Persona, Estado, Poder
Crímenes de lesa humanidad e impunidad.
La mirada medica psiquiátrica

Paz Rojas B., médico-neuropsiquiatra

Presentado al Consejo Mundial de Iglesias.
Ginebra, Suiza, Octubre de 1995.

I. Introducción

Las reflexiones que siguen nacen de una práctica concreta de atención integral, médica, psicológica y social, a personas afectadas por la violencia política de la dictadura militar en Chile (1973 -1990) y por la persistencia de la impunidad tras seis años de Transición a la Democracia (1990 -1995), período en el cual aquella alcanza su máxima expresión. (1)

De acuerdo al Diccionario de la Real Academia Española, impunidad significa falta de castigo y amnistía, uno de los mecanismos más frecuentemente utilizado para establecer la impunidad, significa amnesia, término médico aplicado a la pérdida de memoria, al olvido.

La asociación de estos significados y las consecuencias que ellos provocan, hacen de la impunidad un fenómeno histórico complejo, que apunta a una de las vertientes más dramáticas del quehacer humano. En él se conjugan en forma ambivalente la voluntad de conocer y juzgar con la necesidad de ocultar y olvidar conductas criminales realizadas por los hombres.

Las ideas fundadoras de la polis y del estado que delimitaron desde sus orígenes las relaciones entre las personas tenían por objeto ordenar y castigar. Si el orden no era respetado se sancionaba.

Con el transcurso del tiempo la impunidad ha sido abordada por diversas disciplinas. La filosofía y las artes ya hablaban de los crímenes, de la necesidad del castigo, de la responsabilidad, poniendo en evidencia su enorme significación en el plano de la subjetividad. El orden jurídico abordó tempranamente estos problemas, pero al no hacer prevalecer sus principios, ha profundizado el conflicto.

La conducta humana de esquivar lo concreto y ocultar la realidad, alcanza su máxima expresión en América Latina años después de terminada la segunda guerra mundial. En el contexto de la guerra fría que le siguió, se vive un cuadro particularmente grave de violaciones de los Derechos Humanos, que se prolonga en el desconocimiento de los derechos económicos, sociales y culturales hasta la conculcación total de los derechos civiles y políticos:

  • Situaciones de persecución, allanamientos, amenazas
  • Tortura en lugares secretos o a campo descubierto
  • Encarcelamiento y prisión prolongada
  • Exilios masivos, extrañamientos y relegaciones
  • Crímenes políticos, ejecuciones sumarias, falsos enfrentamientos
  • Y uno de los crímenes más dramáticos: el secuestro y desaparición, que sólo desde la década del 70 afectó en A. Latina a más de 120 mil personas.

Junto a lo anterior. Consejos de Guerra, Tribunales Militares, Tribunales Ordinarios carentes de independencia e imparcialidad. Leyes de Amnistía para los responsables o de Punto Final para un olvido imposible.

Tras este período de dictaduras militares, que aún persiste en algunos países latinoamericanos, se instalaron «Democracias en Período de Transición», todas las cuales se han caracterizado por otorgar finalmente impunidad a los responsables.

Es en este contexto, meses después del golpe de Estado, iniciamos el trabajo de atención a personas, familias y pequeñas comunidades rurales afectadas por la violencia dictatorial.

Tras largos años de confusión frente a los cuerpos y las mentes torturadas, frente a una agresión ejecutada en forma lúcida y consciente, y ante la insuficiencia del concepto de salud y enfermedad, sin pautas terapéuticas para abordar los trastornos, llegamos finalmente a concluir que el universo de personas que atendíamos había sido afectados por dos tipos de agresiones humanas: los Crímenes de Lesa Humanidad (o contra la Humanidad) y la Impunidad.

En el curso de los años hemos llegado a constatar que este universo de personas no presenta en su configuración sintomática ni sindromática diferencias fenomenológicas significativas con otras personas que sufren trastornos médicopsicológicos por otras causas.

Señalábamos eso sí que en ambos grupos de personas, aquellas que han presentado trastornos secundarios a una violación de sus derechos humanos y aquellas cuyos trastornos obedecen a otras causas, los antecedentes biográficos, la estructura de la personalidad, así como sus creencias y valores, en suma, su historia vital, incide igualmente en la configuración de sus trastornos como en su curso y en su pronóstico.

La diferencia radical entre un grupo y otro está en primer lugar en las causas, aquello que origina o desencadena el trastorno, lo que en términos médicos se denomina etiología. En segundo lugar, en los psicodinamismos anormales que esta etiología desencadena y que son los causantes de dichos trastornos.

Nos encontramos aquí con un nuevo camino para entender la enfermedad y, por tanto, para acercamos a su abordaje y posible tratamiento. Y más aún, nos encontramos ante una exigencia científica que busca hacer comprensible la hipótesis que a través de este trabajo intentaremos fundamentar: con el tiempo, la presencia de la Impunidad se transforma en un mecanismo de perturbación intrapsícjuica e intersubjetiva capaz de producir trastornos mentales iguales o más graves que la tortura, lo que obliga a tener frente a ella el más alto nivel de exigencia humana.

II. Primer intento de clarificación

A grandes rasgos podemos hablar de dos formas de impunidad: la impunidad para los autores de violaciones de los derechos humanos, y la impunidad que se produce y se ha producido como un continuo histórico en América Latina, es decir, para las graves y permanentes violaciones de los derechos económicos, sociales y culturales de las personas y de los pueblos.

Nuestra práctica está referida principalmente a la primera forma de impunidad. Sin dejar de considerar la incidencia que en la conformación de la persona (en sus relaciones intrafamiliares, en su cultura, en la conformación de su particular y único modo de ser, en el curso de su vida), ha tenido lo social, económico y cultural.

La impunidad es una nueva agresión que se suma a los crímenes contra la humanidad. Uniéndose a las consecuencias traumáticas de dolores, sufrimientos, pérdidas, duelos y desamparos vividos, ella agrede los grandes valores humanos, destruye creencias y principios y altera las normas y las reglas que en el curso de la humanidad han ido construyendo los hombres.

III. Estructura de la impunidad

Comprender la impunidad como una totalidad organizada con sus diferentes partes constituyentes, así como conocer las relaciones que desde ellas se derivan, nos ayudará a comprender más fácilmente los trastornos psicológicos que sus diversos componentes provocan en las personas, en las familias y en la sociedad.

La impunidad es una decisión humana, un accionar, un comportamiento, una práctica negadora frente a una realidad concreta: una violencia. Una agresión humana que además de no haber sido develada en toda su magnitud, se intenta dejar sin sanción.

En la base, en el origen de la impunidad, existe un crimen, que es lo primero que se desea ocultar. En este crimen hay una o varias víctimas, así como uno o varios responsables. Este crimen se comete en un lugar determinado, en un espacio geográfico preciso, en un tiempo dado, en un día y en una fecha determinada. Evocaciones de espacio y tiempo que para las personas afectadas son tan pronto una certeza como una creación de la imaginación.

