El 11 de septiembre en La Moneda
EN EL EXTREMO DEL MUNDO
Los sobrevivientes. Prisión y Tortura

Este Capítulo ha sido elaborado en base de entrevistas realizadas con algunas de las personas que sobrevivieron al ataque a La Moneda, por sus declaraciones judiciales en diversos procesos, por la lectura acuciosa de los libros de Sergio Bitar "Isla 10" y el de Sergio Vuskovic Rojo "Dawson" y de la revisión de numerosas entrevistas dadas a diversos medios de prensa por sobrevivientes de la Isla Dawson, entre ellos la de Maximiliano Marihoz. En algunas oportunidades nos referiremos a las obras citadas al final del texto; en otras, pondremos entre comillas lo expresado por los sobrevivientes.

Nos parece importante empezar este capítulo con el testimonio de uno de los miembros del GAP que logró sobrevivir, pues él nos enfrenta dramáticamente con las innumerables técnicas de tortura que muy temprano se instalaron en Chile.

Se trata de Julio Hernán Soto Céspedes, quién fue uno de los choferes de los tres autos que llegaron con el Presidente Allende a La Moneda esa mañana. Esto es un extracto de la declaración que él realizó en octubre de 1999, ante el Juzgado Central de Instrucción Nº 5 de Madrid:

"El día 11 se septiembre de 1973 conduzco el auto en que viajaba el presidente constitucional de Chile, Salvador Allende, desde su residencia en Tomás Moro hasta el Palacio de la Moneda.

Una vez que llegamos a la Moneda nos dirigimos a los diferentes puntos de trabajo que estaban preasignados: los choferes teníamos que ir al garaje y dejar los coches en posición de salida para posibles emergencias y el resto de los escoltas ubicarse en sus puestos de guardia dentro de la Moneda.

Después de dejar el auto en el garaje (situado frente al edificio de la Moneda), me dirijo a la Moneda para recibir instrucciones e información de lo que estaba ocurriendo.

La información sigue siendo la misma: la Marina es la que está alzada contra el Gobierno de Salvador Allende...o sea, que estamos frente a un golpe militar y asumimos una actitud de defensa del Palacio de la Moneda bajo órdenes directas del Presidente Salvador Allende. Se me da orden de que debo ocupar el Ministerio de Obras Públicas. Esto debía hacerlo con los seis choferes que estábamos en ese momento, más dos compañeros de apoyo que vinieron a ayudarnos.

Nos mantuvimos en esa posición hasta cerca de las tres de la tarde, tiempo durante el cual intentamos impedir que la infantería pudiera tomar el Palacio de la Moneda por asalto. Después del bombardeo aéreo, hubo un ataque de tropas terrestres de infantería que tomaron la Moneda y se produce la salida y la toma de prisioneros.

Nosotros, desde Obras Públicas nos preparamos para tratar de salir de ese Ministerio mezclados con el personal que había en este lugar. Pudimos ver, desde nuestra posición, cómo sacaban a nuestros compañeros en condición de prisioneros e identificar algunos que son trasladados al Regimiento Tacna, entre los cuales se encontraban además Pablo Zepeda; Juan Osses y Hugo García. Estos se encuentran vivos en la actualidad.

Logramos salir mezclados entre el personal. Se nos exigió la entrega del carnet de identidad y se nos obligó a retirarnos por el sector de La Alameda dejándonos en libertad.

Desde ese día hasta el día 29 de septiembre de 1973 me mantuve en la clandestinidad colaborando con el refugio de dirigentes sindicales en la sede de embajadas extranjeras. A causa de esta tarea fui reconocido por personal de Carabineros en la Embajada de México al acompañar a uno de ellos. Fui reconocido debido a que este personal militar era el mismo que prestaba servicio de custodia en la residencia presidencia de la calle Tomás Moro.

Fui trasladado a la 24ª Comisaría de Carabineros, en Las Condes, Santiago. Allí fui sometido a los primeros interrogatorios por oficiales de Carabineros a los que podría llegar a identificar fotográficamente por no recordar los nombres.

Los interrogatorios se basaban en la obtención de información mediante la aplicación de torturas que consistían básicamente en la aplicación de la picana eléctrica o instrumento similar que producía quemaduras en los puntos donde era aplicada. También me produjeron quemaduras por la aplicación de cigarrillos sobre la piel. Con instrumental quirúrgico producían cortes en los laterales del rostro a la altura de las orejas, produciendo levantamiento de la piel y con la amenaza de producir el despellejamiento. Durante la noche del día 29 al 30 de septiembre de 1973, fui sacado de la celda donde estaba preso y trasladado a un patio interior. En dicho lugar se me tapó el rostro con una prenda de vestir y procedió a amarrarme a una pared. Una vez allí dieron instrucciones a lo que yo supuse era una pelotón de fusilamiento. El oficial a cargo dio la orden de fuego. En ese mismo momento recibí un golpe en el estómago y dicho oficial rió a carcajadas.

En el informe policial producto de los interrogatorios fui identificado positivamente como chófer de la presidencia, concretamente de Salvador Allende, y como miembro del GAP.

En la madrugada del día 30 de septiembre soy trasladado al campo concentración que estaba localizado en el Estadio Nacional donde me entregan junto al informe que había realizado el cuerpo de Carabineros en la Comisaría 24.

