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29sep03


Los paramilitares: dispositivo del modelo "democrático" de control social.

Por Iván Cepeda-Castro


Como en otros países latinoamericanos que han padecido conflictos armados, en Colombia han surgido, con el apoyo de estamentos de las fuerzas militares y del Estado, estructuras irregulares que se conocen con la designación genérica de "paramilitares". En las últimas dos décadas, estas organizaciones han jugado un papel preponderante en el escalonamiento de la guerra dados su crecimiento y expansión territorial. El carácter altamente destructivo y la crueldad de sus actos para exterminar a quienes designan arbitrariamente como "civiles incómodos" o colaboradores de la guerrilla, han producido el desplazamiento de grandes núcleos de población en regiones estratégicas del país.

En diciembre de 2002, el gobierno del presidente Álvaro Uribe Vélez anunció el comienzo de un "proceso de paz" con los grupos paramilitares consistente en la desmovilización y reincorporación a la sociedad de sus miembros a través de diversos procedimientos e instancias legales. Al ser elegido, Uribe Vélez desarrolló, como una de sus primeras medidas, las facultades que le concedía la ley 782 de 2002 que anula la condición de estatus político para los grupos armados que deseen entablar negociaciones con el Estado, y allanó así el camino para otorgarles beneficios jurídicos y económicos a los paramilitares. La firma de un acuerdo por parte de los representantes del gobierno y los líderes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el 15 de julio de 2003, inauguró la fase de negociación propiamente dicha y abrió la etapa para buscar su "desmovilización definitiva".

De acuerdo a las medidas propuestas o adoptadas por el gobierno, los desmovilizados tienen derecho a indulto (decreto 128) o libertad condicional, serán incorporados a los programas de "seguridad democrática" que adelanta el Estado (particularmente al de soldados campesinos y a las redes de informantes civiles al servicio de las fuerzas militares) y tendrán participación en las corporaciones públicas por medio de leyes o disposiciones de favorabilidad política. A estos beneficios preliminares se sumarán los resultados de los acuerdos de la negociación que contribuirán a consolidar su control territorial, y que legalizarán su poder económico.

En la consideración de las alternativas para salir de la violencia en Colombia, cabe cuestionarse si avalar legalmente esta incorporación del fenómeno paramilitar a la vida civil -sin verdaderos procesos de justicia- es una contribución real a la solución pacífica del conflicto armado o si, por el contrario, es un elemento primordial de un nuevo concepto de régimen autoritario.

Para meditar la cuestión contextualmente cabría advertir que la legitimación social del fenómeno paramilitar en Colombia no está desligada del surgimiento de un modelo de seguridad cada vez más extendido en la escena mundial. La vieja doctrina de la seguridad nacional está siendo adaptada a formas "democráticas" de control social en las que la función de vigilancia y represión, propias del aparato estatal, se concede a grupos privados, o se descarga en círculos cada vez más amplios de la población. El desconocimiento progresivo de los derechos humanos, practicado en otros tiempos a través de la legalidad y las facultades de excepción, va dando lugar, en muchas partes del planeta, a prácticas propias de un estado de control social permanente. De igual forma, el derecho humanitario viene siendo reemplazado por un concepto de derecho a la guerra preventiva que se difunde sin límites territoriales. De estos fenómenos hacen parte las legislaciones antiterroristas, la suspensión indefinida de las libertades fundamentales o la integración de la "cooperación ciudadana y privada" en las tareas de seguridad propias de los órganos estatales.

En Colombia este retroceso general ha comenzado, entre otros elementos, con el proyecto de desmantelar los mecanismos que la Constitución de 1991 prevé en materia de protección de los derechos fundamentales, y de reemplazarlos con reformas estatutarias que instituyan dispositivos permanentes de coerción y vigilancia. Los presupuestos de la nueva doctrina de seguridad se basan en la readaptación de algunos ejes temáticos esenciales de la seguridad nacional, y en el surgimiento de una ideología que mimetiza sus pretensiones totalitarias en alusiones vehementes a la democracia, los derechos ciudadanos o el respeto al pluralismo.

