Labradores de la Esperanza
Caracterización de las familias y su evolución
en relación al trauma y la impunidad


1. Intervención psicológica y social.

A partir del trabajo de investigación sobre las violaciones del derecho a la vida ocurridas en la VII Región realizado entre 1989 y 1991, establecimos fuertes lazos con las familias a medida que reconstruíamos la historia junto a ellas. Este vínculo con las familias se ve favorecido, especialmente, porque prestábamos una gran dedicación a lo que denominamos el "perfil psicológico" de cada persona ejecutada o desaparecida, al tiempo que compartíamos el dolor, la frustración y la impotencia ante la carencia prácticamente absoluta de verdad y justicia.

El vínculo afectivo y el sentimiento de unión ante un objetivo común, el esclarecimiento de la verdad y la obtención de justicia, se consolidaron con el lanzamiento del Tomo I de "Labradores de la Esperanza", al crear un espacio colectivo en que cada familia se apropió física y emocionalmente del libro que había ayudado a construir.

Así, cuando tomamos la decisión de iniciar la intervención jurídica ya existía una relación de confianza entre CODEPU y los familiares de detenidos desaparecidos y de ejecutados políticos, pertenecieran o no a las Agrupaciones correspondientes.

Sin embargo, nuestros primeros encuentros tuvieron un alto nivel de tensión y de desconfianza de parte de los familiares, que reaccionaron inicialmente con recelo, incredulidad y desesperanza. En efecto, en el curso de la primera entrevista éramos nosotros los interrogados: el familiar trataba de encontrar alguna lógica en nuestro interés por el tema, buscando una historia personal o familiar de represión que nos hiciera confiables o cercanos, indagando en las razones y objetivos de la intervención jurídica, así como planteando su falta de credibilidad en la justicia.

A medida que nuevos encuentros fortalecían la relación, nos fuimos percatando que el trasfondo de desconfianza no tenía que ver directamente con nosotros sino especialmente con el aislamiento social vivido por estas familias durante tantos años producto de la negación de la verdad, la falta de justicia y la estigmatización de sus seres queridos; y debido también al quiebre de los vínculos solidarios en la sociedad chilena por tantos años de dictadura que hacía difícil comprender nuestra motivación, sin que mediara una razón personal (un hecho represivo) tan real como la de ellos.

Por otra parte, como la mayoría de los profesionales de CODEPU son jóvenes, aparecía más claramente la ausencia de una vivencia directa de la dictadura. En general hemos visto, tanto en ex-presos políticos como en familiares de detenidos desaparecidos y ejecutados políticos, que la situación de aislamiento y marginación vivida por ellos no les permitía ver el daño social generalizado provocado por la dictadura: esto es, que el temor y la incertidumbre no sólo afectó a su generación y a sus familias sino que marcó profundamente la vida de la mayoría de los chilenos.

Con el tiempo esa misma juventud de los miembros de CODEPU actuó como elemento positivo en la relación afectiva, de calidez y de recepción más familiar, con una suerte de admiración hacia el equipo, interpretando su interés como "bondad de estos jovencitos", percibiendo la solidaridad desinteresada y el compromiso más afectivo que intelectual y político.

Una vez traspasadas las barreras se fue configurando un mundo de confianza al que accedimos y pudimos compartir al interior del grupo familiar en todos los planos.

2. Caracterización de la familia.

En general, la situación económica, y por tanto la calidad de vida de estas familias, es bastante precaria. Suelen convivir familias extensas, hasta de tres generaciones, en una misma casa.

La dinámica familiar predominante es aquella propia de la familia aglutinada, con pocos límites interindividuales o generacionales, en que se entremezclan los diferentes roles, siendo difícil construir espacios propios y proteger la interioridad que caracteriza nuestra individualidad como persona. El convivir, que aparece como una solución a los problemas económicos, es también un recurso frente a los problemas sociales y psicológicos.

Inicialmente, esta realidad nos pareció perturbadora para profundizar en el tema y para lograr una mayor intimidad. Durante las visitas nos limitamos a compartir la vida familiar cotidiana y sus conflictos, lo que nos permitió luego relacionarnos con toda la familia y conseguir que entre sus miembros se compartiera tanto la información de los hechos como los sentimientos tanto tiempo bloqueados. Pudimos así comenzar a compartir y recrear la memoria del ausente.

La historia represiva fue reconstruida con lentitud. Los familiares tendían a evitar al máximo el tema, por la presencia de otros y por temor al dolor. A través de las conversaciones comenzaron a aparecer historias, momentos dolorosos, el nombre del ausente fue posible de nombrar, integrándolo poco a poco a la vida familiar pasada.

Salvo aquellas familias que históricamente pertenecían a organizaciones sociales, políticas o gremiales, la mayoría desconocía el por qué de los acontecimientos que habían vivido, y menos comprendían por qué su familiar había sido detenido, torturado, asesinado o hecho desaparecer.

Incluso en familias en que algún miembro tenía activa participación y permanente contacto con organismos de derechos humanos, los mas jóvenes tenían un vago conocimiento del hecho represivo, pues eran temas evitados en la familia. A ello se agrega su propia resistencia a preguntar sobre aquello que no se conoce o que se imagina, por temor a profundizar el dolor. La peligrosidad del secreto familiar se revela con toda su fuerza.

Aparece una familia unida en un dolor que todos saben y sienten, pero del cual no se habla, con preguntas que no llegan a ser planteadas y para las cuales no hay respuesta. Las imágenes fantasmagóricas surgen así para rellenar aquellos vacíos, provocando miedo, inmovilidad y parálisis.

Cuando algunos pudieron hablar, fue posible constatar una vivencia emocional tan presente como aquella del día en que ocurrió el arresto y la desaparición o muerte.

Ante la presencia de más de un miembro de la familia, apreciamos diferencias en la información, en su lectura y en la postura personal de uno y otro, pudiendo percibir las diferentes consecuencias y efectos a largo plazo que provoca el trauma, el miedo, un duelo congelado y la persistente impunidad.

3. Dinámica intrafamiliar.

Una unidad familiar es un lugar de protección, afecto y desarrollo del individuo, una estructura que le permite crecer, socializarse y avanzar en su ciclo vital. La familia se encuentra en "equilibrio funcional" cuando atraviesa por un período tranquilo, en el cual cada uno de sus miembros conoce las reglas intrafamiliares, funciona con un grado de eficacia razonable y puede avanzar en su ciclo vital individual, en el desarrollo de sus tareas, proyectos y metas personales en forma contenida y protegida, a la vez que armónicos con el propio sistema familiar.

De manera general, puede afirmarse que una familia enfrenta el desafío de los cambios y las crisis, tanto internos como externos, manteniendo su continuidad, apoyando y estimulando el crecimiento de sus miembros mientras se adaptan a la sociedad.

