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DERECHOS


23dic03


Pacto de lealtades e impunidad.

Por Iván Cepeda Castro


“¡Por fin vamos a dejar de ser la amante y pasar a ser la esposa!”
Carlos Castaño.

La legitimación social del fenómeno paramilitar en Colombia es un proceso que persigue múltiples finalidades, y que ocupa un lugar central en el proyecto del gobierno del presidente álvaro Uribe Vélez de “reinstitucionalizar” la sociedad y el Estado. Una de las connotaciones es que esa legitimación requiere la adopción de medidas tendientes a producir una impunidad de carácter normativo y fáctico de los crímenes masivos cometidos por los paramilitares, que oculte además la complicidad del poder estatal en esta empresa de exterminio y terror sistemáticos.

Ciertamente, la presentación de esas estrategias de impunidad ha centrado la atención sobre la cuestión de cuál debe ser el tratamiento que reciban los autores de actos atroces que se han cometido en el contexto de la guerra y la violencia en Colombia. La impunidad generalizada, y especialmente aquella relativa a las violaciones masivas y sistemáticas, ha sido un problema endémico de la sociedad colombiana, pero hasta ahora la preocupación por cómo superarla fue objeto de debate y análisis por parte de círculos restringidos. No obstante, los fundamentos del incipiente debate son presentados a la opinión pública bajo premisas intencionalmente confusas: los grupos paramilitares estarían dispuestos a dejar las armas ante un Estado que los persigue; el Estado y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) mostrarían voluntad de “negociar la paz”; el proceso con los grupos paraestatales sería similar a otros procesos de desmovilización o negociación que en el pasado se han emprendido con grupos guerrilleros; la desmovilización tendría por objeto “devolver el monopolio de la fuerza a manos del Estado”, etc.

Para contextualizar esta controversia, cabría entonces preguntarse por los supuestos reales y el trasfondo en que se enmarca la impunidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos, en este caso, por los paramilitares. Un punto de partida esencial para entender el verdadero significado del proyecto que se adelanta es determinar si es verdaderamente consistente la afirmación de que el Estado realiza una negociación de paz con un actor armado independiente. Con esta finalidad en el presente texto se analizarán los componentes de esta aseveración: en primer lugar, se precisará el carácter del fenómeno paramilitar en Colombia; seguidamente, se examinarán de manera retrospectiva algunas de las negociaciones de paz que se han presentado en Colombia desde la perspectiva de los instrumentos legislativos que se han empleado para resolver la cuestión de los llamados beneficios jurídicos; por último, se señalarán algunas de las características del proceso de impunidad propuesto por el actual gobierno, que está en camino de ser ejecutado.

A. El fenómeno paramilitar en Colombia.

Existen fuentes de referencia básica para entender las raíces sociales y el desarrollo histórico del fenómeno paramilitar en Colombia. Esas fuentes indican la complejidad de su genealogía y de las formas en que opera.

Desde el ángulo de la investigación sociológica y de la ciencia política, las estructuras paraestatales son mecanismos complementarios ilegales para solucionar los problemas e insuficiencias de la capacidad coercitiva del Estado. Tales mecanismos sirven para evitar el descrédito generado por el uso arbitrario de la fuerza, y para mantener intacta la legitimidad del poder estatal, incluso en condiciones de ejercicio de formas de extrema violencia contra la población civil. En situaciones de conflicto bélico, la presencia de organizaciones armadas irregulares, presentadas como ajenas al poder estatal, sirve además para reforzar las expectativas de la sociedad acerca del fortalecimiento del aparato militar y de las políticas de seguridad.

En el lenguaje de la ciencia política esta situación corresponde al surgimiento de un complejo contrainsurgente, es decir, al desarrollo de diversos recursos y niveles de acción (legítima o arbitraria, legal o ilegal, oficial o privada) dirigidos a garantizar la eficacia de la función represiva del poder estatal. En tales circunstancias se está en presencia de una estructura dual del Estado en la que operan, simultánea y coordinadamente, por una parte el nivel legal e institucional y, por otra, el nivel ilegal que despliega toda clase de operaciones encubiertas y acciones criminales.

Un estadio avanzado del desarrollo de esta duplicación de niveles corresponde a la distinción –que en el caso colombiano merece ser tenida en cuenta- entre el fenómeno paramilitar y el mercenarismo corporativo. Mientras que el fenómeno paramilitar, en su forma clásica, corresponde exclusivamente a la estrategia del poder estatal y supone una dependencia absoluta de éste, las estructuras paramilitares corporativas implican adicionalmente un grado importante de intervención de sectores privados, que pueden ser de orden nacional y transnacional. Aquello que se denomina genéricamente paramilitarismo tiene por tanto diversas manifestaciones que varían de acuerdo a su grado de complejidad: desde cuerpos clandestinos creados con la finalidad de encubrir las operaciones “sucias” de las fuerzas militares (escuadrones de la muerte), pasando por las estructuras en las que determinados núcleos de civiles son armados y en las que se mimetizan militares retirados o en ejercicio (patrullas, rondas, milicias, cooperativas de seguridad privada), hasta llegar a la conformación de ejércitos irregulares que continúan al servicio de las fuerzas militares, pero que entran en alianzas con estamentos económicos y políticos –nacionales o internacionales- que influencian al Estado de manera decisiva.

Esta elaboración conceptual encuentra una sólida base de verificación empírica en las regularidades y similitudes que muestra el estudio de la historia comparativa de las distintas etapas y formaciones armadas paraestatales en América Latina, en la segunda mitad del siglo XX.