En el presente texto se hará referencia a los aspectos que conciernen a la legitimación del concepto de control social en el programa de gobierno de Uribe Vélez y en los discursos que pretenden dar sustento ideológico al fenómeno paramilitar. Dicha reflexión busca dilucidar las implicaciones que tiene este modelo, y en particular, uno de sus aspectos: la "integración" de los paramilitares en el marco de la implementación del esquema de la llamada "seguridad democrática".

La sustentación ideológica del fenómeno paramilitar en el modelo de seguridad nacional.

Desde sus orígenes contemporáneos, en el comienzo de la década de los años ochenta, el fenómeno paramilitar en Colombia es objeto de variadas interpretaciones. En el campo de las ciencias sociales se ha pasado de aproximaciones generales al análisis de contextos locales y a su estudio comparativo. La historia y la sociología regionales han permitido vislumbrar el complejo nudo de relaciones en el que se han gestado las estructuras paraestatales en Colombia: nexos orgánicos con sectores del Estado, del ejército y de la policía; apoyo para su conformación y funcionamiento de círculos sobresalientes de empresarios, terratenientes y elites políticas locales; alianza con las grandes organizaciones de narcotraficantes, e incluso asesoría internacional para su creación y entrenamiento.

Igualmente, diversos trabajos de investigación definen cuáles fueron los períodos de crecimiento y articulación nacional de estos grupos. Algunos estudios revelan que este auge se produjo cuando se pusieron en marcha dinámicas de transformación política en el país que afectaron las hegemonías tradicionales, trátese de procesos de paz, de descentralización o de apertura política. Así ocurrió, por ejemplo, con las modificaciones que introdujo a nivel local la elección popular de alcaldes y gobernadores, o con las reformas políticas de la Constitución de 1991, que ampliaron la participación social. Otros estudios señalan que en varias regiones del país los empresarios y terratenientes procedieron, con la ayuda de las fuerzas militares, a la conformación de "grupos privados de seguridad" bien fuera para protegerse de la acción extorsiva de la guerrilla o para defender sus propiedades de los reclamos de campesinos desplazados, y para resolver por las vías de hecho los conflictos con organizaciones sindicales. Existen también investigaciones que muestran que, en sus componentes esenciales, el fenómeno paramilitar corresponde a una estrategia de seguridad nacional del Estado. Así mismo, estudios económicos regionales examinan casos en que la presencia paramilitar en determinadas zonas del país ha correspondido a la realización de megaproyectos y a la explotación de recursos naturales. Por último, si bien es un aspecto menos documentado, algunas investigaciones dan cuenta del papel central que los paramilitares han jugado en el florecimiento de los carteles y la industria de las drogas ilícitas. Narcotraficantes y paramilitares se mezclan e identifican al estudiar la historia de los carteles de Cali y del Norte del Valle, al reconstruir el recorrido del cartel de Medellín y sus bandas de sicarios, al observar los cambios engendrados en la configuración de la propiedad de la tierra por los capitales del narcotráfico, o al desentrañar ciertos episodios de la guerra entre esos carteles en los que paramilitares y agentes del Estado aparecen aliados con uno u otro grupo de mafiosos.

En estos estudios aparecen combinados a menudo algunos de los factores enunciados, cuando no la totalidad de ellos. Todos coinciden en que la creación de estructuras irregulares de carácter militar ha sido utilizada para cumplir objetivos de la función coercitiva del Estado, o para que núcleos regionales de poder económico o político asuman tales objetivos solicitando el apoyo encubierto de la fuerza pública. Visto así, el recurso a estructuras ilegales corresponde a la preocupación por la conservación de la legitimidad en las condiciones del empleo arbitrario de la fuerza propio de cierta concepción militar de un conflicto irregular. La delegación de la responsabilidad por las "acciones irregulares" (por fuera del marco del derecho) se realiza por medio del desdoblamiento de la potestad del uso de la fuerza en una estructura dual, uno de cuyos niveles se dedica a ejecutar las acciones "sucias" del complejo contrainsurgente, mientras la otra conserva la apariencia de legalidad.