Frente a los cambios intrafamiliares (nacimientos, nuevos miembros, muertes, enfermedades, cambios de ciclo vital) o sociales (cambios en lo laboral, status económico, situaciones políticas nacionales, etc.) la familia se adecua para recuperar el equilibrio funcional y seguir avanzando en el desarrollo de sus proyectos y metas grupales e individuales.

El tiempo que una familia necesita para establecer un nuevo equilibrio dependerá de su integración anterior, de su funcionalidad y de la resolución del trastorno sufrido.

Una familia bien integrada puede tener una reacción significativa en el momento de la muerte de uno de sus miembros, pero luego puede adaptarse. Una menos integrada puede manifestar una reacción menos evidente en el momento, pero más adelante sus miembros responden con síntomas de enfermedad física, psicológica o conductas sociales no deseadas.

En el caso de estas familias víctimas directas de la dictadura, la pérdida física y emocional sufrida en forma tan siniestra rompió, en forma brusca, incomprensible y dramática el equilibrio, funcional o no, logrado en el transcurso de su vida familiar. Alteró profundamente la dinámica interna, trastocó los roles, las formas de comunicación, la estructura jerárquica, los lazos afectivos y, por último, las tareas de cada uno.

A diferencia de otras formas de pérdidas traumáticas (accidentes por ejemplo) aquí la pérdida del ser querido está ligada a un crimen negado o a una ejecución aberrante, en que lo siniestro no está expresado sólo como catástrofe sino como la violencia ilegítima ejercida perversamente contra la esencia misma de nuestra humanidad.

A lo largo de los cuatro años compartidos con estas familias, hemos observado que luego de la pérdida traumática de uno de sus miembros han logrado diferentes grados de desarrollo, estabilidad y equilibrio.

La profundidad de la desestructuración que sigue a la pérdida de un miembro familiar guarda estricta relación con:

  • La importancia afectiva del miembro ausente.
  • El rol asumido o adjudicado en la trama familiar (proveedor, contenedor, normador, etc.).
  • El ciclo vital individual que atravesaba cada miembro.
  • El ciclo vital de la familia en su conjunto.

Por otra parte, luego del trauma provocado por un crimen siniestro, la reestructuración ante la pérdida es fuertemente influenciada por:

  • El proceso de duelo desarrollado.
  • La participación en los ritos sociales respecto a la muerte.
  • La posibilidad de acceder a la verdad, al conocimiento de los hechos.
  • El reconocimiento de la verdad por el entorno inmediato y por el resto de la sociedad.
  • El logro de justicia y, por tanto, la redignificación de la figura del ausente y la propia.

En estas familias víctimas de la violencia y el crimen, su estructura vital anterior fue destruida y se tornó insuficiente: el objetivo central familiar dejó de ser el crecimiento y la protección. El objetivo central pasó a ser la sobrevida.

Lograron (o más bien, sufrieron) una reestructuración cuyo eje fundamental y único fue la adecuación al hecho represivo. Esta adecuación actuó como mecanismo de defensa vital frente a la posibilidad de desmembramiento familiar, frente a la fantasía de quiebre, de desintegración, de temor ante nuevas pérdidas.

Sin embargo, a través de este mecanismo defensivo de aglutinación quedó profundamente alterada la tarea de desarrollo natural de la familia, dificultándose e impidiéndose la individuación e independencia de cada uno de sus miembros, produciéndose un estancamiento en el desarrollo individual y en el conjunto de la estructura familiar. Los ciclos vitales naturales (adolescencia, adultez, construcción de pareja y nueva familia, etc.) son sentidos por la familia como riesgos vitales, como procesos que atenían contra su estabilidad, desarrollándose conductas de resistencia al cambio, a la maduración y a la emigración natural de sus miembros.

Todo este proceso de rigidización y aglutinación defensivo se expresa fuertemente en la afectividad: como veremos más adelante, el dolor y el terror se encapsulan, negándose su manifestación ante situaciones que naturalmente lo provocan; la pena y el sufrimiento tiñen con un trasfondo de melancolía permanente lo cotidiano; la rabia e impotencia, difíciles de canalizar, se manifiestan por reacciones de irritabilidad desmedidas, a través de la culpa y el remordimiento; así, los posibles momentos de alegría y tranquilidad no se sienten legítimos, negándose a disfrutar o restringiendo su expresión y reconocimiento. También el cariño y el amor se expresan polarmente: por un lado, al interior de la familia se sobredimensionan llegando a la sobreprotección, dependencia y conductas aprensivas y, por otro lado, ante nuevas relaciones no se entrega plenamente, como temiendo que se reitere el dolor tan intolerable que se vivencia ante la pérdida de seres queridos.

4. Reestructuración de la familia y de sus miembros.

Como vimos, la muerte siniestra de un miembro de la familia tiende a crear un sistema familiar aglutinado, con un sentido de pertenencia extremo, al punto que requiere de un importante abandono de la autonomía y de la diferenciación, lo que desalienta la exploración y el dominio autónomo de los problemas de sus miembros.

Por otra parte, los límites al interior de la familia dejan de ser eficaces. Esto provoca que lo que padece un miembro de ella repercute y produce un rápido eco en los otros miembros.

Los canales internos de comunicación familiar aparecen rigidizados, dejando en el ámbito de lo innombrable el hecho represivo o, más bien, los sentimientos allí vivenciados, quedando el mundo afectivo encapsulado en la individualidad, lo que se extiende a casi la totalidad de la vida afectiva de los miembros de estas familias y sus vínculos.

La autorepresión de los sentimientos "negativos" (la pena, el dolor, el temor, la emocionabilidad) aparece como fortaleza y es ampliamente valorada al interior de la familia.

La verbalización de los sentimientos de temor es vivida como deslealtad o cobardía. Incluso su expresión en los más pequeños aparece como "debilidad" atentatoria de la integridad y dignidad familiar.

Las situaciones cotidianas generan sentimientos angustiantes de desprotección e impotencia. Impresiona la fuerza con que ha sido transmitido el temor y la rabia, dificultándoles a los más jóvenes su relación adecuada con el entorno.

A todos estos factores se suma la necesidad familiar de centrar las energías en lo cotidiano, en lo concreto, en la supervivencia, lo que llega a conformar un modo de relación reforzado constantemente por las necesidades económicas.

Ahora bien, expondremos en forma didáctica las diversas variables que influyen en el desarrollo del proceso de reestructuración, pero teniendo claro que éste es el resultado de la interacción recíproca entre todas ellas. La reestructuración gira, principalmente, en torno a siete situaciones:

  • Rol que ocupaba el miembro ausente y cómo es sustituido.
  • Ciclo vital familiar por el que atravesaba la familia.
  • Ciclo vital individual de cada uno de sus miembros.
  • Proceso de duelo realizado (familiar e individual).
  • Participación en la búsqueda de verdad y justicia.
  • Reconocimiento del entorno cercano y de la sociedad (reparación moral y concreta).
  • Intervención jurídica, logro de justicia.