El crimen se realiza en un contexto histórico, social y político nacional e internacional. Si el crimen de lesa humanidad se realizó bajo la figura jurídica de «Terrorismo de Estado» la impunidad queda garantizada por el propio Estado en este período, y es pues connatural, coadyuvante, facilitadora del crimen.

En este caso, los autores son los mismos que ordenaron o cometieron los crímenes.

Diferente, y tal vez por ello vivido en forma más dramática por las personas afectadas, es la impunidad que persiste en períodos de democracia o de transición a ella.

En este caso, la decisión humana ya no radica en un poder tiránico sino en uno democrático, en el cual todos los estamentos del Estado participan en distintos niveles y con diferentes grados de compromiso: la otorgan y la permiten. Es la institucionalidad la comprometida en su persistencia.

Igualmente agresivo se vive el comportamiento de una sociedad civil, apática, indiferente, dispuesta aparentemente al olvido; así como esperanzador es un comportamiento solidario de compromiso y acogida.

Integran también la estructura de la impunidad, aunque dispuestos tal vez a un nivel más periférico, los comportamientos de las instituciones regionales o universales de derechos humanos. Lo que ellas hagan o no hagan, lo que ellas declaren o silencien, lo que ellas rechacen o acepten frente a la existencia de diversos mecanismos de impunidad (leyes de amnistía, de punto final, de caducidad, de tribunales militares), tiene igualmente significado en los deseos y esperanzas o frustraciones y desamparo de las personas y familias afectadas.

IV. Estructura del crimen

Quien dice crimen dice dos cosas: quien fue el agredido, asesinado o desaparecido y quien fue el agresor o victimario. En esta palabra crimen se produce una conjunción humana indisoluble.

Con la impunidad uno de los actores del crimen, el responsable, es un desconocido en esta unión humana. Y a mayor profundidad podemos decir que este vínculo humano se produce a través de una pasión humana: la violencia. Violencia que a diferencia de otras pasiones es sólo destructiva.

Al encontrar en los cuerpos y en las mentes de las personas las señas dejadas por la violencia de estos crímenes recordamos lo que Freud había escrito en 1915 en su artículo «Consideraciones de la actualidad sobre la guerra y la muerte»: dos cosas han despertado nuestro asombro decepcionante: la escasa moralidad exterior del Estado y la brutalidad en la conducta de los individuos.

Indudablemente frente a estos crímenes la pregunta inicial, llena de asombro, fue: ¿a qué tipo de violencia nos enfrentábamos, quiénes la habían utilizado y qué significado tenía, tanto para las personas que la habían sufrido como para aquel que la había aplicado?

El problema a que nos enfrentábamos era tener que asumir que la violencia circunscrita en los animales a la defensa y a la predación alimentaria y sexual, se había desencadenado en el hombre por objetivos muy concretos y, por supuesto, sin relación con estas necesidades.

«El término violencia proviene del latín clásico violentia, que es un sustantivo correspondiente al verbo violo, que tiene su origen en eÍ griego vía, que corresponde simplemente a la noción de fuerza vital. Más tarde violentia en latín y violence en francés connotan la vida, el instinto de vida, de sobrevida».

Sin embargo, en este caso había adquirido el significado inverso de aquél ligado a la vida, pues al revestirse de agresión y ocultamiento de destrucción y de muerte, la violencia se había transformado en la negación de la vida. Aquí la violencia es usada para establecer el poder político, mantenerlo y hacerlo funcionar, pero por sobre todo, para someter a la población mediante la destrucción directa o, indirectamente, mediante el miedo y el terror.

A la agresión que califica el conjunto de comportamientos que tratan de infligir dolor, lesión o destrucción sobre el otro, se suma la planificación de la violencia, la creación de aparatos represivos para aplicarla, la utilización de técnicas específicas y la formación de hombres especializados en realizar el crimen.

Si a esta violencia se agrega la impunidad, los trastornos producidos en la interioridad de la persona que sufre el crimen, en las relaciones humanas y en los comportamientos colectivos, alcanzan una dimensión difícil de comprender y evaluar.

Con la impunidad el crimen v sus características se ignoran, sólo conocemos a las víctimas y, en el caso de las personas desaparecidas, el crimen es tan pronto una probabilidad cierta como incierta. Con la impunidad, el crimen y la forma en que se realizó están en el anonimato, en el silencio de lo desconocido.

V. Clasificación de los crímenes

La «indignación y estupor frente al crimen realizado por los nazis durante la segunda guerra mundial llevó a la ineludible necesidad de adoptar medidas que comprometieron a toda la humanidad y que tuvieran un carácter internacional para poder así prevenirlo».

No nos corresponde como médicos entrar en este largo camino del derecho internacional. Sin embargo, debido a que la totalidad de personas, familias y comunidades con las cuales hemos trabajado corresponde a un universo de personas afectadas por los así denominados Crímenes contra la Humanidad o de Lesa Humanidad, quisiéramos hacer algunas aproximaciones a este tema a fin de entender mejor las consecuencias y la imposibilidad de desligar el crimen de sus responsables.

Una de las primeras tareas de la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1946 fue definir y tipificar estos crímenes para «prevenir su repetición y castigar a los actores de los crímenes contra la humanidad». Dos tipos de crímenes fueron definidos y clasificados: los Crímenes de Guerra y los Crímenes de Lesa Humanidad.

Se inicia entonces un proceso de elaboración de instrumentos oficiales que condenan ambas formas de crímenes. De ellos resultan dos importantes Convenciones y un Principio. La primera Convención se denomina «Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio», v la segunda, referida a la necesidad irrenunciable de que siempre, sin importar el tiempo, los actos humanos criminales sean investigados y sancionados, se titula «Sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad». Y el Principio referido es el de «Cooperación Internacional en la Identificación, Detención, Extradicción y Castigo a los culpables de Crímenes de Guerra o Crímenes de Lesa Humanidad».

Si bien todo crimen tiene una hermenéutica propia, quisiéramos señalar algunos elementos de significación psicológica de los Crímenes de Lesa Humanidad.

La violencia vivida por las personas que hemos atendido es la violencia que proviene del poder, específicamente desde el Estado. De acuerdo a nuestra práctica médica nos permitiremos plantear que ella es el más de la violencia, la cúspide de ella, pues la produce un sistema que ocupa la razón, es decir, la función más elevada del hombre, para destruir en él, precisamente, el más, la esencia que lo constituye como un ser único, insustituible.

En el caso de una guerra declarada entre dos Estados, entre uno o más países, las personas poseen su libertad para decidir, para transformarse en combatientes, e incluso pueden hacer esto por un ideal, por una causa, por una necesidad.