A grandes rasgos el período de gestación y estabilización del fenómeno paramilitar en la historia más reciente de Colombia se sitúa entre 1982 y 1994; etapa que abarca desde la implantación del proyecto paramilitar en el municipio de Puerto Boyacá hasta la primera cumbre de las autodefensas, realizada en diciembre de 1994. Este período se caracteriza por el paso de la creación de escuadrones de la muerte a la imposición de un modelo coercitivo que presiona un "cambio de adhesiones" en la población.

Los argumentos que sustentaron la adopción de estas modalidades de seguridad se explicitaron cuando sus gestores principales (militares de alto rango, reconocidos empresarios que ocuparon cargos públicos, ganaderos, etc.) tuvieron que responder a las críticas provenientes de diversos sectores de opinión o directamente a procesos disciplinarios y penales. En ese período, las motivaciones esgrimidas se hacían en el lenguaje sin matices propio de las ideologías de la Guerra Fría.

La opción por la seguridad privada se afirmaba como el recurso al derecho a la legítima defensa ante los secuestros practicados por los grupos de guerrilla. De esta forma, se recurría a la figura del derecho penal que alude al uso legítimo de la fuerza ante una agresión que amenaza la seguridad de las personas o de los bienes. No obstante, la invocación de este principio intentaba excusar acciones que perseguían claramente fines diferentes. Los alcances del acto justificado de defender la seguridad personal y la propiedad, se extendían a aquellas acciones que perseguían "resolver" los conflictos laborales, aniquilar organizaciones sindicales, legalizar violentamente la expropiación de la tierra, desalojar las comunidades de los sitios destinados a la explotación de riquezas naturales o eliminar la competencia en los procesos electorales.

De ahí que sea frecuente la amalgama entre la interpretación del principio del derecho penal alusivo a la seguridad personal y elementos de la doctrina del "enemigo interno", esto es, de la concepción que pregona la idea de que la subversión armada se camufla e infiltra en la sociedad al punto que "amigos" y "enemigos" no se diferencien claramente, y que por lo tanto se haga preciso atacar resueltamente a todo aquel que resulte sospechoso, incluso a costa de incurrir en algunos "errores" .

Esta aparente confusión de lenguaje y de argumentos entre la autoprotección y el ataque indiscriminado a los civiles iría mostrando el verdadero perfil del proyecto paramilitar. De un planteamiento de autodefensa y seguridad de la propiedad de la tierra, a final de los años ochenta se pasó a la lucha por el control territorial. El control territorial significa el dominio total de una región, municipio, ciudad o zona de la ciudad, e implica el manejo de su economía, el copamiento del aparato estatal, la intervención en el funcionamiento de las instituciones sociales y la supervisión de los habitantes de la región. Hasta las normas de la vida cotidiana, los programas educativos y la vida familiar entran en la esfera del control social. La experiencia pionera de Puerto Boyacá, proceso sangriento pero "exitoso", daría la pauta para exportar aceleradamente ese modelo de imposición de nuevas adhesiones a muchos otros lugares del país.

No obstante, en este punto se había comprendido ya que el discurso de la seguridad nacional era vulnerable a las críticas de las asociaciones de derechos humanos o de los órganos de control del Estado. El llamado "síndrome de la procuraduría" provocó que los asesores de las fuerzas militares y de los líderes paramilitares comenzarán a pensar en "modernizar" la imagen institucional ante la inconveniencia de sostener abiertamente la animadversión hacia el respeto de las libertades fundamentales. Paralelamente a la doctrina del "enemigo interno" -que sigue utilizándose - se comenzó a adoptar entonces un lenguaje mimético exterior que permitiera una apropiación formal y "políticamente correcta" de los contenidos y la terminología de los instrumentos del derecho internacional de los derechos humanos. Esa modificación del lenguaje y la imagen de la política de seguridad respondió igualmente a los cambios provocados por la Constitución de 1991 que dispuso la creación de instancias y procedimientos de protección de los derechos fundamentales proclamados ampliamente en su título tercero.

