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07ago05


“Repugnante”.


En su última columna en el periódico El Tiempo, Eduardo Pizarro Leongómez acusa a las víctimas de la guerrilla y del Estado de ser culpables del “repugnante” delito de organizarse, y de exigir verdad, justicia y reparación, o la firma de un acuerdo humanitario. Como si fuera poco, señala que son las víctimas las responsables de “politizar” peligrosamente el debate público, de “deslegitimar” al Estado y a la guerrilla y de bloquear una salida negociada.

Así, según Pizarro, no son quienes han promovido la barbarie y el vandalismo, los mismos que después de haber asesinado y saqueado van a gozar de la calidad de ciudadanos prestantes, quienes deben ser cuestionados ética y políticamente. No. A quienes se debe denunciar es a las víctimas (las viudas y los huérfanos, los familiares de secuestrados y “desaparecidos”, los desplazados, los sobrevivientes de las masacres), que a pesar de inmensas dificultades y peligros han decidido unirse y hacer uso de su legítimo derecho a expresarse, por vías no violentas, acerca de la necesidad de que la sociedad colombiana afronte las consecuencias de décadas de crímenes contra la humanidad. Qué curiosa interpretación de la realidad.

Durante años, asociaciones que agrupan a los familiares de personas secuestradas han insistido en la necesidad de establecer mecanismos que permitan el canje de combatientes, que garanticen el respeto de la vida y la libertad de los no combatientes retenidos y que abran el camino hacia una solución política y negociada del conflicto armado que destruye al país. Su persistente búsqueda de fórmulas para llegar a este acuerdo se ha visto obstaculizada por los cálculos políticos, o por el juego perverso que se hace con sus esperanzas sobre la suerte de sus seres queridos. La coherencia de los familiares que reclaman el acuerdo humanitario sólo merece palabras de reconocimiento y apoyo.

De otro lado, las víctimas de crímenes de Estado se enfrentan a una situación que atenta gravemente contra su dignidad y que amenaza con causar daños irreversibles a sus derechos. Diga lo que diga el Gobierno, no existe ninguna posibilidad real de que las personas afectadas por la violencia estatal y paraestatal participen como sujetos de derecho ni como testigos principales en los procedimientos previstos por la ley llamada de “justicia y paz”. La norma aprobada no reconoce ni siquiera la criminalidad cometida por el Estado y su rol histórico en la gestación del paramilitarismo.

Haber sido víctima directa o indirecta del conflicto armado, o de la violencia sistemática, no concede a nadie privilegios especiales ni debería servir de justificación para dar rienda suelta al ánimo vindicativo. Ese razonamiento es necesario oponerlo a quienes consideran que los ultrajes recibidos son una excusa válida para ejecutar masacres y crímenes atroces; o a quienes, desde el Gobierno, se escudan en su condición de víctimas para utilizar el aparato estatal como maquinaria de venganza.

No existe peor servicio a la paz y al futuro de una sociedad que la apología de la impunidad elaborada desde un discurso aparentemente pacifista. Tampoco se contribuye a la reconciliación al invertir amañadamente las cargas de la responsabilidad ética entre víctimas y victimarios. Los peligros para la poca democracia que queda en Colombia no provienen de los esfuerzos organizados de la sociedad civil por la justicia. En realidad, quienes engendran esas amenazas hoy son las fuerzas siniestras que, amparadas en la impunidad, quieren controlar el país.

[Fuente:Por Iván Cépeda, El Espectador, Bogotá, Col, 07Ago05]

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