En el Estadio Nacional soy introducido en uno de los camarines usados como vestuarios por los deportistas. Allí soy interrogado por un grupo de cuatro oficiales que pertenecían a un organismo ad hoc de inteligencia conocido como Coordinación (integrado por los cuerpos de inteligencia del Ejército, Aviación y Carabineros, que fue el embrión de la después conocida DINA). Estos oficiales volvieron a reiterar los interrogatorios y los métodos. En este caso fui colgado por los pies del techo del camarín, con las manos atadas a la espalda con cuerdas y a cara descubierta. En esta posición era golpeado en forma permanente mediante patadas, puñetazos, golpes y simultáneamente golpes de corriente en cualquier lugar del cuerpo.

Este sistema se repetía sin solución de continuidad en todos los cambios de personal que supongo correspondían a los turnos militares. El interrogatorio se basaba explícitamente en tratar de conocer los lugares donde ellos suponían se encontraba almacenado armamento y en tratar de identificar a otros miembros de la custodia presidencial.

En una oportunidad fui sacado de la celda por los soldados de guardia y llevado a los baños donde restregaron mi cara contra los excrementos que allí había, obligándome a ingerirlos a causa de la asfixia. Simultáneamente era golpeado.

Estos métodos fueron aplicados durante aproximadamente una semana. En el período que pasé por este centro de detención el responsable militar del mismo lo identifiqué como el coronel Pedro Espinoza. Debo destacar que los oficiales y otro personal militar no llevaba placas de identificación personal de ningún tipo. Sin embargo llevaban uniforme con los galones con su grado militar a efectos de su propia organización interna".

Como lo hemos dicho, las primeras personas detenidas el día 11 de septiembre de 1973 fueron militares. El primero fue el Almirante Raúl Montero Cornejo, retenido en su domicilio de Santiago desde la medianoche del día 10 de septiembre.

En su libro "El día decisivo" (1) Pinochet relata cómo hizo detener a su ayudante, el comandante Zavala. Fue el segundo militar detenido, siendo el tercero, el general Alberto Bachelet. Seguramente la reconstrucción de la historia entregará más nombres de militares que no aceptaron el golpe y a consecuencia de ello, fueron destituidos, perseguidos, hechos prisioneros y algunos torturados.

El primer civil detenido, fue posiblemente el Ministro de Defensa, Orlando Letelier del Solar quién al ingresar al Ministerio a primeras horas de la mañana fue aprehendido.

Esa mañana del 11 de septiembre de 1973, ciento nueve personas llegaron a La Moneda: funcionarios de gobierno, periodistas y asesores, ministros, médicos, familiares del Presidente Allende , miembros de la Secretaría, miembros de las Fuerzas Armadas, Carabineros, detectives y guardia civil del Presidente (GAP) (2).

En el curso de esa mañana, varias de estas personas abandonaron el Palacio Presidencial por petición expresa del Presidente. Algunos, para seguir acompañándolo desde sus respectivos lugares de trabajo; otros, para cumplir tareas que les permitieran denunciar lo que estaba pasando. Muy significativo es el caso del jurista español Joan Carees, quién no quería abandonar al presidente en esos momentos. Allende le solicitó entonces, que se fuera, que salvara su vida para que "más adelante, él contara lo que había pasado en Chile e informara lo que en esos momentos estaba sucediendo". Ante esta súplica Joan Carees abandonó La Moneda. A través del tiempo, se ha demostrado que él cumplió y sigue cumpliendo lo que Salvador Allende le solicitó.

Sus hijas, Beatriz e Isabel, junto a otras mujeres, entre ellas, Verónica Ahumada, periodista, y Nancy Jullien, esposa de Jaime Barrios Meza, abandonaron el Palacio, cediendo a las exigencias de Allende que, enterado ya del inminente bombardeo de La Moneda, quiso salvar sus vidas.

Los acontecimientos, las palabras, las vivencias, emociones y dolores de las personas que abandonaron La Moneda están registradas en artículos y publicaciones de prensa, en libros, que años después de ese día se escribieron y que en la actualidad se siguen escribiendo (3).

Finalmente desde momentos antes de iniciarse el bombardeo al Palacio Presidencial quedaron junto al Presidente o en otras dependencias al interior de La Moneda un número importante de personas que decidieron permanecer junto a Allende. El inspector Juan Seoane expresó ante la Comisión Rettig "...Una defensa era imposible, había pocas armas, ninguna de ataque, creo que más que un acto de guerra, el permanecer ahí era un acto de dignidad...". Por su parte, en su libro "El día decisivo", Pinochet dice (4):

"...Allende quedó absolutamente solo, con excepción de un pequeño grupo de fanáticos que aceptó ciegamente una lucha para ellos, sin destino".

Después del bombardeo salieron por la puerta de Morandé 80 un grupo de ellos. Al salir a la calle fueron agredidos, obligados a tenderse en el suelo, con las manos en la nuca, amenazados de ser aplastados por un tanque e insultados vilmente. El general Javier Palacios ordenó que los médicos se identificaran y se pusieran de pie. Fueron liberados o enviados a sus casas, algunos con arresto domiciliario, los doctores Patricio Arroyo, Danilo Bartulín, Alejandro Cuevas, José Quiroga, Hernán Ruiz Pulido, Víctor Hugo Oñate y Osear Soto. Quedaron detenidos los doctores Patricio Guijón y Arturo Jirón, siendo ambos trasladados primero a la Escuela Militar y más tarde a la Isla Dawson. Patricio Guijón quedó bajo arraigo en Chile durante todos los años de régimen militar.