5. Reestructuración en cuanto al rol.

5.1. Rol de madre y esposa.

El rol materno tradicional implica que una madre debe encargarse del apoyo afectivo y de resolver los problemas cotidianos de la economía del hogar como "ama de casa" (orden, aseo, alimentación, etc.).

En el caso de las familias que perdieron al padre, las mujeres han tenido que asumir también el rol paterno, de proveedoras y Hormadoras del núcleo familiar. Esto les ha significado salir al mundo externo, buscar trabajo remunerado y cumplir múltiples tareas. A ello sumamos el hecho que, en general, ellas solas se hicieron cargo de la búsqueda de su familiar, de conocer la verdad, de pedir justicia. Esta multiplicidad de tareas les ha obligado a dejar de lado, por recarga emocional y laboral, sus tareas de género, lo que les ha provocado una fuerte sensación de culpa.

Así, la madre aparece como ausente, exigente, descalificadora y poco empalica, excesivamente fría e independiente.

Además, como mujer tienden a clausurar la posibilidad de volver a tener una pareja. Esto se da, por una parte, por la existencia de un duelo no resuelto, en que la pérdida de la pareja no termina de ser asumida, agravándose en el caso de los detenidos desaparecidos, en que se mantiene la esperanza de reencontrarlos; por otra parte, y como consecuencia de lo anterior, la idealización de las cualidades de la pareja perdida y la descalificación de otros hombres, por la culpa y la presión familiar, las lleva a bloquear los cauces afectivos naturales, autoimponiéndose el sacrificio de no construir nueva pareja y guardar lealtad con el ausente.

Sólo en contados casos se va formando una nueva pareja, pero siempre con culpa y con una gran dificultad para que este nuevo miembro familiar sea aceptado sin ser comparado con el ausente: es obligado a competir en lo cotidiano, pasan sus propias cualidades inadvertidas y se destacan reiterativamente las virtudes del "otro", del ausente idealizado.

5. 2. Rol de padre-madre.

En el caso de que la víctima sea un hijo, habitualmente la madre termina dejando de lado su relación de pareja, centrándose en su dolor y no pudiendo compartirlo con su marido, con un fuerte grado de autoinculpamiento ("Ώpor qué lo dejé hacer...?") y de culpabilización encubierta o no consciente de su pareja. Por otra parte, también se le dificulta volver a relacionarse con sus otros hijos, descuidando su relación con ellos y estableciendo comparaciones tácitas o explícitas (era más inteligente, más cariñoso, más estudioso, más buenmozo, más bonita, etc.), con severas dificultades para percibirlos en su diferencia. Esto hace que las(os) hijas(os) sobrevivientes se sientan en permanente comparación y descalificación respecto al hermano(a) ausente, idealizado, con una constante sensación de impotencia y frustración.

En cuanto al padre que perdió al hijo(a), la autorepresión cultural del dolor le hace aparecer frío y descariñado, como que no quería tanto a su hijo; a la vez que su rol de proveedor y protector de la familia, por lo general, no le permitió dedicarse a la búsqueda del hijo y al esclarecimiento de la verdad, provocándole un sentimiento de impotencia, deslealtad y culpa. A la vez que la pareja se aleja y recrimina recíprocamente: él reclama dedicación y cariño, ella compromiso y seguridad.

5. 3. Rol de hijo.

Los hijos no sólo pierden al progenitor muerto, sino que también queda afectada gravemente su relación con el otro progenitor. Esto provoca en ellos grandes carencias afectivas, que son más profundas mientras menos edad tienen. También se les dificulta establecer relaciones con su pares, tanto por las tareas que deben asumir con la familia como por la dificultad para comunicar el drama que viven, ya sea porque es un secreto familiar, o por temor o aislamiento.

Se aprecia en su relación con el otro una gran soledad, encubierta como fortaleza, con apariencia de independencia ("como si"), pero con un fuerte lazo de dependencia y posesividad.

El hijo o la hija mayor asume un rol parental: el cuidado de los menores, el confidente del padre o madre, el cuidado de la casa, dejando de lado su propio desarrollo. Carece de modelos sociales "normales" de identificación, al igual que de modelos de pareja.

Las hijas mujeres tienden a asumir a temprana edad un rol materno en relación a sus hermanos menores. Más tarde son madres precozmente, como continuación natural de una tarea y una vida. En su mayoría llegan a ser madres solteras, lo que parece reflejar su dificultad para emigrar y construir su propia familia.

Los hijos hombres asumen el rol de pareja de la madre, sobreprotectores y celosos cuidadores, con sentimientos de frustración y minusvalía por no poder suplir al esposo. Por otra parte, carecen, en general, de un modelo de identificación masculina y posteriormente les resulta difícil establecer relaciones amorosas con otras mujeres, atrapados en su lealtad y fidelidad con la madre.

Los hijos menores no tienen recuerdos claros del padre; a menudo es un tema que no se conversa. Sólo hay imágenes idealizadas, carentes de corporalidad. El acceso directo a la afectividad de la madre es difícil, pues suelen estar a cargo de sus hermanos mayores. O también se da la multiplicidad de poderes, por la confusión de roles, con las contradicciones correspondientes.

Los hijos que pierden a su padre suelen tener una imagen idealizada de éste, se les dificulta enormemente proyectar su vida en forma autónoma y libre de mandatos. Por otra parte, su relación con sus hermanos está mediatizada por competencia y disputas por el protagonismo en la relación con la madre viva.

5. 4. Rol de hermano.

Frente a la muerte del hermano, los sobrevivientes se enfrentan con una permanente comparación y alabanza de los padres hacia el ausente. Viven autocomparándose, intentando imitarlo, ser igual y suplir su falta. Es una lucha constante con un fantasma que se recuerda, que se extraña, que duele, que está siempre presente en la dinámica familiar. Esto les provoca un deterioro de la autoimagen, una autodescalificación que les dificulta la individuación, la construcción de un proyecto de vida y su independización, quedando adheridos a la familia y con una sensación permanente de frustración. En otros casos surge la rebeldía, distanciándose de su familia de origen ante la incapacidad de ser como el otro.

Al intentar suplir al hermano perdido, por ser éste el modelo ideal y punto de comparación de sus padres, le resulta muy difícil descubrir sus propios deseos y potencialidades; incluso a veces intenta ocupar el lugar político de su hermano o el rol asignado en el interior de la familia (el "bueno", el "simpático", etc.), anulando su propia individualidad como persona.

6. Ciclo vital y estructura familiar desarrollada hasta el momento represivo.

En la mayoría de los casos, el ciclo vital familiar era de pareja joven con hijos pequeños; en algunos casos con familia extensa, conviviendo abuelos, tíos, etc. Como estructura campesina mantenían jerarquías estrictas, límites precisos, claros y respetados entre subsistemas parental, conyugal, filial y fraternal.