En Colombia a lo largo de diferentes períodos del siglo XX se encuentran claramente tipificados todos estos estadios de las formaciones paralegales, y particularmente, desde finales de la década de los años cuarenta, se constata su desarrollo intensivo. Primero con el surgimiento de los escuadrones de la muerte que operaron –y operan, cuando ello se hace necesario- bajo diversas siglas y que en realidad son estructuras encubiertas de las redes de inteligencia de las fuerzas militares y de policía; luego, desde 1965, con la creación de un marco legal para el desarrollo de entidades de civiles armados o de servicios de seguridad privada (entre los cuales el caso más sobresaliente es el de las llamadas “Cooperativas de Seguridad ‘Convivir’”); y posteriormente, durante las últimas dos décadas, con la conformación de un ejército paramilitar que cuenta con el sostenimiento del aparato estatal –esencial para su funcionamiento y crecimiento-, pero que tiene elementos de mercenarismo corporativo, expresados en las múltiples alianzas y apoyos que le han ofrecido influyentes sectores (empresarios, ganaderos, terratenientes, líderes políticos, etc.), el narcotráfico y las empresas multinacionales. El corporativismo del fenómeno paramilitar en Colombia obedece al mismo carácter corporativo y patrimonial del Estado en el que priman los bloques de intereses privados, y en el que el carácter público de sus instituciones y poderes está subordinado a las prácticas de las redes clientelistas.

La densidad de alianzas que presenta el fenómeno paramilitar en su estadio corporativo, de un lado favorece el ocultamiento del papel central de sus nexos orgánicos con el poder estatal, y en la situación específica de Colombia, ha posibilitado que se afiance la imagen de una total independencia de las organizaciones paramilitares, al punto de lograr un elevado consenso alrededor de su caracterización como tercer actor del conflicto armado. A esa densidad de alianzas se agregan las construcciones ideológicas que se han elaborado, no solo desde el discurso oficial (centrado en la negación a ultranza de la abrumadora realidad de los diversos niveles de responsabilidad histórica en la gestación y desarrollo del fenómeno) sino a partir de la propaganda de los propios paramilitares, centrada en la justificación de sus acciones criminales a través de una retórica que insiste en su presentación ante la opinión pública como sectores de la “sociedad civil” que han optado por la autodefensa ante la incapacidad de un Estado débil para proteger a los ciudadanos de los abusos de las guerrillas.

Pero por otra parte, el carácter corporativo de las estructuras paramilitares va generando dificultades para mantener los diferentes niveles de las alianzas. Si bien estas estructuras irregulares continúan unidas a las estructuras oficiales por fuertes lazos de dependencia y complicidad, otros elementos y dinámicas entran a influir sobre su accionar. Relativos rasgos de autonomía local e intereses corporativos pueden entonces generar situaciones que escapan al control estatal y, que ponen en riesgo aspectos esenciales de la alianza entre el poder estatal y sus formaciones paralegales. En Colombia, esas dificultades se han acentuado paulatinamente debido a que los temas de política interior están permanentemente sujetos a las presiones extranjeras –principalmente norteamericanas- y a que existe el narcotráfico como factor fuertemente influyente y desestabilizador. Se requiere, por ende, diseñar estrategias que permitan readaptar las alianzas, garantizar las lealtades, y sobre todo impedir desbordamientos que puedan poner al desnudo la responsabilidad estatal.

Las instancias internacionales del sistema de protección de derechos humanos han ido determinando en qué consiste esa responsabilidad. De una aseveración general acerca de que al Estado y sus agentes les cabe un rol esencia en la conformación, sostenimiento y consolidación actual de las estructuras paramilitares, se ha pasado a definiciones precisas. Sobre este particular es pertinente recurrir al detallado análisis que la Oficina en Colombia del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos ha venido elaborando a lo largo de los seis informes presentados desde 1997. En uno de ellos, la Oficina hace una afirmación sintética que merece ser citada: “El Estado colombiano tiene una responsabilidad histórica innegable en el origen y desarrollo del paramilitarismo, que ha contado con amparo legal desde 1965 (...) En este mismo plano histórico –continúa la Oficina- particular responsabilidad le toca a las fuerzas militares, puesto que durante el extenso período de amparo legal (...) les correspondió promover, seleccionar, organizar, entrenar, dotar de armamento y proveer de apoyo logístico a estos grupos”. En sus seis informes la Oficina ha documentado los hechos que dan cuenta de la existencia de las diversas modalidades que asume esta responsabilidad, y que prueban esta afirmación de fondo. Para analizar estas modalidades, la Oficina ha empleado como criterio los niveles de responsabilidad estatal que ha asumido el sistema interamericano de protección de los derechos humanos en su jurisprudencia. Respecto a la actuación de los grupos armados paraestatales deben ser consideradas con relación a la responsabilidad del Estado: a) las conductas que son producto de la instigación de servidores públicos; b) las acciones que se realizan con el consentimiento expreso o tácito de dichos servidores; c) las conductas que se producen gracias a la tolerancia manifiesta de agentes estatales; y d) las conductas que resultan del incumplimiento del deber de garantía que tiene el Estado.

En cuanto a las conductas que son producto de la instigación de los servidores públicos, además de que el Estado ha brindado un marco legislativo y de que varios gobiernos han adoptado medidas para poner en marcha los llamados “servicios privados de seguridad”, la Oficina ha recibido testimonios sobre casos en los que se ha reconocido a miembros de las fuerzas militares formando parte de los contingentes paramilitares. En los seis informes de la Oficina se constata la complicidad o la actuación directa de miembros de la Fuerza Pública en crímenes individuales, masacres y operaciones de desplazamiento de la población, así como en la planificación de acciones a través de reuniones entre mandos militares e integrantes de las Autodefensas Unidas de Colombia.