De los médicos liberados, dos son detenidos al día siguiente al presentarse voluntariamente al saber que sus nombres figuraban en un bando militar que les requería: Oscar Soto y Danilo Bartulín, siendo liberados a las pocas horas. Oscar Soto se asiló, en tanto el doctor Bartulín fue nuevamente detenido, enviado al Estadio Chile y posteriormente a Chacabuco. Luego de meses de prisión se ve obligado a abandonar el país. Los demás médicos fueron citados a mediados de octubre al Ministerio de Defensa a declarar. "Fuimos tratados con deferencia en la Fiscalía Militar. Allí nos interrogan adecuadamente y entienden que nuestra presencia en La Moneda era de orden profesional", relata el doctor Patricio Arroyo. Sin embargo, él fue detenido días más tarde a instancias del Fiscal del Servicio de Salud, doctor Díaz Doll, compañero de curso y de carrera, quién había hecho detener a innumerables médicos. Permaneció cincuenta y siete días detenido en un local de la calle Agustinas, en donde se encontraban más de cien médicos, en igual situación.

La presión ejercida sobre el equipo de médicos que cuidaban de la salud del Presidente continuó durante meses. Varias veces detenidos por días, interrogados en innumerables ocasiones con la intención de hacerlos declarar calumnias acerca de la vida privada de Allende, sucesivamente debieron partir al exilio Hernán Ruiz Pulido, Alejandro Cuevas, Víctor Hugo Oñate y José Quiroga.

Fueron trasladados al Regimiento Tacna los doctores: Enrique París, Jorge Klein y Eduardo Paredes. La historia de sus calvarios, de sus muertes y desaparecimientos fue narrada antes.

Sólo dos mujeres se encontraban en el grupo que salió por Morandé 80: Miria Contreras Bell y Marta Silva. Esta última era una mujer joven, secretaria de Daniel Vergara, a quienes los médicos encontraron en una Oficina de la Subsecretaría del Ministerio del Interior, sola y aterrada. Le pusieron un delantal blanco y fue sacada del lugar en una ambulancia hacia la Posta Central, de donde pudo escapar inmediatamente. Posteriormente salió al exilio.

Miria Contreras, Payita, en cambio, sale con el último grupo. Llevaba en el bolsillo de la chaqueta la Declaración de Independencia que se la había entregado momentos antes el Presidente Allende para que la salvara del incendio provocado por el bombardeo. En el primer piso, antes de salir por Morandé 80, un soldado le arrebata el pergamino y lo destruye, a pesar de los gritos de ella diciéndole de qué se trataba. Una vez en la calle, cuando todo el grupo es empujado a tenderse en el pavimento con los pies hacia la cuneta, y mientras pasan disparando desde el aire unos helicópteros, un soldado la hace ponerse debajo de la cornisa para que se resguarde de las balas, incluso le dice que se ponga las manos en la cara para protegerla. Gracias a ese soldado, que la separa del grupo, fue vista por el hermano del secretario del Presidente Allende, Osvaldo Puccio, el mayor de Sanidad Dental del Ejército y dentista del personal de La Moneda, Jaime Puccio quién había llegado temprano a La Moneda ese día. Por petición del Presidente Allende , salió del palacio, fue a su casa y se vistió con el único uniforme que tenía -el de gala- y regresó a La Moneda en los momentos en que los detenidos salían por Morandé 80. Cuando ve a Miria Contreras, tendida en el suelo, con un soldado encañonándola, le dijo que se pusiera tiesa, que se hiciera la muerta, y acto seguido le ordenó al soldado que llamara a la ambulancia que estaba en la esquina, diciendo: "...esa mujer está herida" (5). Miria se pone tiesa, los camilleros la agarran de los pie y de las manos y la tiran a la parte de atrás de la ambulancia. La ambulancia se va sin detenerse hasta la Posta Central. Cuando los médicos se acercan para atenderla, ella les da su nombre y les dice que viene de La Moneda y que se tiene que ir. Pero el doctor Alvaro Reyes y una enfermera, se lo impiden y deciden protegerla. (6)

Miria Contreras estuvo días peregrinando de casa en casa, sin poder comunicarse con sus hermanas, ni con sus hijos y más aún, ignorando la suerte corrida por su hijo Enrique. Finalmente, el embajador de Suecia Harald Eidelstam la rescató y la llevó a la Embajada de Cuba. Permaneció meses asilada. Finalmente logró salir del país en junio de 1974 hacia el exilio.

Esa mañana se encontraban además en La Moneda "Carlos Briones, Ministro del Interior; Clodomiro Almeyda, Ministro de Relaciones Exteriores; el Ministro de Educación, Edgardo Enríquez, los ex Ministros y hermanos José y Jaime Tohá; Hugo Miranda, Senador del Partido Radical y Aníbal Palma, ex Ministro de Educación" (7), momentos antes del bombardeo, se trasladan al sector del Ministerio de Relaciones Exteriores, ubicado en el mismo edificio del Palacio de La Moneda. En las bóvedas del Ministerio soportaron el bombardeo. A las cinco de la tarde fueron sacados, en medio del humo y de las llamas del incendio, por la calle Morandé. Allí tuvieron el primer encuentro con las fuerzas militares. Algunos de ellos fueron conducidos al Ministerio de Defensa. Los trasladaron de piso en piso, de oficina en oficina, sin decidir qué hacer con ellos. Fueron así testigos que en el Ministerio de Defensa se encontraba personal de la Misión Norteamericana, trabajando en conjunto con los militares chilenos que dirigieron el golpe.