Luego de la situación represiva se conformaron estructuras en general aglutinadas, con roles invertidos, límites confusos y escasa flexibilidad para tolerar los cambios producto del crecimiento de sus miembros, lo que tiende a acentuar la posibilidad de crisis globales ante cambios naturales de sus miembros.

En otras familias no fue posible acceder a una nueva estructura eficaz, desarrollando un alto grado de dispersión, quiebre y aislamiento.

7. Dinámica intrafamiliar en relación al ciclo vital.

Al observar la dinámica familiar se aprecian claramente grandes brechas generacionales, con dificultades importantes en la comunicación.

Los "adultos" aparecen como estancados en su capacidad de proyectarse, adheridos a tareas y trabajos por años, con poca capacidad para cambiar, para divertirse, para relacionarse con el mundo externo.

Esto provoca una fuerte contradicción en el mundo de los más jóvenes, quienes intentan salir de la parálisis e independizarse; pero, al mismo tiempo, temen abandonar la protección del hogar y romper los lazos de lealtad, dejando solos a los adultos y a su vez quedando solitarios ellos mismos.

Por otra parte, sienten que los familiares les reclaman mayor compromiso con el muerto, apareciendo un sentimiento de estar en deuda permanente que los hace seguir adheridos al núcleo familiar.

Conviven con este mundo adulto cargado de recuerdos de aquello que no vivieron directamente. Por otra parte, hay temor en los jóvenes de sobrepasar esta barrera, que a veces es de secreto, optando por no pedir más información, viviendo en soledad sus fantasías de lo siniestro.

Luego de iniciada nuestra actividad jurídica, psicológica y social con la familia, fueron emergiendo los sentimientos y emociones fuertemente custodiados. En los diferentes miembros del grupo familiar, surgió angustia ante lo que se considera "debilidad", apareció gran labilidad emocional, un "andar llorando por todo" y temor a no poder superar nunca lo sufrido, un dolor inagotable que los sobrepasa y les causa temor de quedar incapacitados. Rabia y culpa inundan los relatos.

Los hijos escuchan los recuerdos y comparten los sentimientos con los adultos, se sienten partícipes del dolor; pero al mismo tiempo, aparece en forma más explícita el temor de perder también al progenitor presente, temor a que el recuerdo tan fuertemente actual les cause daño, tal vez enfermedad, tal vez muerte.

Es frecuente que el equipo se sienta inundado por los mismos sentimientos: los relatos nos transforman en activos protagonistas, aun después de dejar a la familia. Vivenciamos el dolor, pero también la culpa, como si abrir el duelo nos hiciera responsables del daño que lo provocó.

El sentimiento permanece, nos sentimos a veces invadidos y adheridos al dolor.

8. Reparación.

El otorgamiento de pensiones a los familiares afectados, como parte de las políticas reparatorias dispuestas por el gobierno, vuelve a remover a los afectados y les somete a profundas contradicciones.

El primer elemento que surge es el destinatario de la reparación, que especificado claramente en la ley, dejó fuera en muchos casos a familiares que llevaron la búsqueda desde el principio y quienes además vivenciaron situaciones represivas.

Por otra parte, los hijos que en 1991 tenían 25 años de edad o más, no fueron indemnizados. Solamente se les otorgó la posibilidad de estudiar mediante una beca, opción a la que muy pocos pudieron acceder ya que el daño ocurrido durante la niñez provocó consecuencias irreparables, como pudimos constatar cuando describimos las familias campesinas.

El hecho de que las pensiones no fueran, en muchos casos, entregadas a quienes al interior de las familias habían sido los más afectados, determinó una nueva injusticia, una nueva exclusión, marginación y no reconocimiento de su propio dolor y sufrimiento.

Cuando la reparación se notifica, surgen conflictos intrafamiliares.

Entran en colisión entonces, la imperiosa y real necesidad de ingresos para una familia generalmente muy pobre, y por otra parte, el sentimiento de ser cómplices por silenciar una verdad sin justicia, por aceptar un precio por el familiar desaparecido o ejecutado; una mezcla de humillación por necesitar de este dinero y de satisfacción por lograr al menos algo concreto de la autoridad de gobierno.

La forma de recibir el dinero derivó en interminables discusiones de detalle; surgen temas de los que no se querría hablar, pero que son inevitables: la apertura de cuentas en los bancos, los modos de recepción, la decisión sobre qué hacer con el dinero, la persona asignada. Dolor, rabia y vergüenza caracterizan este período.

Los comentarios de los vecinos, de otros familiares, incluso dentro de la propia familia y de otras personas ahondaron las contradicciones. Apareció el sentimiento de complicidad con la impunidad y, en otros casos, un gran resentimiento de algunos miembros porque consideraban que al aceptar la reparación sellaban la impunidad. Especialmente en los jóvenes aparecía rabia y rebeldía; dolía la falta de reivindicación social de la figura del muerto.

Este escenario fue el trasfondo sobre el cual las familias, y en muchos casos solo el familiar asignado, se vieron obligadas a decidir si aceptaban o no esta reparación monetaria.

En el momento de hacer el primer retiro de dinero hubo mucho nerviosismo, dolor, vergüenza y culpa.

Acompañamos a los familiares en este proceso y durante el momento mismo de recibir el dinero, compartiendo las muestras de alegría y dolor, sin saber qué hacer o decir, en general enmudeciendo y dejando nuestro apoyo reducido sólo a nuestra presencia.

Más tarde, invertir o gastar este dinero fue una interrogante que provocó noches de insomnio, pesadillas, llanto. Fueron muchas y significativas las decisiones: arreglos del lugar de la sepultura, real o simbólica; regalos a personas importantes para el ausente; arreglo de la vivienda, etc.

En general, el dinero era vivido como regalos del familiar querido, como si estuviera presente y al trabajar hiciera estos gastos.

El cansancio emocional para ellos y nosotros se hizo una vez más evidente.

Durante este período se observó un descenso importante en la participación de los familiares en las agrupaciones y en las jornadas que con ellos realizábamos.

Para muchos, estas ausencias se relacionaban con la reparación económica, esgrimiéndose duras acusaciones entre los mismos familiares: haber vendido a su familiar, contentarse con el dinero, ser cómplices del silenciamiento de la verdad.

Para otros, el cansancio, la edad, la salud y el difícil acceso a los lugares de residencia (no olvidemos que son campesinos), fueron fuertes motivos para quedarse en el hogar.

También algunos optaron por quedarse más en sus hogares, por variadas motivaciones: la frustración por el poco avance hacia la justicia (e incluso retrocesos), el agotamiento frente a las frecuentes resistencias a su participación por parte de otros miembros de la familia, querer disfrutar de lo cotidiano y familiar para espantar los recuerdos, el dolor y la necesidad de alegrar más su vida.

Prácticamente, todos los familiares quedaron con la sensación de que con el Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación y las medidas de reparación de allí derivadas, el gobierno cerraba definitivamente el capítulo de la violación de los derechos humanos por la dictadura militar.