Su situación es, por tanto, de igualdad frente al enemigo, por lo menos en lo que se refiere a la voluntad de poder y si bien sus fuerzas pueden estar en situación de inferioridad, es una elección, su elección.

Muy diferente es la situación de las personas que han vivido bajo Terrorismo de Estado, situación en la cual el conflicto individual, a diferencia de las guerras abiertas y declaradas, es de absoluta y total desigualdad humana.

Lo que da la especificidad a este crimen es que las personas afectadas, según nos han dicho, se encuentran en una situación inédita, no elegida, nunca antes vivida, cargada de violencia, agresión y simultáneamente de ocultamiento. Esta situación no tiene experiencia previa, no se asocia a ningún recuerdo, no tiene representación mental homologable.

Se constituye aquí una triada, el responsable, la víctima y la relación establecida entre ellos, el vínculo humano. El perseguido, el torturado, el hecho desaparecer, en suma, la víctima, está inerme, indefenso, las más de las veces amarrado, con sus ojos vendados, desnudo y desprovisto de toda su humanidad. En cambio, el victimario dispone de todas sus capacidades, de todo su poder destructivo en un tiempo infinito que no tiene límites para producir sufrimientos físicos y mentales que lleven a la desintegración de su par, de su semejante transfigurado en su enemigo.

La violencia y la agresión es el intercambio humano que los une. Es una intersubjetividad perversa la que se crea entre ellos.

Intentaremos ahora disociar esta relación para vislumbrar lo que la impunidad oculta a nivel del crimen y para tratar de comprender este complejo acto humano.

VI. Los responsables

A causa de la impunidad hemos conocido la figura del responsable sólo a través de los sobrevivientes. Ellos nos han comunicado vivencias profundas, traumáticas, que las más de las veces no pudieron ser expresadas a través de palabras.

Del total de personas atendidas por nosotros, una cifra cercana a mil personas, hombres y mujeres, vivieron la tortura. Ellos estuvieron frente a frente, en las manos del torturador. La figura del responsable del crimen aparece también en la imaginación y en la fantasía de los familiares de ejecutados políticos y de detenidosdesaparecidos. Aproximadamente doscientos familiares conforman este grupo.

Pero a pesar del recuerdo inminente, de la representación constante y la presencia innegable del responsable en la sociedad, la pregunta de cómo los seres humanos nos arreglamos para no saber, alcanza su máxima expresión en el otorgamiento de la impunidad.

Numerosos trabajos, tanto nacionales como internacionales, algunos realizados con una metodología rigurosa y basados en vastas bibliografías, sobre formación militar, estrategias, técnicas de interrogatorio y tortura, formación para vencer al enemigo... han logrado sistematizar los mecanismos sociológicos, ideológicos, y políticos que se utilizan para transformar a una persona en torturador o asesino.

Se enseña y se aprende a torturar.

En su célebre respuesta a Einstein, quien le preguntaba el por qué de las guerras, Freud respondió: «porque el hombre es lo que es», advirtiendo sin embargo, años después, que sin duda su respuesta « había sido estéril e insatisfactoria». Encontrar esta respuesta es ahora para la psicología, la ética, las ciencias humanas en general, el gran desafío.

Como dijimos, entender los mecanismos psicopatológicos de la impunidad y conocer las graves consecuencias que produce, constituyó a lo largo de la experiencia clínica, el núcleo central en la prevención de los trastornos provocados por los crímenes. Dentro de esta prevención llegar a la identificación del responsable se constituyó, además de factor terapéutico, en un gran desafío ético estabilizador de intensas emociones.

Es por esto que desde la perspectiva médica-psicológica-ética la conducta actual de comportarse «como si nada hubiese sucedido», como si las torturas, los recintos secretos, los desaparecimientos no hubiesen existido, es inaceptable.

Trabajando, pero además viviendo en un país bajo dictadura, muy rápidamente asumimos que el responsable se encontraba en diferentes niveles, tanto en la ejecución del crimen, como en su ocultamiento.

El problema es que en relación a la impunidad durante los períodos de transición, los responsables aumentan por acción o por omisión y es en la propia institucionalidad donde se les encuentra.

El responsable, por tanto, es aquel que programa, que oculta, que niega; aquel que detiene y secuestra, tortura o dispara. Cava fosas, traslada cuerpos y hace desaparecer. Cientos de personas cumplen estos roles. Sin embargo, la figura del victimario permanece en lo desconocido y no existe, por tanto, como persona concreta.

Tal vez nos sirva para este análisis empezar narrando la experiencia chilena. De los cientos de hombres y mujeres que, según el Director de la Policía Política de Pinochet, Manuel Contreras, alcanzaron a más de 50.000 funcionarios, dos agentes de los servicios secretos, de rango inferior, del ejército v la fuerza aérea, han relatado sus macabras experiencias. Ninguno lo hizo en forma pública. Uno habló desde el país donde se exilió y el otro privadamente a una periodista, para luego, acosado, abandonar el país subrepticiamente. Un tercer responsable que habló casi diez años después del inicio de la dictadura fue asesinado por desconocidos. Todos los demás han guardado silencio, no han reconocido nada, no han aportado, a pesar de los increíbles ofrecimientos de mantenerlos en el anonimato y de protegerlos, ni el más mínimo antecedente.

El responsable, por tanto, es un personaje inexistente, un miembro ausente. Sin embargo, de sus crímenes se encuentran señales en el cuerpo y en la mente de las personas agredidas o en los cementerios clandestinos, «pero estas son escenas sin autores, sin movimiento, sin actitudes, sin complemento, en suma, una escena sin responsable».

Pero ellos, los responsables, son personas reales, tienen nombre y apellido y establecen relaciones interpersonales con otros miembros de la sociedad, con sus familias. La impunidad permite que ellos estén entre nosotros.

La impunidad deja sin descubrir, sin conocer la parte principal de la bipolaridad del acto de violación del derecho a la vida: la figura del autor del crimen. Así ella se transforma obligadamente en una representación simbólica infinita e infernal.

En el responsable se concretiza el factor exógeno del nuevo «pathos», que actúa sobre cualquier persona, en toda la sociedad; representa la esencia del poder cuando este se ha transformado en dictatorial.