Previamente habían salido en horas de la mañana desde La Moneda hacia el Ministerio de Defensa como delegados de Allende, con la misión de parlamentar con los militares. Dice Pinochet en su libro "El día decisivo": "...el Almirante Carvajal me informa que se encuentran el Subsecretario Vergara y el Secretario Puccio y que son portadores de una serie de condiciones de Allende...además me comunica que han llegado numerosos funcionarios de la Unidad Popular. A medida que ingresan se les detiene. Así Vergara, Flores y Puccio, padre e hijo y otros quedan en calidad de detenidos".

Cómo, cuándo y en qué forma fueron tomados prisioneros, está relatado en numerosos libros. A nosotros nos interesa en este punto tan sólo destacar que todos ellos junto con las personas que fueron detenidas al salir de La Moneda, como el doctor Arturo Jirón, el periodista y asesor presidencial, Carlos Jorquera, y el doctor Patricio Guijón sobrevivieron.

La mayoría de ellos fueron trasladados al Ministerio de Defensa. En ese Ministerio "...un Teniente que se identificó con el apellido de Zamorano del Estado Mayor" les informó la calidad de prisioneros en que se encontraban y que serían trasladados a la Escuela Militar. Allí se les sumó Hernán Soto, Subsecretario de Minería, que había sido detenido en un control callejero.

Sergio Bitar, que se presentó voluntariamente junto con Jorge Tapia el día 13 de septiembre también fue trasladado a la Escuela Militar. "...Mi primera gran sorpresa fue ver a varios que los días 11, 12 y 13 se les daba por muerto o fusilados, se encontraban detenidos en la Escuela Militar...". Venían de La Moneda, Clodomiro Almeyda, Ministro de Relaciones Exteriores; Fernando Flores, ex Ministro de Economía; Patricio Guijón, médico; Arturo Jirón, médico; Orlando Letelier, Ministro de Defensa; Hugo Miranda, senador; Aníbal Palma, ex Ministro de Educación; Osvaldo Puccio G., secretario de Salvador Allende, Osvaldo Puccio H., estudiante de Derecho, Adolfo Silva, fotógrafo de La Moneda; Jaime Tohá, Ministro de Agricultura; José Tohá, ex Ministro de Defensa y del Interior y ex Vicepresidente de la República, Daniel Vergara, Subsecretario del Interior y Hernán Soto, ya mencionado.

En la Escuela Militar se encontraban o llegaron horas después. Orlando Budnevic, abogado; José Cademártori, diputado; Jaime Concha, ex Intendente de Santiago; Edgardo Enríquez, Ministro de Educación; Alfredo Joignant, Director de Investigaciones; Carlos Jorquera, Secretario de Prensa de Salvador Allende; Enrique Kirberg, Rector de la Universidad Técnica del Estado, UTE; Erick Schnacke, dirigente del Partido Socialista, Miguel Lawner, Director de la Corporación de Mejoramiento Urbano; Miguel Muñoz, funcionario del Banco Central; Carlos Matus, ex Ministro de Economía; Carlos Lazo, Vicepresidente del Banco de Estado; Luis Matte, ex Ministro de la Vivienda; Vladimir Arellano, Director de Presupuesto; Carlos Morales, ex diputado; Camilo Salvo, diputado; Aniceto Rodríguez, senador; Héctor Olivares, diputado; Julio Palestro, Gerente de la Polla Chilena de Beneficencia; Tito Palestro, Alcalde de San Miguel; Anselmo Sule, senador; Jorge Tapia, ex Ministro de Educación y de Justicia y Benjamín Tepliski, Secretario Ejecutivo de la Unidad Popular.

En la Escuela Militar los dejaron en piezas separadas. Sólo pudieron verse en las horas de comida, en esos momentos pudieron contarse lo que cada uno había vivido. En esos relatos se distingue nuevamente la oposición entre la dignidad y la brutalidad. Por ejemplo, José Tohá cuenta que cuando llegó a La Moneda se encontró con un militar que le preguntó: " Qué viene a hacer Ud. aquí, si este lugar va a ser bombardeado? contestándole "Vengo a estar junto al Presidente. Esa es mi responsabilidad".

Desde un principio los prisioneros viven la mentira, la falsedad, la tergiversación. Los militares, en tono de sorna, les dicen lo que según ellos habían encontrado en Tomás Moro, "...drogas y fotografías pornográficas...". Todos sabían "...por la relación con el Presidente, que era falso...".

Ya desde la Escuela Militar se inician los malos tratos, la violencia, "...la permanente hostilidad de los alféreces". El hostigamiento, los gritos de amenaza, la interrupción del sueño.

El día 15 de septiembre todo el grupo fue subido a buses, sin explicaciones. Nadie sabía hacia dónde los llevaban "...Los alumnos de la Escuela Militar que los custodiaban iban vestidos con trajes de batalla, con metralletas y granadas". "...Las advertencias que les hacían y las duras palabras pronunciadas eran de muerte "cualquier movimiento iba a ser objeto de disparo.. ante toda acción dudosa serían aniquilados". Bitar expresa en su libro "...Nuestras vidas corrían peligro" y el "sentimiento de muerte fue el más intenso que tuvimos".