Acerca de las acciones que se realizan con el consentimiento expreso o tácito de los servidores públicos, los informes han evidenciado incursiones paramilitares ocurridas inmediatamente antes o después de fuertes operativos militares. Los funcionarios de la Oficina han recibido comunicaciones sobre el anuncio hecho por las propias fuerzas militares de la llegada próxima de grupos paramilitares, y han escuchado de boca de los mandos militares expresiones de reconocimiento sobre la necesidad y utilidad de los paramilitares. De igual manera, los funcionarios de Naciones Unidas han sido testigos de declaraciones de autoridades civiles y militares negando la existencia en sus regiones de grupos paramilitares, cuando ésta era de conocimiento público.

Acerca de las conductas de tolerancia manifiesta de agentes estatales, en los informes de Naciones Unidas se encuentran referencias concretas a la proximidad de instalaciones de la Fuerza Pública a retenes o bases de entrenamiento paramilitares. Así mismo, en algunos de los informes se ha señalado el hecho de que el control paramilitar es más fuerte en los cascos urbanos, donde la presencia de la Fuerza Pública y de las autoridades es mayor.

Sobre las conductas que resultan del incumplimiento del deber de garantía que tiene el Estado, en varias oportunidades la Oficina ha alertado a las autoridades acerca de la inminencia de operaciones paramilitares sin que se produzcan acciones tendientes a garantizar la vigilancia y la prevención de actos de agresión contra la población civil. Algo similar puede afirmarse acerca de la falta de diligencia en la persecución penal y en la aplicación de las sanciones requeridas ante las violaciones cometidas por los paramilitares. 

En congruencia con este cuadro que muestra la conjugación de diversos planos de la responsabilidad estatal, la Oficina del Alto Comisionado ha formulado reiteradamente la misma recomendación a las autoridades colombianas: llevar a cabo una política eficaz dirigida al desmantelamiento definitivo de los grupos paramilitares, mediante la captura, el juzgamiento y la sanción de quienes los inspiran, organizan, comandan, integran, apoyan y financian. También Naciones Unidas ha insistido en que se debe revocar toda legislación que establezca servicios privados de vigilancia y seguridad, con el fin de asegurar el debido control de la aplicación de la fuerza y el uso de las armas por parte del Estado. En el período que abarcan los seis informes no se ha determinado ningún avance significativo en esta materia y, por el contrario, se ha registrado un crecimiento acelerado y exponencial de los grupos paramilitares en grandes extensiones de la geografía nacional.

El esclarecimiento de este complejo panorama de complicidades estructurales, agregado al conocimiento cada vez más detallado de la alianza narco-paramilitar, ha llevado a los propios funcionarios del Estado a afirmar que las organizaciones paramilitares se han ido convirtiendo en un peligro para la legitimidad del poder estatal. A su turno, los mandos paramilitares son conscientes de las implicaciones que puede tener este nuevo contexto para su seguridad y para su juego de intereses. Su jefe, Carlos Castaño ha hecho constantes alusiones a la responsabilidad que tienen las elites del país en la historia de su organización y de los crímenes cometidos. Tanto en su primera aparición pública ante las cámaras de televisión, como en el libro Mi confesión y en diversas entrevistas, el jefe paramilitar ha lanzado una advertencia perentoria a sus socios: “Si comenzáramos a buscar responsables de la tragedia nacional, el Estado estaría en primer lugar (...) Culpas tenemos todos, incluso otros países tienen también responsabilidad en la situación en que estamos”.

B. Amnistías y beneficios jurídicos en el marco de los procesos de paz y desmovilización.

Definidas de este modo las estructuras paramilitares y la responsabilidad estatal frente a ellas, es pertinente ahora interrogar desde una perspectiva crítica la afirmación de que el Gobierno desarrolla actualmente una “negociación de paz” con ellas. Con el fin de examinar dicha aseveración es apropiado lanzar una mirada retrospectiva a las tentativas de paz más relevantes en nuestra historia contemporánea y, en especial, a los instrumentos legislativos y administrativos que han sido diseñados para efectos de amnistía e indulto en dichas coyunturas.

La característica primordial de una negociación política en medio de un conflicto armado es que en ella existen posiciones contradictorias, que provienen de intereses y convicciones claramente diferenciados, y que colocan frente a frente a quienes no han aceptado el régimen socio-político vigente –o han sido excluidos por la fuerza de éste- y a los representantes del poder estatal. Las negociaciones consisten en someter a un proceso de acuerdo y consenso las posturas enfrentadas hasta llegar a un acuerdo satisfactorio para las partes en conflicto.

Durante las diferentes etapas de la violencia en Colombia se han desplegado intentos por desmovilizar los grupos armados insurrectos contra el Estado, y en algunos casos, se han presentado negociaciones que han conducido a acuerdos de paz con algunas organizaciones armadas de oposición. En ocasiones, los acuerdos de paz han favorecido reformas significativas –como las introducidas por la Constitución Política de 1991-, pero su carácter predominante ha sido el de buscar salidas minimalistas a la crisis social y política del país.

Los acuerdos de paz han sido acompañados de medidas de amnistía e indulto, pero en contraposición a ello se han ejecutado actos de retaliación violenta contra los líderes de los grupos que se han acogido a los procesos de paz. En todos ellos, los principales líderes y voceros de los grupos rebeldes han sido asesinados, y se ha intentado exterminar los proyectos políticos concebidos como parte de su reincorporación a la vida civil.