Como dijimos, nos hemos acercado a ellos sólo a través del relato que los sobrevivientes nos han entregado. Cuando ellos tuvieron la posibilidad de verlos, recuerdan nítidamente sus cuerpos, sus caras, sus gestos, sus miradas penetrantes, cargadas de frialdad y de odio, sus insultos, sus labios gruesos, húmedos, libidinosos. Sus constantes muecas de desprecio y asco han sido evocadas una y otra vez por las personas atendidas por nosotros. Si los torturados estaban vendados y no pudieron ver a sus torturadores, recuerdan «sus manos duras y golpeantes, regordetas, calientes, depravadas». En el recuerdo se repiten palabras vejatorias y de desprecio, frases indignas «que no se olvidan, que no se borran, que vuelven una y otra vez, palabras de odio y humillación». «

Una voz que se burla, una voz que grita, que chilla, que penetra profundamente desgarrando los tímpanos y el alma». Una voz que cambia de dirección, de sitio, de tono «una voz que se escucha para siempre». Palabras, frases repetidas, perseverantes en la memoria, grabadas al infinito «me dijo, me gritó, me amenazó». Junto a estas reminiscencias, los actos de dolor, de desgarro, con golpes, electrodos, tubos, máquinas, cuchillos, aparatos, quedan como una situación de trasfondo. La figura del responsable se constituye en una imagen y un comportamiento latente de por vida.

De algunos responsables reiteradamente descritos, tempranamente logramos elaborar su perfil bio-psico-ideológico.

Nos interesa ahora entregar algunos elementos de los responsables contemporáneos existentes en los diversos países de América Latina. Indudablemente este saber es el resultado de la necesidad nacida como una exigencia del modelo médico de conocer la etiología de los trastornos, pero fundamentalmente también por un imperativo ético y preventivo.

El responsable de los crímenes es alguien que utiliza libremente su racionalidad, que actúa en forma lúcida y consciente, es más, que concibe su crimen como una necesidad, como un deber, como un acto de bien.

¿Cómo llega a constituirse este tipo de sujeto en quien «la obediencia controla completamente su conducta»? Se había instalado lo que Foucault llama una «nueva tecnología del yo», que a diferencia de la antigua obediencia de los monjes, que «sacrificaban el sí y el deseo propio del sujeto a Dios, en ellos el sacrificio se ofrece al Poder».

Es bajo el paradigma de la guerra fría que nos hemos acercado a este tipo de comprensión. Como dijimos, numerosos documentos sobre Seguridad Nacional han descrito la creación de la idea y de la existencia constante y permanente de un enemigo. Enemigo que está al interior de cada país y que por lo mismo se constituye en «enemigo interno». Es este enemigo, rotulado como «el comunista, el subversivo, el rojo, el terrorista...», calificativos usados por los responsables mientras torturaban.

VII. Cómo se formaron los responsables

A los militares latinoamericanos no sólo se les dio la visión maniqueísta del mundo sino que además se les acentuó la idea de que ellos constituían «un mundo exclusivo y aparte del resto de la sociedad». Un proceso de ideologización rígida se instaló en las mentes.

Se desarrollaron sentimientos de impunidad, de omnipotencia, de orden para ellos mismos frente a otros de desprecio y repugnancia hacia el contrincante.

Al tiempo que se deshumanizaba al enemigo se les habituaba a la crueldad, a la obediencia automática, anunciándoles alcanzar y mantener el poder con una oferta absoluta de impunidad.

A lo largo de este proceso se logró la intemalización de un discurso simbólico:

«torturar, matar, hacer desaparecer, es defender algo justo». Ellos creían tener una cierta misión salvadora, en que sus ideales son superiores a los de la sociedad civil.

Este doble mensaje permitió transformar a la víctima en la verdadera culpable de la tragedia.

Por otra parte, la lectura de los «Cuadernos sobre Guerra Psicológica», material especializado en la formación de los militares de América Latina en las escuelas norteamericanas ( brasileros, argentinos, chilenos, guatemaltecos), así como de documentos encontrados en los Archivos del Terror en Paraguay e incluso en manuales de formación existentes en las bibliotecas de los militares sudamericanos, permite concluir que la maniobra psicológica utilizada para adoctrinar y formar conductas en los responsables es la manipulación constante de los mecanismos del miedo.

Miedo al otro, terror al «enemigo interno», al que si no se le elimina, si no se le mata, será él quien los matará. Si no se le desintegra, él tomará el poder. Es un miedo profundo, internalizado, esta vez cubierto de uniformes y grados, pero es tal vez el mismo miedo que tenía el hombre primitivo, cazador frente a la fiera.

Numerosos trabajos sugieren también que la agresión humana que se reviste de la violencia es parte constituyente de nuestra naturaleza. Si esto es así, el problema es saber cómo ello ha sido pulido y exacerbado en algunos sujetos que no vacilan en utilizarla para luego negarla.

Al no existir impunidad se trataría de desarmar los mecanismos de este tipo tan especial de constitución del sujeto para iniciar una reconstrucción ética de la dignidad que nos constituye como personas.

VIII. Ruptura del vínculo humano

En un trabajo reciente sobre personas que fueron torturadas hace más de 10 años, hemos podido comprobar que uno de los trastornos que con más intensidad permanece en el tiempo es la relación establecida entre ellos y los agresores durante las sesiones de tortura. « Lo recurrente y perseverante en el recuerdo fue la presencia inminente de los interrogadores y torturadores». «Es lo que no han olvidado, no han olvidado tampoco el deseo que tenían de destruirlos, la necesidad que tenían de penetrar en lo más íntimo de nosotros mismos».

El estudio pormenorizado de los trastornos que tuvieron estas personas luego de la experiencia de tortura nos permitió comprobar que en todos ellos se había «constituido progresivamente un núcleo de desconfianza». Planteamos entonces un doble mecanismo en la génesis de esta desconfianza. Por un lado, la pérdida de la autoestima por la desintegración del sí mismo que la tortura le había provocado y, por otra parte, la dificultad en la interacción con el otro, por la pérdida de la confianza humana, que la interacción con el torturador le había producido, avanzando la hipótesis de que era la intersubjetividad la que había quedado profundamente alterada.

Y esto es así porque todo lo que el hombre hace, piensa y elabora desde su nacimiento, está en relación con un proceso de intercambio con el otro, de tal manera que la conducta es siempre un vínculo y se realiza en función de pautas conductuales interrelacionadas a través de intercambios interpersonales.

El quehacer de la mente y el cuerpo está siempre referido a la «experiencia» con el otro, sean estos objetos animados (otra persona) u objetos inanimados.

De modo que toda nuestra conducta frente a objetos o personas presentes por primera vez está en gran proporción influida o condicionada por el proceso de experiencias o conocimientos que hemos tenido previamente con otras personas u objetos. Es decir, todo lo que constituve el vínculo humano propiamente tal. El término vínculo se reserva para toda la estructura formada por el sujeto, es decir, el «yo mismo», el objeto o el otro, y la calidad de la relación que se establece entre ambos.

En el curso de la vida, el otro, o lo representado por él, va siendo internalizado v queda como una marca o impronta que puede llegar a ser inconsciente. Esto es lo que se ha llamado en términos psicoanalíticos «el objeto virtual», es decir, que no está presente, sino que ha sido internalizado y puede reaparecer en contenidos y expresiones que van más allá de nuestra voluntad racional y consciente.