Muchas razones, muchos argumentos, pero ninguno exento de frustración.

Pensamos además que en la mayoría de los casos, lejos de una resolución del drama familiar a partir de esta respuesta gubernamental, disminuir la participación en las Agrupaciones fue más bien una reacción de defensa, de protección ante posibles frustraciones futuras. Esta nueva marginación, ahora "voluntaria", que pareciera que normaliza lo cotidiano, terminó con el sentido esperanzador que los movilizaba durante años, persistiendo en ellos la vivencia de una absoluta injusticia, una impunidad completa.

9. Discriminación en el otorgamiento de la reparación.

El hecho que se haya otorgado la reparación sólo a algunos de los familiares mediante una resolución legal, sin investigar la realidad vivida y la situación actual de los miembros de cada familia, generó al menos dos situaciones complejas:

a) Dejó fuera del reconocimiento y por tanto no sancionado oficialmente, el daño provocado a gran parte de los miembros de una familia, muchas veces a aquellos que llevaron adelante la lucha por años.

Por ejemplo, hermanos de la víctima que dedicaron sus vidas en desmedro de un proyecto propio en lo laboral, familiar, educativo, etc. Este miembro de la familia asumió la tarea ya sea porque quiso,
porque fue tácita o explícitamente designado para ello por los otros miembros, o bien para reemplazar y aliviar a un familiar anciano, enfermo o que por otras circunstancias no podía hacerlo. También dejó fuera a los hijos que en el momento de la ley de reparación tenían más de 25 años (que en el momento del trauma tenían menos de 8 años), sin tomar en cuenta el daño sufrido en su infancia y adolescencia, una vida marcada por la ausencia del padre con las graves perturbaciones que ya señalamos (marginación de sus grupos pares, no acceso a la educación, comparación con el ausente, etc.), lo que repercute claramente en su situación afectiva, social y económica actual.

b) Acentuó los conflictos intrafamiliares previos, en términos de dependencia, dificultades en el proceso de individuación, roles, estructura de poder.

La mayoría de estas familias presenta una difícil situación económica (en muchos casos de extrema pobreza). Al entregar a sólo algunos de ellos una cantidad mensual, se generó un fuerte desbalance interno, pasando más bien a ser un factor de poder y conflicto en lugar de paliar situaciones graves. En toda familia, víctima o no de la represión, se dan conflictos internos, conflictos de poderes, rencores, personalidades fuertes y sometidas, desacuerdos y diferencias de criterios económicos. En el caso de estas familias, cuyas estructuras se han rigidizado como mecanismo defensivo ante la represión, el conflicto se acentuó profundamente.

10. Búsqueda de Justicia y acompañamiento del Equipo.

Al recorrer la historia familiar en conjunto con nosotros, a partir de los recuerdos y vivencias individuales se fue construyendo una imagen colectiva y compartida del familiar ausente. Surgieron imágenes no sólo de dolor o idealizadas, sino también de alegría, rabias y desencuentros.

En nuestras primeras conversaciones compartimos antecedentes de lo que había sucedido durante los años de dictadura, así como la situación actual política, social y jurídica, en un intento de integrar lo que les había ocurrido en el contexto nacional. Se trataba de ubicar en la exterioridad, en el Terrorismo de Estado, la responsabilidad activa de los crímenes cometidos, aliviando así el sentimiento de culpa que por años los embargaba.

Conversamos sobre la necesidad de conocer más profundamente lo ocurrido y la situación legal por la que atravesaban. Intentamos responder a sus dudas, compartir sus vivencias y experiencias.

Esto nos permitió ampliar nuestro conocimiento de su realidad y completar antecedentes para poder actuar en el proceso jurídico. Ellos, al mismo tiempo, pudieron ampliar su capacidad de comprensión y vislumbrar que al participar en el proceso jurídico, no sólo estaban respondiendo al amor y compromiso con su familiar ausente, sino también defendiendo su propia dignidad al ejercer su derecho de luchar por la justicia.

Luego de estrechar este lazo de confianza, revisamos con ellos la posibilidad de reabrir procesos, de presentar querellas y de hacerse parte en los procesos.

Esta sola alternativa movilizó un sinfín de respuestas que aludían claramente al lugar que ocupa cada miembro en la familia, a su relación con el ausente, a su situación actual y a su experiencia durante la época dictatorial.

Sin duda, estas posturas reflejan el espectro de las posibles respuestas que los grupos sociales han tenido a nivel nacional.

Encontramos así:

• Familias que rechazaron categóricamente participar en la búsqueda de justicia, por temor, cansancio, desconfianza hacia la justicia o hacia nosotros, etc. Respetamos su decisión, legitimando su opción y devolviéndoles con nuestra no ingerencia el legítimo derecho a vivir su privacidad. Les ofrecimos el apoyo de la institución para cualquier necesidad que presentaran, y mantuvimos un contacto esporádico, mediante invitaciones a nuestras actividades públicas o interfamiliares.

• Otras familias no quisieron participar en la intervención jurídica, pero expresaron la necesidad de mantener una relación estable con nuestra institución. Con ellos logramos que nuestro vínculo se ligara a una respuesta reparatoria a sus temores y desconfianzas ofreciéndoles el acceso permanente a nuestro acompañamiento humano y profesional para resolver diferentes necesidades como vivienda, reparación, pensiones de gracia, educación, tratamiento médico o psicológico, etc.

• En los casos en que apareció interés por activar los procesos, emergió claramente el daño de la identidad ciudadana que hemos observado en los grupos sociales y en la comunidad. Este se manifiesta como desconfianza en las instituciones del Estado, particularmente en el poder judicial, el que es evaluado como aval de los atropellos de los derechos humanos, cómplice de la dictadura. Esta crisis de la identidad ciudadana resulta reforzada por el hecho de que siguen los mismos actores que en la época represiva y las respuestas judiciales no muestran grandes variaciones respecto al período dictatorial. Existe la percepción de un poder estructural tan grande que desde el inicio se siente una absoluta impotencia. En el caso de las familias campesinas, que por generaciones han padecido la injusticia social inherente al sistema de explotación del agro, esta falta de credibilidad en las instituciones estatales se manifiesta como resignación y sometimiento, expresión de desesperanza y pérdida de la identidad ciudadana.

Así, reconociendo estas y otras limitaciones, aceptando y compartiendo sus temores, pudimos ir estableciendo estrategias en la búsqueda de justicia. En las familias que compartieron nuestra propuesta, tampoco la aceptación fue unánime.

Algunos de sus miembros se abstuvieron de dar su opinión; otros rechazaron de plano la posibilidad, entrando en conflicto con otros familiares, aislándose en forma mas o menos directa y agresiva. Esta actitud fue tomada a veces en las familias en forma comprensiva, en otras fue recibida como traición a la memoria del ausente y como quebrantamiento de las reglas familiares. Algunos miembros insistieron en que participar en la búsqueda de justicia era inútil, un nuevo engaño, que aceptarlo era acatar los límites que el sistema impone y claudicar en la búsqueda de verdad y justicia, al aceptar una forma que no estiman legítima ni satisfactoria.