Así, entre agosto y octubre de 1953 se produjo un armisticio que dio lugar a la desmovilización de cerca de 6.500 integrantes de las guerrillas liberales provenientes principalmente de los Llanos Orientales, lideradas por Guadalupe Salcedo. En aquella ocasión no se produjo la firma de un pacto, sino la adopción de un acuerdo de palabra entre las partes. Los guerrilleros entregaron sus armas a cambio de una “amnistía nacional” ofrecida por el general Gustavo Rojas Pinilla y un exiguo préstamo de la Caja Agraria para reincorporarse a la vida civil. A pesar de la amnistía, muchos líderes del movimiento insurgente desmovilizado fueron asesinados, entre ellos el propio Guadalupe Salcedo.

El pacto bipartidista que creó el Frente Nacional (Declaración de Benidorm suscrita el 24 de julio de 1956, y Declaración de Sitges del 20 julio de 1957, suscritos por Alberto Lleras Camargo –en nombre del Partido Liberal- y Laureano Gómez –en nombre del Partido Conservador) tuvo el carácter de un acuerdo de alternancia partidista en las instituciones estatales, pero además se presentó a la opinión pública como un pacto de rechazo a la violencia política y de voluntad “para obtener la paz en Colombia”. Algunos quieren ver en el Frente Nacional un “intento victorioso de civilización política”, dado que dio lugar a modificaciones como las contenidas en la reforma constitucional que fue aprobada por el plebiscito del 1 de diciembre de 1957, previsto por la Declaración de Sitges. Dicha reforma permitió reconstruir determinadas instituciones representativas, crear otras y proclamar la igualdad de derechos civiles para las mujeres. Sin embargo, al marginar de los acuerdos y del procedimiento de reforma constitucional a las disidencias políticas, y al revitalizar y legitimar las redes clientelistas, el Frente Nacional se convirtió en un modelo de coerción y exclusión política que abrió las compuertas a una ola de violencia que hasta hoy padece el país. En este nuevo marco institucional, entre noviembre de 1958 y marzo de 1960 fue adoptado un conjunto de medidas con el fin de “facilitar la solución a la lucha armada” mediante la suspensión de las acciones penales contra delitos cometidos desde fecha indeterminada hasta el 15 de octubre de 1958 en el territorio de departamentos bajo estado de sitio.

Años más tarde, el Acto Legislativo número 1 de 1968 reglamentó el ordinal 4° del artículo 119 de la Constitución de 1886 en lo concerniente a las condiciones y restricciones del otorgamiento de indultos y otros beneficios jurídicos a las personas responsables de delitos políticos.

El 19 de noviembre de 1982, el recién posesionado presidente Belisario Betancur sancionó la Ley 35 “Por la cual se decreta una amnistía y se dictan normas tendientes al restablecimiento y preservación de la paz”. En diez artículos, el texto contemplaba la concesión de amnistía general a los autores, cómplices o encubridores de hechos constitutivos de delitos políticos cometidos antes de su vigencia. Durante ese mismo gobierno, el 28 de marzo de 1984 fue firmado el Acuerdo de la Uribe entre la Comisión de Paz y el estado mayor de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), en el que se estipuló un cese al fuego bilateral y se creó una comisión de verificación del mismo. El documento explicitaba el compromiso del Gobierno para promover reformas políticas, sociales y económicas, así como la condena de las FARC al secuestro y al terrorismo, y su voluntad para contribuir a ponerle fin a su práctica. El Acuerdo de la Uribe consagró además, que pasado un año de la tregua, se deberían generar condiciones propicias para que el grupo guerrillero pudiera “organizarse política, económica y socialmente”. Este punto particular del acuerdo dio lugar al surgimiento del movimiento político legal Unión Patriótica (UP), un año después de la firma de los acuerdos. Fracasado el proceso de paz de la Uribe, comenzó el exterminio contra este nuevo movimiento; exterminio que continúa hasta nuestros días.

También fracasaron en ese mismo período presidencial los acuerdos de tregua y diálogo nacional suscritos en Corinto, El Hobo y Medellín el 23 y 24 de agosto de 1984 entre el Gobierno y el comando nacional del Movimiento 19 de Abril (M-19), la dirección del Ejército Popular de Liberación (EPL) y un sector de la Autodefensa Obrera (ADO). El punto central de dichos acuerdos era la realización de un gran diálogo nacional “como vía para construir la democracia, ejerciéndola”. En junio de 1985, el Gobierno expidió una ley de indulto con base en la facultad que le confería el artículo 119 de la Constitución vigente en ese entonces, y que benefició a los integrantes del M-19 condenados en las cárceles del país. La ley concedía indulto a quienes habían sido condenados por “rebelión, sedición y asonada” y delitos conexos, con excepción del secuestro, la extorsión o “el homicidio fuera de combate”. Durante el proceso de organización y funcionamiento de las mesas preparatorias al diálogo nacional, comandantes de los movimientos guerrilleros (entre ellos el vocero y negociador del EPL, Oscar William Calvo) cayeron asesinados. La respuesta del M-19 fue el asalto del Palacio de Justicia, el 6 de noviembre de 1985, que terminó en un baño de sangre al ser retomado por las fuerzas militares.

Entre 1990 y 1991 diversos procesos de negociación condujeron a los pactos de paz con cuatro grupos de guerrilla: el M-19, el EPL, el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y el Movimiento Armado “Quintín Lame” (MAQL). Dichos pactos contribuyeron a fortalecer la iniciativa de convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente, que en 1991 redactó y adoptó la nueva Constitución Política del país. Como se sabe, la Carta de 1991 creó nuevas instancias de participación local y de protección de los derechos fundamentales. Así mismo representó un avance en cuanto a la adopción de valores democráticos y pluralistas. El dinamismo que este movimiento de renovación constitucional generó en sus primeros años ha venido siendo obstaculizado por intentos de contrarreforma y de eliminación de los mecanismos establecidos.