En el aeropuerto de Los Cerrillos fueron entregados, entre vejaciones y golpes, al Grupo 7 de la Fuerza Aérea de Chile, que se encontraba allí. "Con groserías e insultos nos instaron a descender rápidamente". Al bajar de los buses los empujaban, los agredían, los amenazaban y algunos de sus guardianes pronunciaron las primeras palabras que demostraban la penetración del odio que anidaban en sus mentes, "...Así que tú querías destruir al país desgraciado". Los tironeaban, les rompieron sus ropas, los ultrajaban; era la deshumanización, la invasión del sí mismo, la agresión a la dignidad personal que así se iniciaba.

Sergio Bitar, en su libro (8) señala que "...a la distancia pude distinguir a un Oficial extranjero que observaba esta maniobra". Por su parte, Hernán Soto recuerda que: "Había un avión brasileño y en la losa oficiales de esa nacionalidad."

Todos, en una forma o en otra, relatan que la idea de la muerte inminente rondaba en sus mentes y frente a esta idea formas muy diversas de respuestas psicológicas surgieron en ellos: la toma de conciencia absoluta de lo que se vivía y por tanto la angustia consecuente o la negación de la realidad y la no realización de los significados, la no comprensión y a través de ella, la negación de la realidad que permite sobrevivir a "esos trágicos momentos".

En el aeropuerto los llevaron hacia un avión, los subieron y los ubicaron en el centro del mismo. Hombres con metralletas en las manos se instalaron a cada extremo. Cuando se inició el vuelo se dieron cuenta que se dirigían al sur.

¿Cuál iba a ser su destino? Nadie decía nada, ¿cuál era el propósito de todo eso? La comunicación, el diálogo humano había desaparecido, sólo existía el discurso de la amenaza y la violencia. "...Una sensación de pánico nos invadió a todos", especialmente cuando a los insultos y a los malos tratos, se agregó el silencio. Era un trato brutal, sin palabras, sin gestos, sólo el de los gritos, de los fusiles apuntándolos.

Al llegar a Punta Arenas, ya de noche, las armas se dirigían directamente al cuerpo de cada uno. Al descender, potentes focos los alumbraban, encegueciéndolos. Sólo adivinaban la presencia del numeroso contingente que los rodeaba. A esta estimulación luminosa y al robo de parte de su identidad, al fotografiarlos, se agregó enseguida la privación de la vista y del aire. Los encapucharon. A la pérdida del principal sentido de orientación del espacio cognitivo se agregó el ahogo, el desconcierto, la duda y en algunos el pánico y el terror. Era la apropiación por el otro de la libertad, de la vida. "La percepción de algo terrible" expresa Sergio Bitar, "se hizo agobiante". Todos tuvieron la vivencia inminente de la muerte, de que esos eran sus últimos momentos.

"En absoluto silencio fueron trasladados en blindados a unas barcazas". En uno de los carros acorazados, el disparo de un guardia hirió accidentalmente en una mano a Daniel Vergara, que fue llevado en esas condiciones a Dawson. "El no dijo nada. Guardó silencio, su mano sangraba".

Esta vez eran marinos, con metralletas, los que los custodiaban. Era la tercera rama de las Fuerzas Armadas que ahora se hacía cargo de ellos. Un Oficial les advirtió: "...Aquí no se puede hablar, no se puede conversar, no se puede dormir, nadie puede moverse..". Entre cada uno de las órdenes que daba, decía con voz fuerte "Right". Giraba apuntándolos con una metralleta a modo de amenaza. Algunos soldados estaban aterrados.

A las seis de la mañana llegaron a lo que más tarde reconocerían como la Isla Dawson, isla situada en el extremo sur de Chile, más allá del paralelo 54.

En la madrugada del 16 de septiembre la barcaza atracó a una playa desierta. Agotados, maltratados, fueron recibidos en medio de la nieve, de un frío intenso, en la semioscuridad por un nuevo contingente de las Fuerzas Armadas, "...estábamos agotados, tensos y entre nosotros Daniel Vergara herido...".

Caminaron varios kilómetros sobre el ripio y la nieve. Al llegar a una especie de ensenada los recibió el Comandante del campo Jorge Fellay (68). Para los uniformados, por las palabras que les dijeron, ellos eran como los generales de un ejército enemigo. Estos generales que "nunca tuvimos armas ni trajes de guerra y nuestros gestos y palabras jamás fueron voces de orden y ni menos de amenazas".

Las órdenes fueron trasmitidas a los prisioneros con palabras brutales, difíciles de asumir porque jamás antes las habían escuchado, "...si no obedecíamos, seríamos dados de baja inmediatamente...".

Treinta y seis personas fueron introducidas en una barraca de treinta y dos metros cuadrados. Por abrigo sólo les dieron una frazada. Era la base de la Compañía de Ingenieros de la Infantería de Marina, Compingin, construida con paneles prefabricados. El viento penetraba sin compasión. Ahí, encerrados e incomunicados, un sentimiento de irrealidad, del sin sentido, del desconcierto entre lo verdadero y lo desconocido los invadió.

"Un sentimiento de incredulidad me invadió, en pocas horas, nos habían cambiado la imagen de lo que pensábamos era Chile, algo increíble" (9). Era la ruptura traumática con el medio de referencia habitual. Fueron individualizados con una letra y un número, con prohibición absoluta de tratarse por sus nombres o referirse a ellos.