La legitimación social del fenómeno paramilitar.

En la primera cumbre de las autodefensas (1994) se diseñó una política tendiente a unificar el mando, concertar operaciones entre los frentes militares, expandir el movimiento a todo el país y reclamar que se le diera el mismo tratamiento que se había otorgado tradicionalmente a las organizaciones de oposición armada, como sujetos de interlocución política y de negociación con el Estado.

La ejecución de esta estrategia se efectuó con un despliegue ofensivo, de forma que a mediados de los años noventa se empezó a registrar un crecimiento exponencial de los actos de violencia perpetrados por los grupos paramilitares, mientras que, "coincidencialmente", se registraba una baja inversamente proporcional de los crímenes cometidos por miembros de las fuerzas militares y de policía. La multiplicación de los crímenes, acompañados frecuentemente con prácticas de tortura, corrió paralela al crecimiento de la organización paramilitar y a la difusión social de la idea de que los paramilitares constituyen un actor autónomo dentro del conflicto armado.

Para comprender adecuadamente el desdoblamiento de la concepción de autodefensa en el modelo de control territorial es indispensable tomar en consideración la experiencia de las cooperativas de seguridad "Convivir". Creadas por iniciativa del entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, estas asociaciones combinaban los componentes que permitirían dar el salto hacia un modelo de seguridad que incorporará el control social: asociaciones de civiles armados que actuaban en colaboración estrecha con la fuerza pública. En otras palabras, la transposición de la cooperativa (modalidad asociativa propia de la llamada economía solidaria) al campo de las políticas de "autodefensa" permitió establecer un concepto de seguridad que involucra el componente "comunitario" ("democrático") y que está dirigido a comprometer activamente a la población en políticas de control y autocontrol social. Las cooperativas de seguridad son una forma experimental del actual modelo de seguridad.

Los paramilitares y los estamentos del Estado, o de las elites regionales comprometidos con ellos, han desarrollado dos vías dentro de este modelo de sujeción social. La primera consiste en el exterminio o desplazamiento bajo amenazas de la población local y su reemplazo por grupos de personas con los que se han forjado, en otro sitio ya "conquistado", relaciones de adhesión de índole clientelista o de dependencia de carácter económico -con frecuencia, dentro del circuito del narcotráfico y por medio de cultivos de coca. Este modelo se ha practicado en zonas rurales en las que los niveles de concentración demográfica son comparativamente bajos y es viable la desocupación territorial. La segunda vía se ha aplicado en sitios de concentración demográfica elevada en los que el desplazamiento o reemplazo de la población presenta dificultades excesivas, como es el caso de las ciudades pequeñas e intermedias, o de las comunas barriales en las ciudades capitales. En estos sitios el mecanismo de control provoca el cambio de adhesiones mediante la combinación de prácticas de terror y el otorgamiento de ciertas prebendas sociales que son el resultado del dominio económico ejercido sobre la región o de la utilización de recursos externos. Bajo este tipo de dominación colectiva es frecuente que los paramilitares se atribuyan el carácter de instancia moral que fomenta o proscribe comportamientos y que efectúa la "limpieza social" con el fin de aleccionar a la población sobre las prácticas indeseables y los límites de exclusión que deben respetar quienes son considerados "no ciudadanos". Los mismos líderes paramilitares describen el control territorial como un proceso que consta de tres fases: la primera es la de la guerra para "liberar" el territorio de la influencia subversiva (exterminio o desplazamiento/reemplazo); la segunda comprende las acciones para "llevar riqueza a la región", y la última consiste en la consolidación o normalización del ejercicio del control social.

La creación de las Autodefensas Unidas de Colombia en el año 1997 ratificó la estrategia de control territorial, adoptó un rudimentario programa de 11 puntos y dio inicio a los esfuerzos por dotar a los grupos paramilitares de una legitimidad institucional que enmascarara la imagen siniestra de sus actuaciones y preparara el ambiente para su legalización. El programa de las AUC afirma que el problema de la seguridad compromete a la población en su totalidad (en particular a la clase media, abandonada por el Estado colombiano "que ofrece seguridad prioritaria a la oligarquía") y que la legítima defensa, personal o colectiva, es al mismo tiempo un derecho natural y un deber ciudadano.