Los pactos de paz de 1990 y 1991 tuvieron como marco jurídico la Ley 77 de 1989 y el decreto 213 que establecieron las condiciones para el indulto y la cesación de procesos de los integrantes de los grupos guerrilleros, y al mismo tiempo, consignaron dos restricciones esenciales para el otorgamiento de dichos beneficios: que existiera conexidad con el delito de rebelión y, además, que se excluyera de las medidas de gracia a quienes hubiesen cometido delitos atroces, como los homicidios fuera de combate o el terrorismo, así ellos tuviesen intencionalidad política. La firma de los pactos de paz y la adopción de las medidas de indulto no impidieron, sin embargo, que varios líderes del M-19 –entre ellos su dirigente máximo, Carlos Pizarro- fueran asesinados por grupos paramilitares o por agentes estatales.

En fin, el 9 de abril de 1994, el gobierno del presidente César Gaviria y la dirección de la Corriente de Renovación Socialista (CRS) firmaron el Acuerdo Político para la Convivencia Ciudadana. En este mismo período se desmovilizaron también tres agrupaciones de milicias populares de Medellín y el frente “Francisco Garnica” del EPL. Fruto de tal acuerdo de paz fue la creación de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (decreto 1533 de 1994), que sirvió de escenario para la elaboración de políticas y propuestas en materia de libertades públicas, y que contribuyó igualmente a estimular el debate en torno al respeto de las normas del derecho internacional humanitario. Para este proceso también fueron expedidos beneficios jurídicos a través de las leyes 40 y 104 de 1993. En este caso se subrayó una de las condiciones de exclusión legal para el indulto, pues los instrumentos legislativos en cuestión estipularon que en ningún caso se beneficiarían de amnistía o indulto “los autores o coparticipes del delito de secuestro”; hecho que ratifica la tendencia progresiva a hacer más restrictivos los beneficios generales. En esta ocasión también varios voceros y líderes de la CRS fueron asesinados en el transcurso del proceso de negociación y de desmovilización de su organización armada.

Como puede observarse, los indultos y demás beneficios jurídicos que han sido concedidos a los grupos armados de oposición se han fundamentado en la figura del delito político, que era reconocida ya desde el siglo XIX, primero como parte del derecho consuetudinario y luego como norma del derecho positivo. Bajo esta definición son cobijados los actos punibles que entrañan un ataque o levantamiento armado contra la organización política del Estado (rebelión, sedición, asonada) y aquellos otros que les son conexos. La rebelión se tipifica como intentar derrocar al gobierno, mientras la sedición como impedir, con las armas, que el Estado funcione libremente. En los delitos políticos incurren quienes se oponen al ordenamiento institucional vigente por medio de un alzamiento en armas para combatirlo. El reconocimiento de los rebeldes implica que el Estado puede entablar con ellos negociaciones y pactar medidas que conduzcan a poner punto final al conflicto armado. Sin embargo, a lo largo de la historia contemporánea en los procesos de paz se han venido introduciendo, de manera creciente, restricciones a las amnistías generales, que aluden a la situación de quienes han cometido actos atroces, homicidios contra personas fuera de combate, etc. Esta tendencia corresponde a la adopción también progresiva de los estándares internacionales en materia del derecho internacional de los derechos humanos y del derecho humanitario.

De otra parte, ¿qué tratamiento se ha dado al fenómeno de las cuadrillas o bandas paramilitares, y a la responsabilidad de los agentes estatales con el fin de otorgarles beneficios jurídicos?

En el caso de las medidas que fueron adoptadas en la década de los años cincuenta, los crímenes indultados fueron tipificados como aquellos perpetrados en la “defensa de las autoridades”, y como “extralimitaciones en la defensa del Gobierno”. Los indultos fueron concedidos a “los particulares, los funcionarios o empleados públicos, los militares y los grupos organizados y comandados bajo la dependencia de jefes” . En el ya mencionado decreto 1823 del 13 de junio de 1954 se señala que la amnistía incluye a los particulares “que se extralimitaron en el apoyo o adhesión al Estado”, esto es, las bandas paramilitares. La medida también incluyó beneficios jurídicos para los militares y el reconocimiento de sus grados cuando habían sido privados de ellos. A través de esas disposiciones se frustró la posibilidad de esclarecer y sancionar el conjunto de crímenes masivos y los desplazamientos de la población llevados a cabo desde 1946, y las atrocidades cometidas por las fuerzas armadas y las bandas paramilitares durante el exterminio del movimiento gaitanista –incluyendo los acontecimientos del 9 de abril de 1948.

Hacia comienzos de los noventa, durante el gobierno del presidente César Gaviria, se anunciaron igualmente “desmovilizaciones de autodefensas” en Puerto Boyacá, en Córdoba y Urabá. En un acuerdo del 1 de marzo de 1992, como parte de las negociaciones con el EPL, el jefe paramilitar Fidel Castaño ofreció entregar algunas de sus armas cuando desapareciera la organización guerrillera. La organización de derechos humanos Human Rights Watch ha recordado que : “A través de la Fundación por la Paz de Córdoba (FUNPAZCOR), administrada por la familia Castaño, los hermanos suministraron al Gobierno tierras y compensaciones económicas por valor de millones de dólares que fueran utilizadas para establecer pequeños negocios, fincas, redes comerciales, escuelas y programas de formación para los ex guerrilleros. FUNPAZCOR es un modelo de programa de ‘reinserción social’ que se asemeja considerablemente al sistema contemplado en el proyecto de ley respaldado por el gobierno de Uribe. Sin embargo, FUNPAZCOR también ha sido objeto de investigaciones del Gobierno por ser un mecanismo utilizado por las fuerzas paramilitares ilegales para recaudar dinero y sufragar sus actividades, salarios, suministros y armas. En 2001, un miembro de la junta directiva y empleado de FUNPAZCOR fue acusado por la Fiscalía General de financiar a grupos paramilitares que cometían violaciones de los derechos humanos (...) Este programa no sólo no llevó ante la justicia a los responsables de crímenes contra la humanidad, sino que fracasó totalmente en su objetivo de garantizar la paz y desmovilizar a los paramilitares. Carlos Castaño reorganizó a los Tangüeros en 1993, esta vez bajo el nombre de las Autodefensa Unidas de Córdoba y Urabá (ACCU). Muchos de sus combatientes eran ex guerrilleros del EPL”.