Luego de cinco horas de encierro, en un lugar construido sólo para ocho personas fueron sacados a un patio con ripio, cercado con alambres de púas. El comandante Jorge Fellay, nuevamente les dirigió un discurso de amenazas, órdenes y restricciones. No podían ni siquiera abrir la puerta de la barraca sin antes pedir permiso para hacerlo. Las siguientes palabras que resultaron míticas fueron dichas a gritos, "el que aparece, desaparece".

En ese lugar, vestidos con ropas inadecuadas para resistir el frío y el viento imperante, fueron sometidos a la tortura de la incomunicación, las amenazas, el encierro y el hacinamiento, junto a diversas privaciones y al hambre. Cuando fueron sacados de la Isla, en mayo de 1974, la mayoría de ellos habían bajado más de quince kilos.

Gran parte del grupo tenía más de sesenta años y algunos estaban afectados de enfermedades crónicas: diabetes, nefro y cardiopatías, problemas a la columna. Allí no había médico, lugar de reposo, atención, medicamentos ni cuidados especiales para ninguno de ellos.

Pronto se dieron cuenta que cerca de ellos existían lugares donde estaban recluido otros prisioneros. Eran gentes de Punta Arenas. Hombres muy jóvenes, la mayoría obreros. En las noches y a veces durante el día, escuchaban sus lamentos, los torturaban. Gritos, disparos, voces de mando, ráfagas de metralletas. No sabían si verdaderamente fusilaban a algunos. Las dudas y la desesperación de no saber lo que hacían con ellos era permanente. No lograban verlos, pero la representación macabra de su situación ocupaba sus pensamientos.

En un par de ocasiones fueron obligados a ver televisión en que se denigraba al gobierno del Presidente Allende y a sus partidarios. Un diario mural les "informaba" de detenciones, fusilamiento y supuestos escándalos descubiertos por militares.

Estas visiones interiores se patentizaron cuando una semana después de su llegada, llevaron hasta el grupo a siete prisioneros que traían desde Valparaíso, Sergio Vuskovic, Alcalde de la ciudad, Maximiliano Marholz, Regidor de esa Municipalidad y Suboficial mayor en retiro de la Armada, Ariel Tacchi, Regidor de Viña del Mar, Walter Pinto, gerente de ENAMI-Ventanas, Leopoldo Zuljevic, Superintendente de Aduanas, Luis Vega, Asesor jurídico de la Intendencia y Andrés Sepúlveda, Diputado por Valparaíso "..sus caras, sus miradas, sus expresiones de terror los llenaron de estupor, venían horriblemente torturados. Habían sido flagelados junto a otros cuarenta prisioneros en el buque escuela "Esmeralda" de la Armada, habían permanecido diez días (desde el 11 hasta el 21 ó 22 de septiembre). Ellos contaron que fueron sacados de sus casas en la madrugada del 11 y llevados directamente a la "Esmeralda". Allí, según sus testimonios, fueron dejados en calzoncillos, tendidos sobre la cubierta del barco o en las bodegas. Permanecieron largo tiempo boca abajo, en el suelo, con las manos en la nuca, recibiendo golpes. Cada cierto tiempo, según sus relatos, algunos eran llevados para un tratamiento más duro: los amarraban a uno de los palos de la goleta y les propinaban golpes en el vientre, en el rostro y les arrojaban agua helada. Otros recibían descargas eléctricas en la boca, en el pecho, en los genitales. Permanecieron la mayor parte del tiempo sometidos a tales castigos. Junto con esto les arrojaban la comida al suelo, obligándolos a arrastrarse para comerla... Con estas vivencias llegaron a Dawson. Sepúlveda por ejemplo, nos mostró su lengua quemada, erosionada, en los bordes por las descargas eléctricas. Marholz llegó a la isla orinando sangre y con un hueso de la pelvis trizado. Pinto tenía heridas en la espalda. Vuskovic, con derrames interiores, por los golpes recibidos en el vientre. También había sufrido descargas eléctricas y les habían echado sal en las heridas...".

Fue una nueva forma de tortura, el constatar y el ver los cuerpos flagelados, una brutal realidad y un posible destino para ellos mismos.

Cada mañana, tras el toque de aviso debían estar listos en pocos segundos, para salir corriendo hasta un riachuelo. Disponían sólo de tres minutos para asearse en esa agua gélida, en donde veían flotar los excrementos de las letrinas de los soldados que estaban instaladas metros más arriba.

Durante quince días estuvieron así encerrados, sufriendo frecuentes allanamientos "bruscos y duros" por los infantes de marina que apuntándolos con metralletas, los sacaban a un rincón de las alambradas o los ponían contra las planchas de zinc ¿Era el fin?. "Una vez más, e innumerables veces pensábamos que nos matarían, que nos iban a fusilar". Con las manos en la nuca, vueltos de espalda, los pateaban, para que abrieran las piernas. Los vejaban, "nunca se atrevieron a dar la cara mientras tenían sus armas en las manos. Cuando uno los miraba, no podían resistir. Era la pequeñez moral" (10).

Este tipo de comportamiento en algún modo también les provocó pena, desagrado y dolor mental al ver cómo otro semejante, otro ser humano se había transformado en un agresor y en algunos casos, en una bestia. Era la cobardía moral que por ello mismo, es comparable a la crueldad.