Hay familias en que la decisión la tomó aquel que cumple con un rol de mayor jerarquía, lo que generó sentimientos de rabia, confusión, exclusión. Quedaban así impedidos de opinar y tomar su propia decisión al respecto, bajo el riesgo de comprometer la estabilidad afectiva del núcleo familiar.

En algunas familias, al principio, aquel que tomó la decisión también tendió a "acaparar" la responsabilidad y las tareas en su totalidad, dejando al resto con graves sentimientos de exclusión y marginación.

A medida que trabajábamos conjuntamente, estos conflictos se fueron modificando, bajando de intensidad; finalmente, al ser sujetos activos en la búsqueda de justicia, se fortalece la unión afectiva de la familia. Compartir la intervención jurídica como tarea o preocupación familiar, como un objetivo importante a lograr, permitió abrir los espacios de comunicación y de expresión emocional que se habían mantenido sellados durante años. Y ello ocurrió aún cuando el tema de la pérdida del ser querido no haya sido objeto de conversación e intercambio previos, o aunque no todos participen directamente en la intervención jurídica propiamente tal, sino más bien en el apoyo afectivo al miembro a cargo de ésta.

Consideramos importante que, a partir de la actividad jurídica, la historia oficial comenzara a ser cuestionada. La investigación-acción es entonces una herramienta de desarrollo individual y colectivo que permite la recuperación de la identidad y de la dignidad al sentirse sujeto social, sujeto de derecho; la participación se torna así una fuente de motivación y prepara a la familia para enfrentar logros y frustraciones no sólo en el proceso jurídico sino también en otros ámbitos de la vida.

11. Reacciones ante los procedimientos de los procesos jurídicos.

Una vez iniciado el proceso, entre las primeras diligencias aparece el careo entre los querellantes y los posibles responsables. Es en este momento cuando con más fuerza el familiar revive lo traumático: emergen con intensidad sentimientos largamente reprimidos, se reactivan múltiples e inacabables interpretaciones terroríficas de los hechos, fantasías, todo lo cual se expresa en trastornos del sueño, de la alimentación, síntomas psicosomáticos, crisis de angustia, sentimientos de persecución, desborde emocional, etc.

Posterior al careo hay un gran cansancio físico y psicológico; se hace patente el enorme desgaste emocional, el agotamiento ante la intensa movilización afectiva. Una mezcla de sentimientos que sólo algunos podían discriminar y verbalizar: rabia por el cinismo del encarado, por su hermetismo, por su falta de respuesta afectiva; impotencia por la ausencia de pruebas; temor a una posible represalia; alegría si lograba percibir vergüenza o temor en el otro; angustia ante la indiferencia de los presentes. Luego aparece una extraña tranquilidad: orgullo por estar enfrentando su temor, por atreverse, y alivio, como si hubiera descargado un enorme peso de sus espaldas. Como si al enfrentar al responsable en el careo, le quitara a éste el poder omnímodo de que gozara antaño.

Nuestra intervención en esta etapa la consideramos de vital importancia. El hecho de sentirse acompañados, y profesionalmente protegidos, provoca en los familiares una sensación simbólica de reconocimiento social; nosotros como representación de otros actores sociales que se conmueven en lo humano, que también se indignan y duelen, en una suerte de juego de espejos ante su vivencia emocional.

En nosotros aparecen también temores, fantasías, culpas. Un sentimiento de ser responsables de su dolor, dudas, culpa por confrontar al familiar a la reviviscencia de lo traumático, de ahondar tal vez la llaga, llegando incluso a sentirnos responsables de lo siniestro, copartícipes del abuso.

Pudimos aceptar la necesidad de compartir esto con nuestro equipo, para también ser acogidos en nuestra experiencia y dolor, para poder volver a ordenar nuestras ideas, serenarnos y así poder realmente apoyar a los familiares.

Otro momento de este proceso fue informar, preparar y contener a los familiares, y especialmente escuchar frente a cada etapa sus dudas y temores, para disminuir la tensión, angustia y desconcierto ante lo desconocido y frío del lenguaje jurídico.

Se estableció la necesidad de dar a conocer al familiar documentos y declaraciones, mantenerlos informados y en un lenguaje accesible. Esto generó un mayor acercamiento, mayor confianza y, por sobre todo y más importante, hizo que los familiares se sintieran cada vez más sujetos activos y protagónicos en los procesos, en la medida que comprendían los pasos a dar y las trabas legales que enfrentaban.

Por otra parte, la reiteración de los careos, citaciones para oír lo mismo y repetir sus declaraciones debilitan las esperanzas, provocando reacciones al interior de las familias por insistir en algo que nunca llegaría a obtenerse y resolverse. El agotamiento y la frustración parecían interminables.

Muchas veces la información que aparecía en el proceso removió la memoria familiar y, en más de una ocasión, la información judicial y su lenguaje mostraba al ausente como criminal, violentando al resto de la familia, aumentando la impotencia y el dolor. Se rompía así el secreto

familiar, la unidad indestructible, los lemas internos y también la figura idealizada, sobrehumana, que la familia crea para mantener el recuerdo del que no está. Se rompe la lealtad sostenida por la idealización y el secreto familiar, pero también se da el paso a una nueva etapa del duelo: la aceptación colectiva del ser querido en su plenitud real, con sus cualidades y defectos, sus aciertos y errores.

12. Consecuencias de la represión y la impunidad en la salud mental de los familiares de las víctimas de violación del derecho a la vida.

En esta sección, finalmente, queremos exponer sucintamente los procesos y transformaciones psicológicas y emocionales que muestran, en lo individual, a nivel de la relación vincular intrafamiliar y en el vínculo con la sociedad, los efectos de la represión y la impunidad en las personas.

12.1. En lo individual.

• Sentimientos de desprotección e impotencia, derivados de la violencia incomprensible e indefensión ante las instituciones y agentes del Estado.

La violencia incomprensible, por lo siniestra, perversa, ilegítima y arbitraria, a través del miedo lleva a un sentimiento de desprotección e inermidad paralizante. Sentimiento que, reforzado por la indefensión ante las instituciones estatales, genera una impotencia culposa con rabia contenida al no poder canalizar sus acciones debido al aislamiento, estigmatización y marginalización de que fueron objeto durante la dictadura.

• Privatización del daño: una muerte natural es privada, una muerte por represión debería ser social.

La muerte natural es propia en el sí mismo (privada) en la medida que es resultado de procesos biológicos en que el hombre hace todo lo posible por evitarla, su dedicación va dirigida a prolongar la vida y lograr que ésta sea placentera, sin dolor. En esta situación, la familia vive el duelo en silencio.