Tanto en el caso de la impunidad de los años cincuenta, como en el de las desmovilizaciones anunciadas en los noventa, la constante ha sido la readaptación ampliada del fenómeno paramilitar. Nótese que la expedición de las medidas generales de amnistía, a las que se ha hecho referencia previa (1954, 1958, 1960), fueron seguidas por la expedición en 1965 del decreto 3398 que facultó al Ministerio de Defensa para armar civiles en tiempos de paz y de guerra. En 1968, la ley 48 convirtió ese decreto en legislación permanente, autorizando al Ejecutivo a crear patrullas civiles por decreto y al Ministerio de Defensa a suministrarles armas de uso privativo de las Fuerzas Armadas. Nótese igualmente que la anunciada desmovilización de comienzos de los años noventa es la antesala del proyecto de creación y puesta en funcionamiento de las llamadas cooperativas de seguridad “Convivir” (1994).

En síntesis: los procesos de impunidad o de anunciada desmovilización de los grupos paramilitares han sido, en realidad, cambios de modalidad de organización en los cuales se ha pasado de las bandas o escuadrones a la creación de milicias o patrullas (bajo la forma de cuerpos civiles armados) hasta llegar a la constitución de un ejército de paramilitares.

C. El proceso actual de impunidad de los crímenes cometidos por los grupos paramilitares en Colombia.

La readaptación del fenómeno paramilitar a través de amnistías generales o de supuestas desmovilizaciones es, en consecuencia, una vieja estrategia. Ella obedece a las exigencias progresivas que va creando la extensión e intensificación del conflicto social, tratado exclusivamente por vías coercitivas, pero además a la dinámica de descomposición inexorable de las organizaciones criminales paralegales. Lo nuevo es que en esta oportunidad se le quiere dar a esta readaptación el carácter de un proceso de negociación política tendiente a la obtención de la paz. Sin embargo, las críticas hechas a esta caracterización han mostrado que difícilmente éste podría ser acreditado como un proceso de búsqueda de un acuerdo político entre partes enfrentadas en un conflicto armado. Ante estas críticas, el Gobierno ha tenido que asumir posiciones incongruentes y en extremo contradictorias: por una parte reconocer que las AUC no tienen el carácter de un grupo armado con estatus político, por otra insistir en tratar sus delitos y exigencias dándoles esa categoría. De esta forma, a pesar de su esfuerzo por presentar este proceso como una negociación de paz, el propio Poder Ejecutivo tuvo que hacer un reconocimiento de la ausencia de carácter político del proceso, cuando sometió a reforma el cuadro legislativo de los diálogos.

Presentar la remodelación de alianzas con los grupos paramilitares como otro más de los procesos de negociación del conflicto armado trae consecuencias que deben ser bien sopesadas. En una negociación, en la que se plantea si los paramilitares han de beneficiarse de medidas de perdón, la responsabilidad estatal queda eludida de facto, pues el Estado y sus agentes no son interpelados por crímenes que habría cometido autónomamente la “contraparte de la negociación”. Igual cosa ocurre con la responsabilidad de quienes han gestado y planificado el proyecto paramilitar, que también desaparece de la escena al concentrar el debate acerca de los beneficios jurídicos para los paramilitares. Así mismo, al presentarse públicamente como un sujeto de negociación, los grupos paramilitares obtienen la posibilidad de hacer exigencias de todo orden: entrar a participar abiertamente en el sistema del clientelismo utilizando su poder coercitivo y económico; legalizar sus activos fraudulentamente adquiridos y, en especial, las tierras y territorios “conquistados”; legitimar socialmente su fuerte componente narcotraficante; mantener y ampliar el control territorial con la cobertura que les brinda su nueva condición legal, etc.

Desde este marco de legitimación el Gobierno ha probado varios caminos para ganar un consenso nacional e internacional en torno a mecanismos y disposiciones de impunidad normativa o fáctica. El objetivo esencial es que en este caso se presente una denegación de justicia que en sí misma sea disimulada, o cuyos efectos puedan ser mostrados como “tolerables” a los ojos de la opinión pública a cambio del beneficio mayor de la paz con una parte de los grupos violentos.

El Gobierno planteó el tema de la amnistía general de los paramilitares argumentando que esos delitos eran de carácter político, y concretamente, el delito de sedición, pues con su accionar estos grupos estarían “impidiendo el normal funcionamiento” del Estado. Calificando de sediciosos a los paramilitares, el Gobierno busca otorgar amnistías generalizadas e incondicionales a todo aquel que demuestre su condición de miembro de las AUC o de las otras organizaciones paramilitares incorporadas al proceso. De hecho lo ha venido haciendo de manera cada vez más acelerada y masiva empleando para ello las disposiciones contempladas en el decreto 128 de 2003, que facultan al Comité de Dejación de las Armas (CODA) para otorgar perdón por “delitos políticos y conexos”, con total discrecionalidad y sin ninguna clase de control judicial. La creación de un procedimiento, que de hecho funciona secretamente, garantizará que la mayoría de los miembros de los grupos paramilitares, que debido a las limitaciones del sistema judicial no han sido investigados penalmente, o cuyos delitos puedan ser homologados a “actos de sedición”, dispondrán de un camino expeditivo para obtener la amnistía o el indulto sin que los órganos de investigación o de justicia ni las víctimas y sus representantes legales estén en la posibilidad de intervenir.