Esos esfuerzos de legitimación social de los grupos paramilitares han contado, además, con el ingrediente de la irrupción de Carlos Castaño en la escena pública a través de numerosos reportajes en los medios de comunicación y de la publicación del libro "Mi confesión". Dicha irrupción ha sido acompañada de una campaña mediática que busca transmitir una "imagen carismática" del jefe de los paramilitares. En sus intervenciones, Castaño mezcla, sin transiciones, la cita de pasajes bíblicos, la confesión de decenas de crímenes, los versos de reconocidos poetas latinoamericanos, el proselitismo acerca de su condición de defensor abanderado de las capas medias y de los empresarios contra la guerrilla, el relato de sus alianzas con los narcotraficantes y la justificación de las masacres de campesinos.

En el riguroso análisis de Fernando Estrada Gallego "La retórica del paramilitarismo: análisis del discurso en el conflicto armado" se examinan las funciones que cumple el conjunto de símbolos y metáforas sobre la violencia que utilizan los asesores de los paramilitares y la manera en que estas representaciones han sido transmitidas a la opinión pública. Desde este punto de vista, las intervenciones del jefe paramilitar pretenden una justificación de sus acciones mostradas como "hazañas bélicas" para mitigar los alcances negativos que tales acciones comportan. A este objetivo sirve la utilización de un amplio juego de paradojas ofrecidas en el discurso como una "cascada de imágenes teatrales, que permiten al personaje cambiar de rostro en la misma representación". Un ejemplo de esta situación es la frase de Castaño: "Yo quiero decirle al país que mi ética no admite el asesinato. La única muerte que se justifica, es la que se hace en legítima defensa. Con estas masacres lo que nos interesa es evitar un mal mayor".

Además del juego de paradojas, el jefe paramilitar justifica la participación en la guerra como la aceptación de una lógica inevitable, que involucra inercialmente a todo aquel que se atraviesa en su camino, y que se desata sin que los agentes de la violencia tengan responsabilidad sobre sus efectos. En estos términos, la "maquinaria de la guerra" sería el factor desencadenante de la acción a la que responden los individuos de modo involuntario o para defenderse: "Fui obligado a participar de esta guerra". Acerca de la utilización de la legítima defensa en la retórica criminal, Estrada Gallego sostiene que se trata de la imitación de una técnica argumental del derecho, que a través de una interpretación expansiva de los alcances del principio jurídico busca excusar acciones que son perpetradas con la intención de destruir.

Uno de los efectos del ejercicio repetitivo de esta retórica es que de ser considerada una fuerza invisible y oscura, la presencia paramilitar ha ido adquiriendo familiaridad en la escena pública y ha ganado aprobación tácita por parte de la sociedad. La aceptación generalizada de las explicaciones que tienden a naturalizar las atrocidades de los paramilitares es una expresión de la adhesión masificada de la opinión nacional a un discurso autoritario.

Existen elaboraciones argumentativas más refinadas que han contribuido, consciente o inconscientemente, a justificar el modelo autoritario. Tal es el caso de la redefinición que hacen algunos investigadores sociales acerca del carácter del conflicto armado y de su solución. Según estas posiciones, en Colombia padeceríamos un conflicto armado en el que el Estado -débil pero esencialmente democrático- estaría haciendo frente al terrorismo y al narcotráfico que asediarían su fragilidad institucional.