Nos interesa destacar aquí que en el triángulo que hemos señalado como contenidos a estudiar en el fenómeno de la impunidad (responsable, víctima y vínculo entre ellos), la relación interpersonal y los mecanismos psicológicos que estas relaciones desencadenan son doblemente patológicos.

En condiciones normales el vínculo humano es habitualmente formador, entregador de afectos, conocimientos, prácticas. Es motivo de creación de valores, de proyectos, de ideales, y con el tiempo, constructor de recuerdos predominantemente positivos.

En cambio, en la relación creada con el torturador en el caso de los sobrevivientes o con el hecho-imaginado en el caso de los familiares de detenidos desaparecidos o ejecutados, el rol del vínculo es inverso, está pervertido, es destructor, y se transforma con el tiempo en un recuerdo siniestro que daña hacia futuro las relaciones con los otros; al mismo tiempo, este recuerdo de vínculo mantenido con los torturadores es desintegrador de la persona en sí misma, quien recuerda a veces muy vividamente y en forma destructiva las escenas de tortura y su propia conducta frente a ellos.

En efecto, el vínculo establecido entre el torturador y el torturado queda para siempre grabado en la víctima y los actos que el primero realizó, la instrumentalización y castigo que ejecutó en lo corporal, sensorial y cognitivo rompe abruptamente el proceso de registro psicológico realizado previamente con otros seres humanos, el cual puede quedar alterado de por vida y especialmente cuando existe impunidad.

IX. Consecuencias sobre la persona

¿Cuáles son los trastornos que a causa de la impunidad, presentan las personas atendidas por nosotros? ¿Cuáles son los mecanismos psicopatológicos desencadenados por la impunidad?

¿Qué rol desempeñó en la configuración de los cuadros clínicos, la existencia y persistencia en el tiempo de la impunidad?

El trabajo realizado nos permite afirmar que toda vida se realiza como codeterminación del mundo interior neuropsicológico con el mundo circundante. Es un proceso dialéctico.

La existencia es concretada por cada persona mediante el desarrollo del conocimiento, de la subjetividad, de la formación de valores, todo ello bajo marcos referenciales claros. La toma de conciencia de la realidad conlleva a ulteriores quehaceres y prácticas. Es en el comportamiento y realización de la existencia donde se puede observar la síntesis histórica, cultural y social que cada hombre representa. El aprendizaje de siglos es trasmitido a través de las interrelaciones con otros seres humanos con los cuales el hombre intercambia vivencias, sentimientos, conocimientos y prácticas. La vida es, por tanto, una polémica con el mundo, con la realidad. La realidad, lo cotidiano y el mundo relacional crea en cada individuo su sistema de valores, sus principios. Todo lo cual es fundamento del saber, del mundo afectivo y del comportamiento.

Categorías primordiales de orientación axiológica son, entre otras, el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto, lo sagrado y lo profano.

La verdad, la objetividad como base estructural de la realidad, de lo concreto, es un elemento esencial en la construcción de todo el proceso del conocer y del saber. La certeza que se tiene entre lo que es verdadero y lo que es erróneo, forma parte esencial en la formación del juicio, de la razón, de los pensamientos, de la afectividad. En base a la certidumbre sobre lo que es real o no, nacen y se desarrollan todas las funciones corticales (mentales) superiores del hombre: el lenguaje, las ideas, la razón, la conciencia, se originan las sensaciones, se construye la afectividad, se desarrolla la subjetividad.

La realidad, por tanto, nos permite conocer, analizar y seleccionar los índices que nos orientan en el mundo llevándonos a experimentar, sentir y decidir el quehacer.

Durante el proceso terapéutico, a través de lo que las personas nos han comunicado, hemos comprendido que con la impunidad es la exterioridad la que está profundamente alterada. El mundo circundante además de ser amenazante se vuelve falso y extraño. Los parámetros de la realidad están alterados, distorsionados por el ocultamiento y el engaño.

Con la impunidad el «material» que el conocimiento incorpora, analiza y sintetiza es erróneo y, por lo tanto, incierto. La verdad no existe y sin ella no es posible construir un mundo interior estable; al contrario, la duda, la incertidumbre, la desconfianza, llegan a constituir el todo de la vida, desencadenándose dinámicas perturbadoras derivadas del desequilibrio y la perplejidad que la impunidad produce. El universo de la subjetividad se desestructura y las relaciones humanas se pervierten y se impregnan de temor.

Bajo la impunidad, en el proceso del conocimiento predomina la confusión, la historia sumergida, lo oculto, lo incierto. Atentados contra la vida quedan para siempre en el misterio y son indescifrables. Se origina así el miedo, la angustia, las culpas, apareciendo respuestas y conductas anormales. La incertidumbre penetra en el psiquismo.

Tan importante como el conocimiento, al menos aproximado de la realidad, son los sentimientos y la percepción de lo que es justo o injusto. A través de este sentimiento se elaboran ideas y se programan conductas.

Así, el sentimiento y la confianza de que lo que se ha hecho ha sido justo o injusto, por parte de la persona misma o por parte de los otros hacia uno mismo, es el fundamento sobre el cual se construye principalmente la afectividad y los valores.

Estrechamente ligada a estos sentimientos está la necesidad de reconocimiento para el que no ha tenido falta, o de sanción y castigo para el que ha fallado, para el que ha trasgredido las reglas.

Para que las reglas morales se construyan socialmente es necesario que ellas se basen en la verdad y concuerden con un juicio justo, con la consiguiente aplicación de sanciones en caso de que lo obrado no sea lo que social, cultural y afectivamente se ha definido como correcto a través de los siglos.

Se forma así la vertiente axiológica que constituye un componente central en la construcción de las ideas, de los razonamientos, pero sobre todo en la creación de sentimientos, afectos y pasiones, todo lo cual se expresa a través de la conducta que se tiene en la vida.

De modo que los parámetros de la justicia y del castigo son ejes centrales sobre los cuales se han construido los comportamientos de las personas y se han fundado las sociedades. Se crean y se desarrollan los Estados con reglas, leyes y normas. La impunidad trasgrede todos estos parámetros y, por tanto, produce un conflicto de notable trascendencia en los sentimientos de las personas.

Más grave es la falta de verdad y justicia cuando lo desconocido y no juzgado está ligado al problema de la vida y la muerte o, lo que es peor, a no saber más de la vida, de lo que pudiera haber pasado, como sucede en los casos de los familiares de personas detenidas y desaparecidas, con la carga afectiva de extrañeza, de horror, de fantasías y recuerdos.

Cuando se ignora lo que ocurrió y sigue ocurriendo, cuando se desconocen los hechos, la situación se vuelve extrema, límite.

Más dolorosa y peligrosa es esta situación cuando se sabe que los responsables sí conocen la verdad pero la niegan, la ocultan.