Como se demostró en la sección anterior, a pesar de que la perpetración de crímenes en alianza o en nombre del Estado ha intentado en el pasado ser homologada a los delitos políticos, la adopción de los tratados internacionales de derechos humanos y de derecho humanitario ha delimitado claramente el campo de interpretación de estos actos y conductas en tanto que aspectos del uso arbitrario de la fuerza por parte del propio poder estatal, o en tanto que crímenes de guerra y de lesa humanidad. Homologar los delitos políticos a actos arbitrarios que ha cometido el poder estatal, en este caso utilizando estructuras paralegales, plantearía una involución con respecto al derecho internacional y a la normatividad contenida en el Código Penal colombiano. Esa homologación crearía por añadidura la posibilidad de que el Estado otorgue amnistías y perdones en casos en los que se encuentra seriamente comprometida su propia responsabilidad, y permitiría que la tipificación de los delitos políticos quede totalmente desvirtuada al ser identificados éstos incluso con delitos comunes, tales como los relacionados con el narcotráfico.

El problema mayor, no obstante, lo ha encontrado el Gobierno para establecer las modalidades de impunidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos por los paramilitares, que como se sabe en la última década han sido identificados como los presuntos autores de la mayoría de masacres, “desapariciones” forzadas, desplazamientos y actos de tortura contra civiles. Para justificar la cesación de los procesos judiciales y las excarcelaciones –en los pocos casos en que ello se ha logrado-, el Gobierno ha apelado a un peculiar concepto de justicia, el termino demagógico de “alternatividad penal”, que ha plasmado en un proyecto de ley, presentado en agosto de 2003 al Congreso de la República.

En el plano internacional, el planteamiento del problema de la denegación de procedimientos de justicia y esclarecimiento público para sancionar debidamente las responsabilidades de los crímenes atroces ha evolucionado considerablemente en las últimas décadas. En América Latina durante los años ochenta y el comienzo de los noventa, es decir, cuando se comenzó a debatir la cuestión de la justicia o el perdón para los crímenes cometidos bajo las dictaduras militares, o en el contexto de las guerras centroamericanas, primaron las leyes y acuerdos de “punto final”. Las amnistías incondicionales permitieron que los autores de graves violaciones gozarán de libertad y que pudieran seguir ejerciendo funciones en el poder público. Esa situación tiende paulatinamente a hacerse problemática con el fortalecimiento del sistema regional de protección de derechos humanos, el desarrollo del principio de competencia universal de la justicia de los crímenes contra la humanidad, la ampliación de competencias de las comisiones extrajudiciales de esclarecimiento, y la configuración de instancias de justicia penal internacional a través de tribunales ad hoc y de la Corte Penal Internacional. Además, la opinión pública ha sido sensibilizada por la labor de las organizaciones de las víctimas, del movimiento internacional de derechos humanos y de sectores de la Iglesia comprometidos con la búsqueda de justicia y la superación de la violencia.

En síntesis: si en un pasado reciente fue posible que las estrategias de impunidad se abrieran paso con la fórmula escueta de perdón y olvido, tales salidas se han ido haciendo menos funcionales en un contexto internacional que brinda múltiples mecanismos de acceso a la justicia, la reparación y el esclarecimiento público. De ahí que las nuevas estrategias de impunidad apelen a la defensa de medidas minimalistas de verdad, justicia y reparación en aras a la reconciliación. La descontextualización de procesos de solución de conflictos armados específicos o de salida de conflictos sociales marcados por situaciones de discriminación racial –como el apartheid- ha permitido que una interpretación particular de la “justicia transicional” sirva para respaldar iniciativas en las que la impunidad se encubre con simulacros de justicia y reparación.

Los procedimientos transicionales, aplicados en países como Sudáfrica, han sido formas de reconocimiento y sanción social que han involucrado activamente a toda la sociedad, y no actos colectivos de negación del pasado. En ellos los victimarios han comparecido ante instancias oficiales y han tenido que rendir cuentas sobre sus actuaciones. En determinados casos, como el de Ruanda, han funcionado paralelamente diversos niveles y procedimientos de justicia y esclarecimiento: al lado de una comisión de verdad y de los tribunales de justicia popular (gacaca), la justicia institucional ha reconocido y sancionado los crímenes por medio de un tribunal internacional ad hoc.

A pesar de las limitaciones de la justicia transicional, no es cierta la interpretación que la muestra como una especie de impunidad disimulada y como un acto de perdón incondicional de las formas extremas de violencia.

El discurso oficial en Colombia ha recurrido precisamente a una interpretación de esta clase para defender sus medidas de “justicia alternativa”. En aras a disminuir supuestamente la violencia del conflicto armado, las víctimas y la sociedad tendrían que aceptar actos meramente formales de sanción, e incluso contribuir a costear una especie de “reparación integral” de los autores de los crímenes brutales. Para ello el Gobierno ha procurado sustentar su proyecto de ley, invocando una analogía reductiva y descontextualizada del Acuerdo del Viernes Santo, suscrito en 1998 entre los gobiernos del Reino Unido y de Irlanda del Norte. Pero si bien intenta sustentarse en una tradición internacional, lo cierto es que la posición del Gobierno desconoce los fundamentos de los derechos de verdad, justicia y reparación consagrados precisamente por el propio derecho internacional. Como lo señaló en su intervención ante el Senado República el director de la Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michael Frühling, el proyecto de ley “no pone de manifiesto las obligaciones del Estado en materia de derechos humanos, a las cuales no hace referencia alguna ni en su articulado ni en su exposición de motivos”.

