Morir es la noticia
Morir es la noticia

"Los pueblos que olvidan su pasado son condenados a volver a vivirlo"

por Otto Boye Soto(1)

"Quiere con rescate del terrible enemigo
recuperar el cuerpo de su hijo,
y con augustas exequias honrarlo".

Viaje nocturno de Priamo
Constantino Kavafis


Venezuela llora por el dolor de no haber podido hallar los restos del general Miranda que han quedado perdidos en la huesa común de la prisión(**)en que expiró este gran mártir de la libertad americana. La República los guardaría con todo el honor que le es debido en este sitio que les ha sido destinado por Decreto del Presidente de ella, general don Joaquín Crespo, fechado el 2S de enero de 1895".

Descubrí este texto en Caracas, el 19 de septiembre de 1995, en ocasión de presentar al Presidente Rafael Caldera mis credenciales como embajador de Chile ante el gobierno de Venezuela.

Después de la ceremonia de rigor en el palacio presidencial de Miraflores, concurrí, como se acostumbra en este acogedor país, al solemne Panteón, donde se encuentra la tumba de Simón Bolívar, el gran libertador de varias patrias latinoamericanas, acompañado de la de otros insignes personajes venezolanos. En una ceremonia muy formal, deposité una corona de flores en ese lugar. Ahí tuve una experiencia, vinculada al contenido de este libro, y que ahora quiero relatar.

Durante los escasos minutos que dispuse para contemplar el solemne recinto, observé a la derecha del féretro de Bolívar una enorme tumba de mármol, parecida a un altar, que estaba semi-abierta y ostensiblemente vacía. Su lápida se encontraba algo levantada, deliberadamente indicando la ausencia de su ocupante. Intrigado, comprobé que era el lugar destinado al homenaje, recuerdo y descanso de los restos de Francisco de Miranda, otras de las célebres figuras de la independencia latinoamericana. A cierta distancia divisé un texto explicativo grabado en la piedra, y aunque, dadas las circunstancias, sólo pude leerlo rápidamente, me causó un profundo impacto. Pensé en la situación planteada en todo el mundo con las personas que desaparecen sin dejar huellas de sus restos mortales. Y, luego, sobrecogido por la emoción, evoqué a nuestros detenidos-desaparecidos. En aquellos instantes de recogimiento me dije a mi mismo: los chilenos no podemos ni debemos olvidarlos, porque fueron, son y por siempre serán compatriotas nuestros, hijos de la misma tierra y de la misma nación. Poco tiempo después encontré la ocasión de transcribir el texto. Medité sobre los detalles de estas notables expresiones: casi un siglo después de la desaparición del General Francisco de Miranda, en 1895, otro general, don Joaquín Crespo, a la sazón presidente de Venezuela, habla por su nación y declarada que ella "llora por el dolor de no haber podido hallar los restos del general Miranda". Y otro siglo más tarde, en el tiempo presente, del modo más solemne que es dable imaginar, precisamente al lado de la tumba de su Libertador Simón Bolívar, Venezuela recuerda y llora a un gran "desaparecido", cuyos restos no pudieron ser encontrados.

Esto impresiona a cualquiera, estoy seguro; pero debe conmover mucho más a un chileno que sabe que en su país, por hechos trágicos y siniestros todavía no completamente aclarados, desaparecieron centenares de compatriotas suyos y que, aún habiendo aparecido después los restos mortales de algunos de ellos, ocultos en verdaderas tumbas clandestinas, muchos, con alta probabilidad, jamás serán hallados. Los que saben donde están se irán generalmente a la tumba --y presumiblemente al infierno--, guardando obstinadamente el secretó. Ante la pregunta de Dios: "Caín, ¿que has hecho de tu hermano?", responden: "Yo de mi hermano no sé nada". Igual que hace 2.500 años.

Pero la inmensa mayoría de los chilenos, ¿podremos olvidarlos? ¿Podrá la nación chilena como tal, la sociedad en su conjunto, conducirse como si nada hubiera pasado? Pienso que no. Y no sólo eso. Creo, además, que tenemos la responsabilidad de hacer los mayores esfuerzos para recordar a cada uno de ellos y las circunstancia de su desaparición.

Sé que hay muchos chilenos, la mayoría de ellos de buena fe, que plantean el olvido como solución. En su hora, vieron o consideraron el tema de lejos, tuvieron la suerte de no tener ni conocer victimas dentro de sus familias y simplemente decidieron ignorarlo, porque no lo sintieron en carne propia. Otros, quizás con muy mala conciencia--y siempre con escasa generosidad, altura y coraje--, postulan igualmente el olvido para no tener que responder por lo que pensaron, hicieron o dejaron de hacer en este drama. Unos por pensar que el asunto no los toca y que, por eso mismo, les resulta abstracto, y los otros claramente interesados en eludir sus responsabilidades.