En cambio, la muerte que sigue a un acto violento y planificado, a un crimen aberrante, es ajena, impuesta y provocada y, por tanto, debería ser social, abierta a un dolor colectivo, en la medida que su origen, la violencia organizada desde el Estado, refleja el carácter inhumano, carente de moral, que penetra al conjunto de la sociedad. Evitar la negación del crimen, el ocultamiento de sus formas, la gravedad de sus consecuencias, es decir, socializar la muerte por represión, además de reparar el daño en los directamente afectados, previene el daño colectivo y garantiza una sociedad sana.

Dificultad para percibir el daño propio producto de la represión directa: los familiares que sufrieron cárcel, exilio, tortura o que vivieron igualmente la represión social amplia, no sólo conviven con el temor y desconfianza permanentes, sino que niegan o minimizan su propio daño. Es como si ante la muerte o desaparición no fuera legítimo el dolor de otras agresiones que sufrieron, pero ante las cuales sobrevivieron. También se siente culpa por haber sobrevivido, con autodesvalorización del sí mismo, que les impide proyectarse vitalmente.

Se ha descrito el "síndrome del sobreviviente" (1) como un conjunto de perturbaciones mentales y somáticas que se presenta en el preso torturado sobreviviente luego de su liberación. Este síndrome incluye prolongada astenia de la personalidad (en que destaca la pérdida de sentido de la vida); depresión y falta de iniciativa y voluntad para realizar actividades; inestabilidad emotiva, irritabilidad, pesadillas e insomnio. En el plano somático: agotamiento general, enfermedades psicosomáticas y envejecimiento precoz.

Cuando la verdad ha sido negada por tanto tiempo, validar la propia realidad es extremadamente dificultoso. La realidad requiere de consenso, pero como vimos, la comunicación intrafamiliar sobre la pérdida ha sido complicada y escasa, con mantención prolongada del secreto como una defensa ante el dolor.

Especialmente en aquellos casos que quedaron sin "convicción" por el Informe de la CNVR, la realidad no fue ratificada por la sociedad, aumentando el grado de marginación y aislamiento, con riesgo de patologías mentales graves, con confusión y desrealización.

En estos casos, se pierde el juicio de realidad respecto al origen y mecanismos del crimen en la medida que su autoría es negada en la exterioridad, y no es considerada una violación del derecho a la vida producida por agentes del Estado. Así, los familiares no sólo padecen las consecuencias del trauma y su impunidad, sino que son llevados a la autoinculpación.

• Dificultad para elaborar el duelo, el que se hace perenne, encapsulado, congelado. Las experiencias traumáticas límites, en que el hombre es el agente agresor, son seguidas de duelos complejos, con ansiedad crónica, incertidumbre, pérdida de confianza en el prójimo, falta de certeza de la muerte, imposibilidad de acceder a un juicio de realidad, dificultad para legitimar la rabia, etc.

El congelamiento del duelo se expresa también en una dificultad para generar relaciones afectivas profundas, por temor a nuevas pérdidas, a nivel intra o extrafamiliar, manifestándose en vínculos afectivos frágiles intergeneracionales o con personas externas al núcleo familiar.

Por otra parte, el duelo no resuelto se acompaña de dificultad para disfrutar (no se dan permiso para entretenerse, alegrarse, jugar); reacción íntimamente ligada a la culpa y lealtad con la persona ausente.

• Permanece la reviviscencia del trauma. Al no poder cristalizar el duelo de tristeza, la rememoración del trauma se da en forma permanente, y año a año se reactiva la expresión plena del dolor extremo, el pánico, el asombro, la rabia de antaño.

En los casos en que se ha podido recuperar el cuerpo del familiar y vivenciar la certeza de la muerte, ver lo que del ser querido resta (huesos, géneros, pelo), ver el pequeño ataúd en que se les entrega, hace revivir en forma brutal los momentos iniciales de dolor.

Es una llaga abierta que sangra con todo nuevo acontecimiento, surgiendo fantasías terroríficas: pesadillas, temor a que los mayores les sean arrebatados o dañados. Los vacíos se rellenan con sensaciones e imágenes atemorizantes, lo que lleva a mayor miedo y, a veces, parálisis o inmovilidad.

• Contención, represión, inhibición o negación de sentimientos vistos como "negativos" o no aceptables (pena, dolor, soledad, temor, depresión), lo que no es compartible ni expresable. Vergüenza ante los familiares que aparecen como duros, y que son capaces de asumir la pérdida con fuerza y seguir luchando por la verdad y la justicia. Todo lo cual lleva a una dificultad para verbalizar los sentimientos de desprotección, miedo, pena, rabia. Cualquier expresión de "debilidad" es censurada, reprimida, considerada como atentado a la dignidad de la familia.

Inseguridad permanente: hay trasmisión del temor-terror a los más jóvenes, incluso a aquellos que desconocen el hecho represivo. Salir a la calle, relacionarse con los otros, enfrentar a los uniformados, no avisar donde se está, etc., se convierte en un problema angustioso, tanto para el que lo padece como para quien espera su retorno. La incertidumbre es una constante.

A su vez, la precariedad de la vida cotidiana junto a lo amenazante e imprevisible de una nueva ruptura traumática, restringen la proyección hacia el futuro. El presente se vivencia como "otro día de sobrevida", apareciendo carente de proyectos vitales.

En los jóvenes y niños se reproducen la desconfianza e inseguridad generadas desde los adultos: la relación con los demás es vislumbrada como potencialmente riesgosa. A su vez, la estigmatización y el secreto familiar dificultan la relación con sus pares, como si la experiencia traumática familiar nunca le permitiera sentirse igual a los otros jóvenes.

Por otra parte, en los hijos o hermanos sobrevivientes, la idealización del progenitor o hermano muerto se transforma en un modelo a imitar que nunca se logra, generando frustración constante y sensación de incapacidad y minusvalía, con una autoimagen muy descalificadora.

El cierre de los procesos, por amnistía, sobreseimiento, etc., provoca frustración por pérdida del objetivo central que ha dado sentido vital durante años a los familiares afectados.

Al conocer, en algunos casos, el paradero del cuerpo, pero no acceder a la justicia y darse cuenta que va a ser imposible lograrlo, desaparece la tarea que dio sentido a la vida por tantos años. Esto provoca una sensación de vacío vital, falta de ganas de vivir, sentimientos de culpa por sobrevivir y disfrutar. En el fondo, es un duelo existencial.

El estrés crónico estrechamente ligado a la agresión permanente, la inseguridad cotidiana, la incertidumbre, la ausencia de una verdad completa sobre los hechos y la constatación categórica de la impunidad, todo ello conforma una espiral angustiosa crónica que culmina, como se ha visto con el tiempo, en el desarrollo de múltiples formas de patologías psicosomáticas y en la facilitación de procesos cancerosos.

12. 2. En sus vínculos intrafamiliares.