Décadas de investigación sobre la violencia en Colombia y el lugar que corresponde al sistema político y económico en su compleja genealogía, son desconocidas por versiones funcionales al modelo de seguridad. En estas explicaciones desaparece la especificidad del proceso de configuración del Estado-nación en Colombia (sus políticas, su institucionalidad y sus estamentos). La precariedad del Estado se examina artificialmente por fuera de la historia de corrupción clientelista y de las alianzas con el narcotráfico y el fenómeno paramilitar. Así, la ausencia de una consideración histórica de los distintos "actores colectivos de la violencia" desemboca en una visión simplificada de la salida del conflicto armado en la que al llamado concepto maximalista de paz (aquel que reivindica la necesidad de reformas estructurales) se opone la alternativa pragmática de la desmovilización homogénea de los grupos al margen de la ley a través de acuerdos de reinserción. La condición para que las salidas diseñadas a partir de estas interpretaciones de la guerra y la paz se hagan realidad es que se aplique una concepción de autoridad respaldada por un modelo de seguridad que involucre integralmente a la sociedad.

El modelo "democrático" de control social.

El modelo de control que encarna la política de "seguridad democrática" no solo coincide en sus propósitos y en su forma con el control territorial de los paramilitares. En realidad se trata de dos aspectos complementarios de una misma concepción surgida desde la experiencia de las cooperativas de seguridad.

En esa concepción de "Estado comunitario", la autoridad delega abiertamente funciones de la preservación de la seguridad en los particulares o en los sectores privados, quienes se encargan de garantizar sus propios derechos al "acompañar" a la fuerza pública en el mantenimiento del orden. El aspecto retórico de la argumentación se expresa en insistentes alusiones sobre el respeto de los derechos fundamentales, que son proclamados como el objetivo esencial de las medidas que, al mismo tiempo, suspenden o derogan esos derechos y libertades. La inversión de sentido del concepto de "democracia" se deduce en este discurso empleando nexos formales entre las nociones de seguridad y derecho:

  • la finalidad de la democracia es que individuos y grupos se organicen eficientemente para participar en todas las esferas de la vida social;
  • la seguridad colectiva e individual es una de esas esferas y, por lo tanto, los ciudadanos tienen derecho a participar en la elaboración de las políticas de seguridad;
  • la fuerza pública es la herramienta por excelencia de la seguridad y, por ende, la ciudadanía debe participar conjuntamente con ella en la realización de las políticas de seguridad;
  • en consecuencia, la fuerza pública y la comunidad no son entidades enemigas, sino colaboradoras; la seguridad ciudadana no es posible sin la colaboración y el control ciudadanos.

Pese a ello, el contenido genuinamente autoritario de esta renovación retórica del viejo modelo de seguridad nacional se capta con nitidez cuando se le sitúa en relación con las "revaloraciones internacionales" del concepto de seguridad en las que los propósitos del nuevo modelo aparecen explicitadas en forma directa. En estas revaloraciones se niega abiertamente el fundamento esencial de la sociedad democrática: el principio de "jus cogens" de la preeminencia del derecho sobre la fuerza. En el actual contexto internacional se manifiesta, de manera cada vez más abierta, el proyecto de reemplazar el orden jurídico (doméstico o internacional) por el principio según el cual, en nombre de determinados valores colectivos, el empleo arbitrario de la fuerza sería lícito en todo tiempo y lugar. Esta tesis se materializa en la aspiración de ir más allá de la suspensión temporal de algunos derechos, pasando a un estado de control permanente y global como garantía de seguridad.

¿En qué consiste entonces el estado de control social?

Ciertamente, en su esencia no se trata de algo nuevo. Como bien lo definió Hannah Arendt al estudiar el fenómeno de la dominación totalitaria, el estado de control social es la condición en la que todas las esferas de la vida individual y colectiva se encuentran sometidas a la voluntad de un sistema arbitrario. En el estado de dominación totalitaria, el sistema dispone libremente de la persona y de la población al menos en tres niveles. Primero, puede declarar a cualquier individuo o grupo, en cualquier momento, fuera de la condición de sujeto de derecho, o en otras palabras, puede destruir a voluntad los derechos humanos de la población sin que ningún mecanismo o instancia se interponga. Segundo, está en capacidad de corromper toda clase de solidaridades, destruyendo así la personalidad moral de individuos y comunidades. Tercero, puede movilizar a franjas de la sociedad sin obstáculos y ejercer a su antojo técnicas de manipulación violenta del cuerpo humano. Las resistencias a la dominación totalitaria se debilitan y aniquilan cuando el poder autoritario ha sometido a la masificación la opinión pública y ha logrado involucrarla en la cooperación social al sistema de (auto)control.