Al sufrimiento prolongado, al duelo no resuelto, a la extrañeza, se agrega un sentimiento de rabia frente a las reiteradas conductas de impunidad, lo que induce la incredulidad y la náusea.

Así, los sufrimientos que estos crímenes provocan, agravados por la impunidad, no pueden considerarse como un hecho puntual que sucedió y quedó suspendido en el tiempo. En realidad la tortura y las agresiones de muerte o desaparecimiento de un familiar, constituyen eventos continuos que si bien se inician en el microsistema de las salas de tortura o escenarios de muerte, en un espacio y en un tiempo determinado, discurren para siempre en todos los ámbitos de la persona y, muy especialmente, en la vida de relación con los otros y en su vinculación con la sociedad. Tiempo que vivencialmente se percibe como infinito cuando la impunidad persiste.

Freud había sentenciado que «los peligros provenían de tres fuentes: de los instintos, de la conciencia moral, de la realidad exterior». En estos casos es precisamente la realidad exterior la que se ha transformado en peligro. Los trastornos que estas personas sufren no se originan primariamente en el cuerpo, en los órganos, sino que siendo provocados por agresiones extemas alteran secundariamente a la persona misma.

Además, debido a la impunidad se altera también la conciencia moral. Pero en este caso el trastorno deriva principalmente de la exterioridad, porque al trastocar el poder desde la institucionalidad las normas y los valores interpelan contradictoriamente los sentimientos y las conductas; por otra parte, son las dudas e impulsos contradictorios que nacen desde los propios deseos de venganza y sentimientos de culpa los que cuestionan la propia moralidad de la persona.

Ya expresamos que los síntomas que presentan las personas pueden ser innumerables, clasificables sin duda en variadas formas sindromáticas. Incluso se puede intentar una clasificación nosológica, como lo han hecho las clasificaciones internacionales de las enfermedades mentales (DSM3-R; ICD10). Los síntomas, sin embargo, de acuerdo a nuestra experiencia, son únicos y específicos para cada individuo, según sea el significado que cada uno le otorgue a la agresión, según sea la forma en que cada uno resistió o no resistió la violencia, según sea la relación que cada uno estableció con el torturador, según sean los sentimientos que en cada uno despierta la negación, la mentira, el ocultamiento, la injusticia, según sea el sentimiento de abandono, persecución y desprotección que se establezca hacia el poder.

No son los síntomas ni los síndromes los que clasifican estos trastornos. Lo que les da su especificidad es su origen, su etiología. Lo que desencadena los psicodinamismos descritos en la producción de los trastornos es una conducta que agrede y contradice todos los niveles del vivir y convivir humano.

X. Consecuencias sobre la familia

La muerte o la amenaza de muerte es un acontecimiento que puede perturbar gravemente a una familia.

Una unidad familiar se encuentra en equilibrio funcional cuando atraviesa un período tranquilo, en el cual cada uno de sus miembros funciona con un grado de eficacia razonable. Frente a la pérdida física, funcional y emocional, de alguno de sus miembros, la intensidad de la reacción emocional depende de la importancia funcional de la persona que muere, del rol que ocupaba en la estructura familiar (proveedor, contenedor, normativo, afectivo, etc.), del ciclo vital de la familia, del proceso de duelo que logran desarrollar, de su participación en la búsqueda de verdad y justicia, del reconocimiento de su verdad por su entorno inmediato y por la sociedad.

La represión política y los crímenes cometidos son fenómenos que atacaron y dañaron a grupos de personas más o menos organizados en lo político, sindical y social. Pero en última instancia el daño es sobre personas concretas que forman parte de una familia.

Los hechos represivos que afectaron a las familias rompieron deforma brusca y dramática un equilibrio, funcional o no, pero logrado en el transcurso de años, una dinámica particular entre sus miembros, una forma especial de relación afectiva y comunicacional. La estructura jerárquica se alteró dándose una reestructuración que tuvo como eje la adecuación a la pérdida de un familiar y el enfrentamiento del hecho represivo.

Esta readecuación, al ser funcional a las circunstancias, cumplió como mecanismo de defensa, con la tarea de protección, de sobrevida y de evitación del quiebre individual y familiar frente a la parálisis y el terror.

Las familias han logrado estructuras de nuevo tipo con diferentes grados de estabilidad, más allá de la presencia de relaciones más o menos patológicas en su funcionamiento.

El tiempo que la familia necesita para establecer un nuevo equilibrio emocional depende de su integración emocional anterior y de la intensidad del trastorno traumático. Una familia bien integrada puede tener una reacción significativa en el momento, pero luego adaptarse. Una menos integrada puede manifestar una reacción menos evidente en el momento, pero responder en el tiempo con síntomas de enfermedad física o emocional, o con conductas sociales atípicas en su totalidad o en alguno de sus miembros.

Ante el crimen y la no comprensión del por qué, cómo y quién, hubo dos tipos generales de respuestas por parte de la familia:

• El aislamiento y retraimiento individual y familiar que condujo en último término a la «privatización» del daño: la familia experimenta la muerte como perteneciente sólo al ámbito privado de ella, cual si fuera una muerte accidental o natural, no pudiendo contextualizarla en lo sociopolítico. Por un lado, se generan culpas por no haberlo cuidado suficientemente, no haberse relacionado con él o ella más profundamente o de mejor forma, no haber estado más con él, etc.

Por otro lado, al no poder verter la rabia, la impotencia, el terror, la pena que produjo el hecho, y no poder compartirlos y validarlos con otros, estos sentimientos se vuelven hacia la persona como autoagresividad y depresión, y en las familias se expresan como tensiones internas indefinidas que producen roces, choques y conflictos, los que al reproducirse en el espacio personal y familiar generan serias disfunciones: crisis, rupturas y desintegración familiar.

• Una segunda forma de respuesta más organizada es la de agruparse en organizaciones de derechos humanos y/o de familiares, lo que les ha permitido otorgar un sentido al dolor, canalizar la rabia en una dirección más adecuada y reivindicar a las víctimas. Esta forma de respuesta ha generado también conflictos crónicos al interior de las familias por los diversos roles asumidos entre sus miembros, produciéndose así una limitación en el repertorio de sus conductas. Sea cual fuere el tipo de respuestas que han logrado implementar los familiares, el hecho que no haya sido posible, salvo casos excepcionales, conocer la verdad completa de lo ocurrido v que hov sea más lejana aún la esperanza de juicio a los responsables de los delitos, los ha dejado víctimas impotentes de la impunidad y, por tanto, con graves obstáculos para sanar del daño y poder proyectarse en el futuro en forma autónoma como grupo familiar.