Las consecuencias observadas en lo individual repercuten, también, en la forma en que se construyen y desarrollan los vínculos entre los miembros de la familia. A continuación resumiremos las transformaciones más destacadas en la dinámica intrafamiliar derivadas de la represión y la impunidad.

• La afectividad. El mundo afectivo queda encapsulado en la propia individualidad, lo que se extiende a casi la totalidad de la vida afectiva de los miembros de las familias y de sus vínculos. Esto aparece como fortaleza, que es ampliamente valorada por los demás. Se mantiene el secreto familiar y el silencio cruza las relaciones afectivas. Hay reticencias a querer "demasiado" por temor a la pérdida; no se expresa el cariño, limitándose la relación afectiva al apoyo pragmático para la sobrevida.

• La comunicación se rigidiza, dejando en el ámbito de lo innombrable el hecho represivo y los sentimientos vivenciados. La comunicación se establece casi solamente para lograr la supervivencia económica, lo que es reforzado por su realidad de extrema pobreza. Al mismo tiempo, la afectividad restringida y defendida determina un lenguaje desprovisto del contenido emocional de las vivencias, experiencias y acontecimientos, haciendo que la comunicación carezca de la expresión directa de los sentimientos, en lo verbal y en lo gestual.

• Proyección de inestabilidad vital a todo nuevo miembro (nuevos hijos, nietos, sobrinos, etc). Se traspasa el sentimiento pero no el contenido, generándose actitudes medrosas, inseguras, culposas y desvitalización, que se reproducen en las nuevas generaciones.

El niño tiene su sensibilidad libre de racionalización, percibiendo directamente la angustia, el temor, la pena, el dolor, la nostalgia, etc., y defendiéndose inconsciente y automáticamente de esos sentimientos a través del silencio, de no preguntar, de respetar el secreto y compartir la melancolía desvitalizada. La tristeza impregna así el trasfondo de todas sus manifestaciones emocionales.

Rigidización de las relaciones intrafamiliares. Como vimos más arriba, la familia se defiende y se protege ante el trauma, la violencia constante y la marginación, reestructurándose fuertemente en forma aglutinada, con gran adherencia de sus miembros, o dispersándose por la ruptura violenta de sus vínculos previos al trauma.

Los más jóvenes (tercera generación o hijos que en el momento del hecho eran muy niños) generalmente tienen una vaga noción de lo sucedido y desconocen los motivos del hecho represivo. En ellos se observan fantasías terroríficas, pesadillas inexplicables, malos comportamientos escolares, etc. Cuando se enfrenta el problema, aparece la fantasía de muerte o desaparecimiento de algún ser querido.

Los jóvenes temen preguntar a sus mayores.

Este desconocimiento genera distancia, falta de comunicación, rabia y pena.

Rigidización de las jerarquías intrafamiliares. La parentalización, en que uno de los hijos asume el rol del padre y esposo, o una hija el rol materno, trastoca los roles naturales e impide el desarrollo e individuación natural. Se pierde el rol originario: no puede ser hijo o hija, ni tampoco hermano o hermana. Y en sus relaciones externas reproduce el rol protector, comprensivo, no aprendiendo a dejarse acoger o a pedir ayuda. Esta característica lo hace aparecer ante los demás como "capaz de todo", de resolver él solo sus problemas y dificultades, reforzando entonces su soledad y aparente autosuficiencia.

Dificultad para aceptar los cambios propios del ciclo vital familiar e individual. La adolescencia y adultez, el establecimiento de parejas o la posibilidad de construir una nueva familia son vistos como amenaza a la integridad de la familia.

La rigidización de los vínculos intrafamiliares y la trastocación de las jerarquías y roles son una forma de reestructuración defensiva y, al mismo tiempo, su permanencia garantiza la estabilidad y unidad familiares. De ahí que cualquier cambio estructural que se avecine se percibe amenazante, como un riesgo de desestabilización y de pérdida más que de crecimiento y desarrollo.

• Conflictos entre hermanos. Al asumir cada uno roles diferentes en la búsqueda de verdad y justicia, algunos se resienten y se recriminan mutuamente, se distancian entre ellos, sin lograr visualizar que la agresividad proviene del aparato estatal y de la sociedad y no de ellos mismos. Por tanto, no logran compartir los sentimientos que los embargan, acusándose mutuamente de no hacer nada o de "acaparar" la tarea, dejándolos marginados y excluidos o dueños absolutos del conocimiento y toma de decisiones respecto a la verdad y búsqueda de justicia.

12. 3. En sus vínculos con la sociedad.

• Aislamiento Social. El desconocimiento oficial, durante tantos años de su condición de víctimas del Estado, generó distancia y desconfianza con el entorno más cercano. Muchas veces se dudó, adjudicando la responsabilidad a la familia, a su "poco cuidado"; si eran adolescentes permanecían con la idea de que "por algo sería, algo habrían hecho". Al mismo tiempo, la represión y guerra psicológica permanentes de la dictadura reforzaban la estigmatización y peligrosidad de las familias afectadas.

• Rigidización de los límites externos, con importantes dificultades para permitir el ingreso de nuevos miembros a la familia (amigos, parejas, etc.), los que quedan excluidos del secreto, que es guardado celosamente.

Esto impide la generación de nuevos vínculos, pero también compromete la mantención de vínculos antiguos: el temor de volver a sufrir una situación represiva les dificulta para hablar de lo sucedido. Esta actitud responde al hecho de que muchos fueron denunciados por los propios vecinos, que en su mayoría desconocían las posibles consecuencias. Desde adentro y desde fuera de la familia se refuerza la "gethización", el encapsulamiento estigmatizado, y la marginación.

• Falta de participación en la vida política y social. No sólo es provocada por el temor, sino también por no creer en la solidaridad y empatía, así como por atribuir a la organización política la responsabilidad en las causas de la desaparición o muerte.

• Dificultades para mirar el futuro como algo estable. Las familias quedan detenidas, estancadas en una situación generalmente de pobreza y aislamiento, lo que se trasmite a las generaciones siguientes. Se reproduce una constante de dolor, miedo, resignación y autoinculpación.

• Pérdida de identidad nacional y de grupos de pertenencia. En jóvenes "no dañados" directamente por la represión, la ambivalencia respecto a una realidad ambigua y heterogénea en su interpretación, se internaliza como tal. Nuestros jóvenes, por el contrario, han vivido siempre con la certeza de una sola realidad: que el crimen siniestro cometido contra su familiar fue ejecutado por agentes de Estado. Así, al ser confrontada su certeza con la sociedad y la memoria oficial negadora de los crímenes que los anula y excluye, se debilita gravemente el sentimiento de identidad con la patria y de ciudadano con derechos inalienables.


1. "El Síndrome del Sobreviviente". Prof. Zdzislar Jan Ryn. Academia Médica de Cracovia, Polonia.


Editado electrónicamente por el Equipo Nizkor- Derechos Human Rights el 30abr02
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