En Colombia históricamente el Estado no ha podido ofrecer un marco general que le permita imponer el control sobre la totalidad del territorio. Por una parte, no ha existido la voluntad política necesaria para que las instituciones estatales garanticen la realización efectiva de los derechos sociales y económicos. Por otra, un conjunto de circunstancias de carácter socio-político han concurrido para que el poder estatal descentralice o pierda el monopolio del empleo de la fuerza. Es por eso difícil imaginar el desarrollo de un modelo homogéneamente distribuido de control totalitario sobre la fragmentada sociedad colombiana.

No obstante, tal constatación no impide que en el cuadro de polarización de la guerra se desarrollen modalidades de dominación totalitaria. En las circunstancias de un conflicto como el que padece Colombia el "derecho a participar" en las políticas de seguridad adquiere la connotación de deber de involucrarse en la guerra. El control ciudadano de la política de seguridad se transmuta en autocontrol o en control social que operan los órganos de la política de seguridad sobre la población. La tarea de fortalecer institucionalmente el Estado se usa como pretexto para extender las técnicas de control y promover la militarización de toda la sociedad.

Así se desprende de los análisis de las medidas legislativas y de las disposiciones administrativas que ha tomado el gobierno: otorgamiento a los militares de facultades para interceptar comunicaciones, practicar allanamientos y hacer detenciones masivas sin orden judicial; declaración de zonas del país bajo la autoridad exclusiva de los militares sin la presencia de observadores nacionales o extranjeros; empadronamiento y control de movimiento de determinadas comunidades; debilitamiento o cooptación de los órganos estatales de control e investigación; reforzamiento de las estructuras represivas y creación de nuevos cuerpos militares, etc..

En cuanto a la corrupción de las solidaridades sociales, la vinculación de los ciudadanos a "redes de informantes" de las fuerzas militares y los organismos de seguridad implica la socialización de prácticas de delación, con carácter indiscriminado al estar acompañadas de recompensas económicas. La puesta en escena de la "colaboración ciudadana" por medio de espectáculos en los que se entregan dichas recompensas ante las cámaras de televisión, normaliza la delación como comportamiento social. La sospecha generalizada es el ambiente favorable para la validación del viejo principio de que el mejor control de la población es aquel que ella misma realiza: el autocontrol.

El efecto visible de estas políticas, y de la repetición diaria de la incitación a la guerra tomando como argumento los secuestros y atrocidades perpetrados por la guerrilla, es la creación de un ambiente propicio para la radicalización de amplios sectores de la sociedad (especialmente de las capas medias) dispuestos a aceptar, con entusiasmo, medidas que anulan incluso sus propias libertades fundamentales.

En consecuencia, las aspiraciones totalitarias del modelo de control social se plasman en la construcción progresiva de un marco legal y en la articulación de un nuevo concepto de orden público que se materializa en el desconocimiento de un conjunto de principios del Estado de derecho: a) las políticas del modelo de "seguridad democrática" niegan el principio de seguridad jurídica, o en otros términos, facultan a las autoridades para que anule, arbitrariamente, normas de carácter inderogable relativas a los derechos y libertades fundamentales de la población; b) las medidas que persiguen la colaboración activa de la ciudadanía en el proyecto de seguridad disuelven la separación entre autoridades públicas y sociedad al crear vasos comunicantes entre la población y los aparatos represivos del Estado; aspecto que se complementa con la destrucción del principio de división, control recíproco e independencia de los poderes públicos a través de la disolución de los órganos de control del Estado y la atribución de facultades cada vez más extensas para las fuerzas militares; c) al involucrar a los civiles en estructuras de guerra se desconocen también las normas esenciales del derecho humanitario, y en particular, se niega el principio fundamental de distinción entre combatientes y no combatientes.