El proyecto de ley, severamente criticado por todas las grandes instancias nacionales e internacionales de protección de derechos humanos, permite además que los autores de crímenes masivos y sistemáticos se libren de la justicia con irrisorias “penas alternativas” que no responden al principio de justa retribución y proporcionalidad de las sanciones. Adicionalmente, las confesiones que de “buena voluntad” (es decir, sin que medie acción alguna de control ni investigación adicional a los procesos ya existentes en el endeble sistema judicial colombiano) hagan los paramilitares serían considerados como criterio para otorgar beneficios jurídicos, y condición suficiente para satisfacer las exigencias planteadas por el derecho a saber que tienen las víctimas a la luz de los instrumentos internacionales.

No obstante, según el Gobierno el punto fuerte del proyecto de ley son las acciones de “justicia retributiva”, pues en este aspecto la propuesta legislativa “va más lejos que la legislación actual en lo que tiene que ver con la reparación de las víctimas”. Desde el punto de vista de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas, por el contrario, el proyecto de ley: “Establece como mecanismos de reparación acciones que no retribuyen o indemnizan adecuadamente a las víctimas; no adopta medidas para impedir que los victimarios se beneficien con la suspensión de la pena sin que las víctimas hayan recibido efectiva reparación; no reconoce claramente la obligación del Estado en materia de reparación cuando ésta no es satisfecha por el responsable directo de los crímenes”.

La impunidad normativa se complementa con todo un cronograma de acciones que terminarían por crear un estado de impunidad de hecho. La estrategia de la “desmovilización”, a la vez parcial y ficticia, de los frentes y bloques paramilitares, que ha comenzado oficialmente el 25 de noviembre de 2003, persigue, entre otros objetivos, ir constituyendo una situación de legalización irreversible en la que los expedientes de los desmovilizados quedarían libres de todo seguimiento judicial. Ante la oposición generada por las disposiciones del Gobierno, se ha optado por abrirle el paso a un aplazamiento indefinido de la discusión sobre los temas de verdad, justicia y reparación, que serían tratados solo en el “posconflicto”. El carácter secreto y discrecional de todos estos procedimientos garantizaría que la legalización y amnistía de los paramilitares se vaya imponiendo como un hecho consumado y como parte de los pasos necesarios dentro de la “negociación”. Esta legalización servirá para ir consolidando el control territorial y para reclamar un reforzamiento de la presencia de la Fuerza Pública para proteger a los paramilitares. Incluso ha sido utilizada como excusa para pedir que se implique a la población en las labores de protección de los “desmovilizados” o para que se refuercen las redes ciudadanas de seguridad, que no es nada diferente que las “cooperativas de seguridad ciudadana”, o en otras palabras, nuevas formas de reeditar las estructuras paramilitares. De esta forma, se cierra de nuevo el círculo vicioso de la ilegalidad paraestatal . El anunciado proceso de “negociación” y “desmovilización” de los paramilitares no es entonces un paso adelante para salir de la violencia. Su naturaleza es más bien la de una transacción para renovar un pacto de lealtades recíprocas entre los grupos paramilitares y los sectores que los han sostenido tradicionalmente, y que hoy tienen una posición hegemónica en el sistema político. Esa transacción busca perpetuar en el tiempo la alianza del poder estatal con el paramilitarismo corporativo por medio de una remodelación que permita a los estamentos comprometidos con él, contar con un dispositivo, a la vez legal e ilegal, para ejercer el control social. Sus auténticos móviles no son la paz ni la disminución de la violencia, sino factores de conveniencia y a la vez de beneficio recíproco.

Las medidas de indulto y amnistía son en efecto necesarias en el momento en el que se negocia un acuerdo político de paz. Esa posibilidad está contenida en algunos de los instrumentos internacionales del derecho humanitario. Pero el límite de tales medidas especiales está también claramente consignado en la tradición del derecho internacional: que se trate de un auténtico proceso de paz, que los autores de crímenes atroces y de violaciones graves sean excluidos de esos beneficios, que se respete el derecho fundamental de las víctimas y la sociedad a obtener verdad, justicia y reparación.

Los procesos de esclarecimiento público y de justicia con relación a las atrocidades cometidas en situaciones de violencia extrema son en efecto procesos catárticos y de reconciliación colectiva. Pero ante todo, ellos encarnan procedimientos y actos en los que la sociedad se democratiza a través del debate público, del funcionamiento eficiente de la justicia y de la creación de instancias de participación para el espectro de comunidades y estamentos sociales que ha sido marginado y agredido. En Colombia es imperativo un gran debate nacional que permita que las víctimas, las comunidades, los sectores agredidos, las organizaciones diezmadas participen ampliamente en la elaboración de las propuestas conducentes a la superación de la violencia. Así mismo, se requiere impulsar medidas que prevean los recursos necesarios para garantizar el fortalecimiento, el correcto funcionamiento y la imparcialidad de los operadores de justicia; así como una incorporación activa a los mecanismos del derecho penal internacional. Finalmente, se hace necesario inscribir el trabajo de reparación de las víctimas en las dinámicas de las transformaciones que precisa la sociedad colombiana en el proceso de su democratización política, económica y social.

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