Juntos suelen dar el mismo argumento: "el recuerdo de los detenidos desaparecidos pone en peligro la reconciliación nacional porque reabre las heridas abiertas en un pasado cada vez más lejano".

Creo que los primeros hacen este alegato con desaprensión, pero sin maldad, mientras que los segundos abusan de una idea-fuerza, la reconciliación, que en la práctica rechazan. La respuesta, por eso, no se dirige a estos últimos. Lo haré entonces para los primeros, recurriendo a otra experiencia.

La viví el sur de Alemania, en uno de los múltiples campos de concentración establecidos por los nazis durante el gobierno de Hitler, el de Dachau, muy cercano a Munich. Al término del sobrecogedor recorrido y del agobio espiritual que produce la visión de tanto horror, se lee la siguiente reflexión: "Los pueblos que olvidan su pasado son condenados a volver a vivirlo".

De esto se trata. El olvido de nuestro pasado, en verdad de todo nuestro pasado, con sus luces y sus sombras, generaría una amenaza mayor para nuestro futuro que el camino del análisis y el recuerdo sistemático de todo lo vivido. Es preferible asumir algún dolor y conmover nuestras conciencias, que apagar la luz y vivir y moverse en la oscuridad. No en vano se lee en uno de los evangelios que la libertad más profunda depende de la verdad ("la verdad os hará libres" dice Jesús, según el evangelista Juan).

No tengo duda alguna: a medida que vaya pasando el tiempo y vayan extinguiéndose por muerte natural, con castigo terrenal o sin él, los hechores de tantos crímenes horrendos, Chile también llorará con fuerza creciente el dolor de no haber podido encontrar los restos de sus hijos desaparecidos y les rendirá homenaje permanente y digno. No podrán ni deberán ser olvidados, porque fueron victimas de cegueras fanáticas, de odios ideológicos, de crueldades incalificables, que nunca más deberán repetirse en nuestra tierra.

Al igual que otros pueblos que, sin ningún espíritu de venganza, se niegan a olvidar --los judíos ante el holocausto sufrido a manos del nazismo racista encabezado por Hitler, los millones de campesinos rusos asesinados por órdenes directas de Stalin y los millones de camboyanos eliminados por el dictador Pol Pot de la manera más bárbara--, los chilenos tendrán el deber de recordar a quienes fueron detenidos por fuerzas gubernamentales y hechos desaparecer después, mediante acciones que contemplaron el intento de borrar todas las huellas de su existencia, diríase hasta el exterminio de sus propios restos mortales. El objetivo único de este gesto será el que tragedia semejante nunca vuelva a repetirse.

Todo esto tiene relación con este libro que recuerda a los periodistas detenidos-desaparecidos de mi país y también a otros cuyas tumbas se conocen desde su muerte, pero que murieron asesinados dentro de Chile o fallecieron lejos de su patria, en el exilio. Estos profesionales de la comunicación social fueron víctimas de decisiones crueles y arbitrarias, sin juicio alguno, sin contemplación o asomo de humanidad, sin el menor respeto por las leyes y los principios que se invocaban para actuar de esta manera. La dictadura atropello sus más elementales derechos de la persona humana. No podrán borrar los siglos está circunstancia triste y dolorosa.

No conozco a todos los que fueron víctimas, pero no puedo olvidar a Augusto Olivares, que no resistió la tragedia y se quitó la vida, pocos instantes antes de rendirse La Moneda el 11 de Septiembre de 1973, con su amigo de siempre, el Presidente Salvador Allende. Se podía discrepar mil veces con él, pero nadie lograba sustraerse a su simpatía y a su sensible humanidad. Tampoco puedo olvidar a José Carrasco, con quien conversé muchas veces en la sala de redacción de la revista Análisis, donde nos topábamos para concluir, sobre la hora de cierre, alguna colaboración. Nunca vi en él a un fanático ni a un extremista. Su pensamiento se había desarrollado muchísimo, producto de una minuciosa capacidad crítica y de una honestidad intelectual a toda prueba. Lo mataron en un acto de venganza, simplemente, sin que él hubiese tenido relación alguna con los hechos que motivaron dicha condenable acción. Podría seguir con algunos otros, como Eugenio Lira Massi, José Tohá y Mario Calderón, a quiénes también conocí, pero no es necesario, pues los antes mencionados son representativos de todo este drama.

Recordarlos es hacerlos presente, resucitarlos en cierta manera. El esfuerzo de sus colegas vale la pena, porque su noble profesión volverá a enriquecerse con quienes, sin quererlo ni buscarlo, se habían ido, de este mundo, como no dejando rastro alguno. Hoy, mediante el poder de la evocación, que ninguna fuerza material del mundo puede derrotar, vuelven a estar entre nosotros.

(1) La Carraca, Cádiz, España.


Otto Boye Soto, periodista, es embajador de Chile ante el gobierno de Venezuela.


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