Decisión judicial
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09feb19


Se ha perdido el sentido del ridículo


Los bomberos-toreros de mi infancia eran enanos, en sentido tan exacto como hoy políticamente incorrecto, pero el que nos gobierna es un bombero-torero alto, cual jugador de baloncesto. El último número circense llamado “el relator” ha sido retirado del espectáculo por falta de aceptación del público. Habrá que esperar al siguiente.

Se ha perdido el sentido del ridículo, y eso ocurre cuando alguien exhibe una supuesta categoría intelectual que los demás no alcanzan. Se llama complejo de superioridad. Desde hace tiempo hay una casta política que no alcanza a explicar lo que pretende, en la creencia de que está de más porque no lo entenderíamos. Palabrería de tramposos. Es lo que ha sucedido con la macana del “relator”.

Si se trata de una negociación política entre dos entidades legales, no digamos ya dos instituciones como son el Gobierno del Estado y el Gobierno de una comunidad autónoma, carece de sentido contratar a alguien “para que tome notas” o para que “lleve el control de las reuniones”. El número de funcionarios ocupados de esos menesteres son incontables para que se haga innecesario contratar a uno de fuera de las instituciones. Si ya entramos en harina y la proposición consiste en que sea ajeno a las dos partes, nos metemos en terreno pantanoso. Alguien tiene interés en sacar el asunto de la mesa y del público.

Si damos un paso más allá y se plantea que además sea extranjero estamos ante una obviedad: la convicción de que el tercero en discordia debe tomar una posición que favorezca a una de las partes, porque de no ser así no tendría su aprobación para el papel de “relator”. En definitiva es un “relator” que no relata sino que hace de testigo.

Pero todo esto, que podría tener algún interés en el despacho de un notario para dirimir sobre una herencia confusa, si lo sometemos al escalpelo de la política resulta una realidad brumosa. Unos señores que tienen en Cataluña una frágil mayoría parlamentaria y una inequívoca minoría social imponen al partido en el gobierno unas condiciones leoninas basadas en que sin ellos no pueden aprobarse los Presupuestos, y que yendo a las malas se hundirían todos juntos. Todo líquido, nada sólido, como una partida de cartas entre unos tipos que juegan a hacer trampas en solitarios; cada cual quiere sacar lo que quiere y está dispuesto a dejar hacer al otro mientras no le impida su imaginada escalera de color.

Todo lo que parece un juego se transforma en una barbaridad si de los naipes pasamos a la política. Vísperas del juicio a los independentistas por el intento fallido de golpe de Estado, que no fue un juego de niños para quienes lo vivimos y aún lo sufrimos, el presidente Sánchez echa carnaza al adversario en el vano intento de calmarlo. Que se equivoque es cosa que importa poco; está en el juego de la política. Lo que sí es importante es poner a los pies de los caballos la legitimidad de la mayoría de la población catalana, la que no votó al independentismo y la que se siente intimidada día sí y día también por un acoso al que se concede una impunidad absoluta.

La desfachatez de Sánchez tiene un costo ciudadano y su falta de sentido del ridículo alcanza a convertirse en dedazo que impone candidatos a alcaldes cuando no a transformarse en autor de libros redactados por trepadoras sin otro escrúpulo que subir escalones sin caerse. A Sánchez vamos a deber el arrebato de la derecha y la inhibición de una izquierda que consideraba el sentido del ridículo como la auténtica línea roja que no podía cruzarse sin avergonzarse de su pasado. Este tipo es capaz de tratar de engañar a su sombra. Fíjense si será así que se exhibe con la temeridad de ejercer de “resistente” cuando no es más que un buscador de fortuna, que ha vivido hasta ahora de engañar a todos. Se convirtió en presidente gracias a la falacia de que iba a convocar las elecciones que necesitaba el país y luego sonrió zorrunamente traduciéndose en que el país lo que necesitaba es a él. Y ahí le tienen dispuesto a mentir en la creencia de que quien pierde el sentido del ridículo acaba haciéndose imprescindible.

En política cuenta el presente por encima del futuro y del siempre despreciable pasado. No deja de llamar la atención que los grandes defensores de este presente ominoso nos adviertan de que llega la derecha cabalgando. Lo que está por llegar siempre es un avatar, mientras que aquello que sufrimos todos los días deja heridas; porque matan los presentes, no hay nadie que se haya muerto de futuro. Por tanto dejemos la tarea del blanqueo a los que cobran por ello y apliquémonos el cuento de lo que tenemos encima: un presidente capaz de todo para llegar a nada.

El discurso que divide nuestro mundo entre “unos y otros”, como si ellos no estuvieran entre unos y contra otros, es la panacea de los habitantes del “paraíso sin sentido del ridículo”. Pase lo que pase sabrán adaptarse a lo que venga porque de nuevo habrá unos y otros, y ellos estarán en el lugar de los “hunos” frente a los otros, con esa hache que puso Unamuno avergonzado de los suyos. Habrían de definirse los marcos legales para los blanqueadores de gobiernos, igual que se hace con los del narcotráfico. Ambos trabajan en el fango.

Casado y los suyos están penetrando por la misma rendija que permitió a Sánchez hacerse con el gobierno. La diferencia es que la indolencia de Mariano contrasta con la falta de sentido del ridículo de Sánchez. La conclusión es la misma: decir lo contrario de lo que haces. ¿Cuándo se pactó el “relator” entre un parafascista como Torra y un robacarteras como Sánchez? Sabemos el lugar, Barcelona, y el modo, confidencial, pero desconocíamos cuándo se debía hacer público y esas explicaciones estrambóticas de “no sé por qué se sorprenden”, “no tiene ninguna importancia”, “se necesita a alguien que tome nota de las reuniones”…

Como si fuéramos imbéciles “los hunos y los otros” y nos sonrieran los que están en el secreto del principio convertido en programa: que la gente asuma la desaparición del sentido del ridículo. Lo demás vendrá con el tiempo hasta alcanzar el “¡usted exagera!”. Pero ¿y si fuéramos imbéciles y lleváramos años castrados de sentido del ridículo? Ocurre como con el gusto, que llega un momento en que se estraga y ya todo sabe a nada.

[Fuente: Por Gregorio Marañón, Vozpópuli, Madrid, 09feb19]

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