A los pocos días de llegados percibieron la penetración que en las mentes y comportamientos de los militares tenían las mentiras y el engaño de lo que su creador denominaría "Plan Zeta" (11), para legitimar el golpe de Estado, la represión, la tortura, las ejecuciones sumarias y tempranamente el desaparecimiento para siempre. Ellos eran los enemigos "...nos miraban como delincuentes, nos trataban así...". Esa la gran mentira que mediante mecanismos de ideologización y especialmente de su gestión maligna, penetró progresivamente en la interioridad de los militares y, en gran parte, de la población civil. A través del miedo, a través de la idea de que los partidarios del gobierno de Allende, y especialmente estos prisioneros, los tenían en listas para matarlos a ellos, logró crear el odio y el desprecio con que eran tratados. Se les señaló que el "Plan Zeta" había sido encontrado en la oficina de Daniel Vergara, que era Subsecretario del Interior. Se les acusaba de todo, incluso de que ellos "habían querido cambiar la bandera nacional", "que habían entregado secretos militares a otros países".

La isla se llenó de rumores y calumnias; los guardianes las propagaban y los falsos informes que transmitían las radios de la dictadura eran interminables: que "Allende junto a ellos, había llevado una vida escandalosa e inmoral", que "Orlando Letelier era traficante de armas", que "el doctor Edgardo Enríquez había robado millones de dólares", que "doña Irma de Almeyda era una sinvergüenza". Se sabe ahora que, por años, investigaron a los dirigentes de la Unidad Popular, a los ministros, a los asesores, a las esposas y nunca pudo comprobar algún fraude moral o económico.

Las mentiras enardecían los ánimos contra esos "posibles ladrones y asesinos".

Era una nueva forma de tortura psicológica, la degradación como personas, sin posibilidad de defenderse, de desmentir, reivindicar o protestar. Era la indignación y el dolor que los penetraba y que los dejaba perplejos.

Junto a Jorge Fellay, comandante responsable, estaba el coronel Aquiles Cáceres (12), el teniente primero Eduardo Carrasco (13), el subteniente Mario Tapia (14) y el capitán de Ejército, Mario Zamora (69). Estaba también un psicópata, a quienes, incluso sus compañeros, llamaban el Loco Valenzuela, "que era teniente... y apuntaba a la cabeza con una metralleta y la mantenía allí durante un largo rato o bien, frente al pelotón de prisioneros indefensos, sacaba una granada y jugaba con ella, mientras los amenazaba".

Era la amenaza de la muerte permanente, el trauma psíquico de vivir una situación límite, descrita por el psiquiatra Bruno Betelheim mientras se encontraba prisionero en los campos de concentración nazi "..es decir una situación extrema, que tiene un carácter inevitable e incomprensible, una duración incierta, un peligro permanente y que provoca una sensación de impotencia total de la persona frente a ella...". Esta situación límite creaba el trauma psíquico, es decir, el encuentro brutal entre la interioridad de la persona y una situación exterior de peligro extremo.

"No sé si este trato duro, deshumanizado, en que predominaba el odio, se debía a la tensión y amenaza a que ellos mismos estaban sometidos por sus superiores". Sin embargo, frases como "...ésta es nuestra oportunidad, al que se mueva lo matamos", o situaciones como cuando en las noches, bruscamente, se producían apagones de luz y les gritaban "...al primero que se mueva, se da de baja inmediatamente". El asesinato de hombres desarmados no sólo parecía deseado sino, a veces, intencionalmente buscado.

Sin embargo, no todos tenían estas conductas. Hubo excepciones, algunos a escondidas, daban palabras de aliento. Algunos prisioneros recuerdan al sargento Canales "que se portó bien". No obstante, la mayor preocupación de los superiores era que no hubiese contacto entre los guardianes y los presos. Todo trato humano era castigado, "Se les inculcaba que acercarse a nosotros, era como acercarse a una jaula habitada por un grupo de personas que supuestamente estaban en una actitud de gran beligerancia y agresividad", "tengan cuidado", les decían a los conscriptos, y les prohibían acercarse a nosotros, "son violentos y en cualquier momento pueden abalanzarse sobre ustedes y quitarles las armas" (15).

Fotografiados, una y otra vez, allanados, registrados, tocados, manoseados, se habían transfigurado para ellos, no eran lo que eran, no podían defender su dignidad, su esencia. Les habían robado su propia identidad, para transformarlos mediante las mentiras del nuevo poder en lo que no eran, en lo que nunca habían sido. "Eramos observados como seres extraños". Las miradas de desprecio que ellos nunca antes habían recibido los confrontaba al más terrible de los sentimientos humanos: el odio que lleva a la crueldad.

A los doce días de llegar se iniciaron los interrogatorios. Interrogatorios interminables, duros, secos, con preguntas cortantes que, por falsas y engañosas, sólo tenían como respuesta el silencio o la negación. Vivieron vejación: la tortura verbal, la de los insultos, los gritos, las amenazas, sin posibilidad de diálogo, ni de expresiones o palabras de defensa. Desde el inicio hasta el final del interrogatorio, no hubo nunca respuesta posible.

Quince días habían transcurridos en medio del frío, la nieve, el viento incansable cuando se inició otro tipo de tortura: el trabajo forzado.

Al principio, de carácter voluntario se hizo rápidamente obligatorio, aún para los de más edad, para todos, sin excepción, incluso para los enfermos o heridos. Fueron obligados a marchar con gestos marciales "como un Batallón", fuertemente custodiados y obligados a cantar himnos marciales. No entonándolos sino gritándolos. Entre la nieve y el barro, caminaban cinco o más kilómetros de ida y de vuelta. En otras oportunidades, los trasladaban "como animales", en camiones logísticos. A medio día pasaba un camión para dejarles la comida: un trozo de pan y un tazón con una sopa. A las diecisiete treinta horas debían regresar "agotados, algunos con desgarros musculares, esguinces, torceduras".