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Como se dijo, las limitaciones del Estado colombiano y de su fuerza pública impiden -al menos en corto plazo- que la aplicación del modelo de control social se produzca en forma generalizada, y que la pluralidad de manifestaciones de la acción social y política en Colombia sea absorbida súbitamente por un poder unitario. En cambio, algo que se puede anticipar es que este modelo establece condiciones favorables para el despliegue de nuevas expresiones de violencia, para que estructuras paramilitares (legalizadas o no) continúen ejerciendo la vigilancia sobre la población o para que nuevos sectores de la sociedad se integren a las dinámicas de la arbitrariedad paralegal. Debido a que el control territorial y las medidas de la "seguridad democrática" actúan no solo como poder coercitivo sobre la población sino a la vez como poder de institucionalización de adhesiones, es previsible entonces el surgimiento de un sistema de lealtades que revitalice la tradición del clientelismo político colombiano. Los paramilitares legalizados a través de una maquinaria política utilizarán la fórmula de presión/recompensa para obtener resultados electorales. Los mecanismos de "inserción a la vida civil" están diseñados para que su este paso sea la consolidación de un dispositivo (represivo, económico, político-electoral) que refuerce el "Estado comunitario".

Un problema adicional, pero no de segundo orden, es que la legalización paramilitar no irá de la mano con el desmonte del poder económico y territorial de los narcotraficantes. Por tanto, los sectores de la delincuencia organizada y del narcotráfico, que hacen parte de las estructures paramilitares, aprovecharán la "desmovilización" para legitimarse socialmente y para continuar ejerciendo sus actividades delincuenciales dentro del nuevo orden legal.

No cabe esperar otro tipo de futuro para este proceso si se toma en consideración el vasto conjunto de instrumentos de impunidad que comprende todo tipo de medidas de indulto y amnistía: desde aquellas en las que la denegación de justicia se presenta de manera encubierta como "justicia alternativa", pasando por las que estipulan acciones de pseudo-reparación a las víctimas, hasta verdaderas leyes de punto final. La reinserción de los paramilitares no representaría, por ende, ningún trabajo de justicia ni de memoria para la sociedad, ni mucho menos un esfuerzo por reeducar a quienes durante décadas vivieron en el ambiente de organizaciones consagradas a prácticas criminales. En estas condiciones, la línea de separación entre la acción legal de los desmovilizados y el mundo ilícito del que han emergido será bastante relativa. Si no se erradican las alianzas militares-paramilitares, y por el contrario se oficializan los vínculos mantenidos en secreto, es difícil pensar que en el futuro no se desarrollen empresas criminales sostenidas sobre viejas colaboraciones o sobre nuevas complicidades.

Bajo estos presupuestos, la incorporación legal de los paramilitares al modelo de Estado comunitario no es un camino para salir de la violencia en Colombia. Su objetivo esencial es legitimar un dispositivo complementario del modelo de control social que facilite el desmonte del ya de por sí debilitado Estado de derecho. Su consecuencia previsible será la proliferación de nuevas formas de violencia, corrupción y autoritarismo.

Por el contrario, el camino para salir de la violencia pasa por la puesta en obra del principio del primado del derecho sobre la fuerza a través del fortalecimiento de la justicia. La consolidación de un sistema judicial independiente, garantista y eficaz se convertiría en un poderoso instrumento para la solución no violenta de los conflictos que atraviesan la sociedad colombiana y, en esta medida, en soporte real de la seguridad individual y colectiva. Un aspecto sustancial de ese proceso sería el juzgamiento, en Colombia o por la justicia penal internacional, de los paramilitares implicados en la perpetración crímenes atroces, así como de los miembros de la fuerza pública que hayan colaborado con estos grupos ilegales, y de las personas que emplearon sus servicios en esa clase de acciones. A esa finalidad contribuiría la conformación de una comisión extrajudicial de investigación de los crímenes de guerra y de lesa humanidad, independiente, pública y dotada de amplias facultades.


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