Frente al crimen y la impunidad podemos ver que existen a lo menos seis dinámicas en los familiares: de negación y aislamiento; de identificación con la muerte; de culpa; de desplazamiento de lo social y lo privado; dinámicas de confusión y, por último, dinámicas de formación reactiva. Estas seis dinámicas se superponen y son difíciles de observar por separado, pero son comprensibles al verlas actuar dentro de las familias, en las cuales los diferentes miembros asumen alguna o varias de estas formas de reacción frente a la pérdida.

De este modo, los trastornos que hemos observado en las familias, como consecuencia de los crímenes y de la impunidad se traducen, en sus relaciones externas, en:

  • aislamiento social, como grupo y también de algunos de sus miembros
  • marginalidad
  • desconfianza hacia el entorno, con graves dificultades para crear nuevos vínculos sociales
  • no participación en la vida política
  • falta de proyección en el futuro.

En lo intrafamiliar, las consecuencias aparecen como:

  • inseguridad ante lo cotidiano y ante el futuro
  • dificultades intrafamiliares en el establecimiento de buenas relaciones de comunicación
  • rigidización de las relaciones intrafamiliares (familias aglutinadas) o casi absoluta falta o quiebre en las relaciones (familias dispersas)
  • rigidización de los límites hacia afuera, extrafamilia, con dificultad para permitir el ingreso de otros (amigos, parejas, conocidos, familia política, etc.)
  • rigidización de sus jerarquías
  • sentimientos de minusvalía de varios de sus miembros
  • temor permanente de que a alguno de sus miembros le suceda «algo» indefinido, con actitudes de aprehensión y sobreprotección
  • dificultades para sortear los cambios producto del paso a los diferentes ciclos vitales, vistos como amenaza contra la integridad familiar
  • contención, represión o negación de sentimientos vistos como «negativos» (dolor, tristeza, rabia,etc.) o no aceptables desde lo valorice
  • proyección en los nuevos miembros de inestabilidad vital, desesperanza, desconfianza y temor.

La posibilidad de luchar contra la impunidad ha venido a ser una nueva irrupción en la estructura adquirida por la familia, una resignificación del hecho traumático, una vuelta, en muchos casos, a poner el hecho criminal y la pérdida en el centro de la dinámica familiar. Con la impunidad este equilibrio se rompe y nuevos ciclos de importantes trastornos se inician y se remidan frente a conductas contradictorias, paradójicas y Regadoras que asume el Estado y la institucionalidad, frente a este problema.

XI. Consecuencias sobre la sociedad

¿Qué efectos tiene sobre la sociedad la existencia de Crímenes contra la Humanidad, ocultos en el tiempo por la impunidad?

Es en el comportamiento de la sociedad civil y del Estado donde las consecuencias de estos crímenes y su negación se dan en forma directa, abierta y generalizada, volviéndose por ello más desgarradora. Sin embargo, no es posible objetivarla porque sus efectos son inconmensurables.

Para algunos, principalmente sociólogos, la sociedad es la fuente principal de la moralidad y es en ella precisamente donde la impunidad produce el quiebre ético. Pues sin verdad y sin justicia, la ética, «como parte de la filosofía, que trata de la moral y de las obligaciones del hombre», se desintegra paulatinamente, produciendo, como se observa, un proceso continuo de ruptura del vivir y convivir con el otro. Este quiebre ético que se inicia con el poder dictatorial persiste durante los períodos de transición con la perpetuación de la impunidad.

Es en la sociedad además, donde las dos principales formas de impunidad se conjugan indisolublemente. En la primera, ligada a la violencia estructural, la violencia histórica intrínseca a la realidad latinoamericana, la impunidad se concretiza a través de la injusticia social. En la segunda, en cambio, ligada a los crímenes, es en la falta de verdad y de justicia donde ella se expresa.

Señalaremos algunos elementos de la injusticia social, pues gran parte de la población atendida por nosotros pertenece a los sectores más carentes y desposeídos. En estas personas se conjugaron dramáticamente, luego del golpe militar, ambas formas de impunidad.

La verdad, en el caso de la violencia estructural producida por la injusticia social, aunque pretenda ocultarse es visible y no se puede negar. Es la extrema pobreza que inunda amplios territorios de este continente.

En la época actual las políticas neo-liberales aplicadas en Latinoamérica y específicamente en Chile, «si bien han logrado ciertos triunfos, como por ejemplo la reducción de la inflación y el manejo de indicadores macro-económicos», han hecho que los pobres hayan aumentado y que la diferencia entre los poseedores y los carentes, entre los ricos y los miserables, sea más profunda.

Esta situación de falta de seguridad, de falta de posibilidades, de carencia y de desamparo, ha provocado junto con un mal entendimiento del rol humanizador que debiera tener el poder, graves alteraciones que se manifiestan en algunas de las siguientes patologías sociales: migración rural a las ciudades, realizada en forma crítica y desesperada; niños en la calle; asesinato de ellos; degradación humana y prostitución; violencia callejera e intrafamiliar, vandalismo; patologías médicas por carencia, alcoholismo y drogadicción. En suma/ manifestaciones de deprivación humana: promiscuidad, analfabetismo, aislamiento, incomunicabilidad, lenguaje castrado o mutismo. Martirio.

Al estudiar las consecuencias de la impunidad en familias de ejecutados políticos y de detenidosdesaparecidos en dos regiones del sur de Chile, hemos comprobado que estas dos formas de impunidad se han unido para transformarse en la verdadera etiología de los graves trastornos que se observan.

Por otra parte, la patología social, como ha sido descrita en varios países latinoamericanos (Guatemala, Perú y Colombia entre otros), ha recrudecido notablemente en el entorno chileno, agravando la convivencia cotidiana.

Toda la sociedad, de algún modo, se enteró de la existencia de la tortura, de los desaparecimientos, y la guerra psicológica se encargó de aumentar el Terror Colectivo, necesario para mantener el poder. Con ello, un miedo muy profundo, las más de las veces experimentado inconscientemente, impregnó a la sociedad. Algunos lo reconocieron. La mayoría lo negó. Sin embargo, frente a esta realidad los pensamientos y las ideas crearon y recrearon imágenes de tortura, de asesinatos, introduciéndose en la conciencia de la población como una fantasía siniestra.

De este modo, el crimen producido por la violencia humana se esparció por la sociedad, penetrando profundamente en la subjetividad, para grabarse definitivamente en el inconsciente colectivo.

Frente a esta situación, el mecanismo de defensa será la negación, la «obstrucción del saber», la ruptura con la realidad y la necesidad, por tanto, de no percibir, de bloquear los sentimientos. «Los afectos se retiran de la exterioridad», se produce la ruptura del vínculo con la sociedad, del intercambio con el otro. Se exacerba el individualismo.

El encierro en sí mismo, la desconfianza, la fragmentación social, son algunas de las consecuencias que hemos registrado en los trabajos realizados por nosotros en pequeños poblados cordilleranos.

