aportación al PIB español es del 6%.

La rebelión autonómica

La inviabilidad financiera de este modelo cursa con otra de carácter político y jurídico: una Constitución en la que cualquier autonomía podía tomar las competencias que desease, endeudarse tanto cuanto quisiera, erigir la administración propia en cualquier dimensión, por arbitraria que fuera, permite también -con aparente parálisis gubernamental- que no sea posible aplicar políticas homogéneas que permitan aliviar la crisis. Andalucía, Cataluña, Canarias, País Vasco, Asturias y ¡hasta Galicia! se han negado en redondo a asumir la política sanitaria del Gobierno en relación con las personas sin tarjeta sanitaria. En otros casos no han aceptado el copago o se han opuesto -en el caso catalán, incluso ni ha asistido- a las directrices del Ejecutivo en el seno del Consejo de Política Fiscal y Financiera a propósito de la fijación del déficit y del techo de endeudamiento para éste y próximos ejercicios.

Este desaguisado político -del que son responsables en dosis parecidas la deslealtad de algunas autonomías, sus propias facultades y la inhabilidad del Gobierno para convencer, persuadir, y, en su caso, imponer decisiones- se añade a la bancarrota financiera, remitiendo un mensaje a los ámbitos internacionales y de la Unión Europea que destroza cualquier relato sobre la buena reputación de España. Y es una constante denuncia de cómo el Gobierno,su partido y la oposición (que no se puede llamar andanas, incluidos los partidos nacionalistas), omiten un planteamiento imprescindible para superar la crisis a medio y largo plazo: la transformación del modelo de Estado en otro racional y sostenible.

Un nuevo modelo que salve el principio de descentralización en la gestión, que dote de autogobierno suficiente -en lo político y en lo financiero- a las comunidades con auténtica aspiración de él y voluntad de ejercerlo -lo que ahora no ocurre en muchas, delimitadas territorialmente de manera caprichosa y artificial- y pertreche al Estado y a su Administración General de competencias cerradas y blindadas y facultades de coordinación, en un modelo de corresponsabilidad fiscal.

Bancarrota e insumisión son la cara y la cruz del colapso del modelo territorial de la Constitución de 1978 -que afecta también a los municipios-, pero la exasperación de los independentismos en Cataluña y en el País Vasco tiene, además de causas históricas y endógenas, otras de carácter reactivo y oportunista que añaden una extrema gravedad al problema de la sostenibilidad, no ya del modelo de Estado, sino de su propia fiabilidad y estabilidad. La Diada catalana, el próximo día 11 de septiembre, y las elecciones autonómicas vasca del 21 de octubre, nos remiten a dos hitos para medir de qué manera ha ido fortaleciéndose la dinámica segregacionista de esas dos comunidades, si bien por razones distintas y con características disímiles.

Mientras el sistema de garantías constitucionales (el TC) y el acomplejamiento de la izquierda han permitido la emergencia del entorno etarra, que vuelve a la legalidad en el País Vasco retroalimentado por la crisis y la pésima reputación internacional de España, en Cataluña, como bien ha explicado la vicepresidenta de la Generalitat, Joana Ortega, se está produciendo un "independentismo por reacción". Éste responde a un relato de los males que padece la comunidad según el cual todos ellos son atribuibles a España; un relato al que no se opone otro certero y ecuánime, ni el reconocimiento de que un nuevo modelo constitucional tendría que manejar la solidaridad interterritorial como en Alemania tras la reforma de su Estado federal, que fue la que marcó la recuperación del país de manera sólida y ampliamente consensuada.

Estos son los términos en los que se produce el colapso del sistema y las variables que hay que manejar para controlar una crisis que no es sólo -ni quizás principalmente- de carácter económico, sino de naturaleza mixta, inseparablemente político-financiera, consecuencia de una arquitectura institucional que se ha mostrado fallida. La Constitución de 1978, en aspectos tan importantes como los contenidos en el Título VIII, respondió a un tiempo histórico que requería soluciones temporales. El carácter abierto -y por lo tanto, el principio dispositivo de las autonomías para conformarse a su libre albedrio- fue un recurso para salir del paso, pero no ha sido razonable mantenerlo durante más de 30 años. No cabe en cabeza jurídica seria que en la Carta Magna ni siquiera conste el número y denominación de las autonomías; que no exista criterio de diferenciación entre las nacionalidades y las regiones; que no se regule con rigor la soberanía fiscal del País Vasco y de Navarra y que el Estado tenga todas sus puertas abiertas para despojarse de poderes y facultades.

¿Por qué el impulso reformador se detiene a las puertas del modelo de Estado y no lo penetra? Hay una razón muy pedestre pero cierta: porque la estructura territorial de España se ha convertido, de un lado, en el modus vivendi de una legión de políticos profesionales que en el ámbito privado no soportarían la competencia, y, de otro, en el factor reproductor y sostenedor de los partidos políticos en la medida en que de ella obtienen recursos y nichos de poder para las organizaciones políticas y para sus miembros. Lo que explica, al mismo tiempo, la bancarrota de la Cajas, tomadas muchas de ellas al asalto por una nomenclatura que, aun sabiendo que el núcleo del problema se sitúa en el modelo territorial del Estado, se cuida mucho de aceptar que así sea y, por lo tanto, de reformarlo. El informe del Consejo de Estado de 2006, auténtico guión para una buena transformación constitucional, duerme, por eso, el sueño de los justos. Así se explica el colapso.

[Fuente: Por José Antonio Zarzalejos, El Confidencial, 01sep12]

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