Es interesante señalar además, otra consecuencia muy significativa. Al no responder el Estado por las violaciones, al no identificar a los responsables, al no develar la verdad y al negar la justicia, añade a lo anterior la posibilidad de usar y justificar la violencia.

¿Qué sentido tienen ahora los valores del bien y del mal en el proceso de vida de la sociedad? Con la impunidad la estructura civil de la responsabilidad se derrumba irremediablemente, produciéndose en la sociedad una convivencia disociada: por saber y ocultar, por estar informado y callar, por querer olvidar y recordar, por querer el bien y transar, por querer ser conciliador y rebelarse.

En consecuencia, las dos formas de impunidad descritas, con los respectivos mecanismos que hemos señalado, se han transformado en un trauma continuo sobre la sociedad.

Más grave ha llegado a ser esta situación durante los períodos de transición que siguieron a las dictaduras: en la mayor parte de los países latinoamericanos, por diversos mecanismos, se ha instalado la impunidad, negando en el hacer y en el decir lo que se había ofrecido a la población. Mostraremos brevemente el caso de Chile, como paradigma de esta trágica paradoja: hablar de dignidad destruyéndola.

En el programa del primer gobierno de la transición se leía textualmente lo siguiente: «El gobierno democrático se empeñará en el establecimiento de la verdad en los casos de violaciones de derechos humanos que hayan ocurrido a partir del once de septiembre de 1973. Asimismo, se procurará el juzgamiento, de acuerdo a la ley penal vigente, de las violaciones de derechos humanos que importan crímenes atroces contra la vida, la libertad y la integridad personal». Este fue el contenido ético del discurso de la Concertación por la Democracia.

Se prometió «derogar aquellas normas procesales, dictadas bajo el actual régimen, que ponen obstáculos a la investigación judicial o establecen privilegios arbitrarios que favorecen a determinados funcionarios estatales eventualmente implicados en violaciones de los derechos humanos».

Se dijo que «en ningún caso el Estado podrá renunciar al ejercicio de la acción penal, sin perjuicio de la facultad de los particulares afectados de hacer valer sus propios derechos».

Se cuestionó el Decreto Ley de Amnistía. «Por su naturaleza jurídica y verdadero sentido y alcance, el DL sobre amnistía de 1978, no ha podido ni podrá ser impedimento para el establecimiento de la verdad, la investigación de los hechos y la determinación de las responsabilidades penales y consecuentes sanciones en los casos de crímenes contra los derechos humanos, como son las detenciones seguidas de desaparecimiento, delitos contra la vida y lesiones físicas o psicológicas gravísimas. El gobierno democrático promoverá la derogación o nulidad del Decreto Ley sobre Amnistía».

Se acordó la necesidad de establecer la verdad sobre lo ocurrido. Elegido el nuevo gobierno, se creó al ig'ual que en otros países sudamericanos, las así llamadas Comisiones de Verdad, de Esclarecimiento, que en Chile se llamó de «Verdad y Reconciliación».

Entre las recomendaciones de esta Comisión en lo referente a la verdad, expresó textualmente lo que sigue: «El establecimiento de la verdad aparece a la vez como una medida de prevención en sí misma y como el supuesto básico de cualquier otra medida de prevención que en definitiva se adopte. La verdad, para que cumpla su función preventiva, debe reunir ciertos requisitos mínimos, a saber, ser imparcial, completa y objetiva, de manera de formar convicción en la conciencia nacional acerca de cómo ocurrieron los hechos y de cómo se afectó indebidamente la honra y la dignidad de las víctimas».

Y respecto a la Reconciliación se señaló que la Justicia era indispensable: «desde el punto de vista estrictamente preventivo, esta Comisión estima que un elemento indispensable para obtener la reconciliación nacional y evitar así la repetición de los hechos acaecidos, sería el ejercicio completo, por parte del Estado de sus facultades punitivas...», agregando más adelante: «estimamos necesario penalizar el ocultamiento de este tipo de información...»

Indudablemente el Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación significó un avance en el conocimiento de la verdad. Ella se transformó en oficial.

Pero aún así esta verdad estaba incompleta, escindida. Al lado del listado de las víctimas no existía el listado de los responsables. Un espacio vacío, una hoja en blanco para la percepción social.

Además en el caso de Chile la tortura, principal arma de destrucción y sometimiento de la dictadura, quedó fuera de mandato. Por otra parte, trasgrediendo el principio básico del derecho internacional que dice que las violaciones de los derechos humanos son actos que corresponden sólo a los Estados, se incluyeron crímenes causados por la violencia política que se originó como respuesta a la dictadura. Sólo algunos casos que la Comisión consideró con convicción y con nuevos antecedentes fueron enviados en forma privada a la justicia. De este trámite no se enteró ni la sociedad ni, en algunos casos, la familia.

Publicado el Informe de la Comisión todas las ramas de las Fuerzas Armadas lo desconocieron. Negaron los crímenes y en forma altanera proclamaron su verdad. Nadie los refutó. Luego, en forma paulatina, se fue produciendo una reducción de las exigencias, se va confundiendo a la población a través del discurso y la confrontación ideológica. Se envían mensajes tales como que «se hará justicia en la medida de lo posible».

Se inicia una trasfiguración del lenguaje y de los significados: los terroristas no son los que cometieron las violaciones de los derechos humanos. Se llama reconciliación a la impunidad, transición a la persistencia del poder dictatorial, demócratas a los opresores, excesos a los crímenes, estado de derecho a la arbitrariedad.

Se construye un discurso basado en falsos supuestos: a objeto de salvaguardar la democracia se sacrifica el tema de los derechos humanos; en función de encontrar la verdad se abandona la justicia; para conocer la verdad se protege al responsable; para obtener la reconciliación se debe encontrar sólo restos.

Son estas conductas y discursos de las democracias en transición las que agregan, a la patología social existente, escepticismo, falta de sentido, anonúa y sentimientos muy profundos de frustración y desesperanza.

Por esto consideramos que, tanto o más importante que encontrar los restos de los desaparecidos y curar las secuelas de la tortura, es descubrir a los responsables y hacer justicia.


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Nota:

1. EI trabajo conjunto con juristas, educadores y trabajadores de derechos humanos ayudó a enriquecer el contenido del presente texto. Estamos conscientes que el discurso de este trabajo se mueve entre «lo científico» y lo predominantemente subjetivo. Esto es así porque el acercamiento a este problema nos involucra profundamente.

La bibliografía citada incluye sólo algunos de los textos que hemos utilizado como apoyo de nuestra práctica. Algunas citas de ellos han sido puestas entrecomillados.

Agradezco a Verónica Seeger por sus aportes para el capítulo «Consecuencias sobre la familia» y. muy especialmente, a Víctor Espinoza, cuya lectura y reflexiones ayudaron a hacer más comprensibles estos contenidos.


Editado electrónicamente por el Equipo Nizkor- Derechos Human Rights el 05abr02
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