En el mes de noviembre de 1973, llegaron trasladados desde Santiago: Luis Corvalán, Pedro Felipe Ramírez, Julio Stuardo, Alejandro Jiliberto y Orlando Cantuarias. Habían sido detenidos en diferentes circunstancias y lugares. Solamente Orlando Cantuarias se había entregado voluntariamente luego que su primo Gustavo , coronel de Ejército, ex Director de la Escuela de Alta Montaña de Los Andes, había muerto en extrañas circunstancias el día 3 de octubre de 1973, mientras se encontraba detenido en la Escuela Militar. Desde su llegada, Luis Corvalán fue el prisionero más castigado, humillado, vejado, sin que lograran quebrarlo.

Durante los meses que estuvieron en la Isla Dawson los prisioneros colocaron postes, cavando en una tierra dura y pedregosa, limpiaron un pequeño tranque, cortaron árboles, transportaron bolones de piedra en sacos que debían llevar en sus espaldas desde la playa hasta el patio del campamento. Hundidos en el barro hasta la cintura, debieron sacar, desde las ciénagas, la capa vegetal, "todo esto en medio de un clima siempre frío y ventoso".

Agotados, no desfallecieron. Habían vencido la capacidad de asombro, ella ya no les servía para resistir. Crearon y recrearon medidas para sobrevivir. Escribieron y no olvidaron lo que eran y habían sido, estudiaron en grupo, grabaron piedras y lentamente se recuperaron.

Los medios de comunicación seguían denigrándolos, no sólo a ellos sino a sus familiares y esposas. A éstas, el general César Benavides, había convocado para amenazarlas y hacerlas terminar su campaña, nacional e internacional, para obtener su liberación. Algunas de ellas fueron detenidas.

La revista Vea del 18 de octubre de 1973 señaló al describir cómo se encontraban los ex funcionarios del gobierno de la Unidad Popular "El aspecto físico de los detenidos no es bueno, sino excelente. La vida al aire libre que llevan los ha hecho cambiar de aspecto y de carácter. Tienen el semblante de quien vuelve de unas prolongadas vacaciones: los rostros tostados y el intelecto descansado. Todas las tensiones con que llegaron a la isla --según aseguró el Comandante de la Isla- desaparecieron...".

Los médicos se hicieron indispensables, curaron incluso a militares. El arquitecto Miguel Lawner y otros prisioneros, reconstruyeron la Iglesia de Puerto Harris. Orlando Letelier colaboró activamente en la organización del grupo y ayudó con canciones a mantener la moral de los presos.

Vinieron las represalias. Se les prohibió continuar grabando piedras que recogían a la orilla del mar, como recuerdos que enviaban a sus familias. Se les requisó el papel para escribir, censurando las cartas que enviaban o recibían. Los castigos se hicieron más frecuentes. El coronel Aquiles Cáceres les quitó los instrumentos que tenían para grabar piedras y que Jorge Fellay les había permitido usar, "El 5 de marzo se efectuó un nuevo allanamiento a la barraca en busca de armas. Las encontraron. Eran pequeñas herramientas que servían para tallar piedras negras o café", escribe Sergio Vuskovic en su libro.

Los fiscales interrogadores no lograban nada. El único interrogatorio oficial que hizo el Fiscal Naval ad hoc, Lautaro Sazo (70), a un prisionero duró sólo tres minutos, "¡Cómo me pueden hacer tal pregunta? -¡Así es que no quiere contestar!- Rotundamente no" (16).

El día 15 de diciembre, el doctor Patricio Guijón junto a Orlando Budnevich fueron trasladados a Santiago. Patricio Guijón fue conducido al Cuartel Central de Investigaciones, incomunicado en una pequeña celda, en la cual sólo había un tubo por donde escurría agua, gota a gota. Durante cinco días no recibió ningún tipo de alimentos ni información de lo que sucedería con él.

El 19 de diciembre, los demás prisioneros fueron transferidos a un nuevo campo en la Isla Dawson "Río Chico". Era un verdadero campo de concentración como los nazis, con torres de vigilancia, doble alambrada, ametralladoras pesadas. Allí las fuerzas que los custodiaban se cambiaban cada veinte días entre Fuerzas Aérea, Ejército y Marina. La guardia estaba constituida por un contingente de cien militares.

El capitán de Ejército Mario Zamora, asumió el mando a fines de enero por un breve tiempo. Vuelve en abril de 1974, ahora acompañado de suboficiales de la FACH, "Institución que había iniciado juicios contra sus propios oficiales. Por ello, algunos de sus hombres a veces se jactaban de ser los más duros". "...Entre los oficiales que acompañaban a Zamora, había un teniente de apellido Valenzuela, de temperamento inestable" (17). En Marzo de 1974 llegó un Batallón de Infantería de Marina, a cargo del teniente primero Eduardo Carrasco y el subteniente Jaime Weindenlaufen (18), "Reservista incorporado a la Armada y jefe de Patria y Libertad de Valparaíso", también estaba el subteniente Mario Tapia.

A mediados de abril volvió el capitán Zamora, junto a un teniente "..Y ésta vez impuso mayor rudeza, redobló las exigencias durante los trabajos forzados, el acarreo de materiales en carretillas o también al hombro". "...Estaba preocupado de someternos al mayor desgaste físico" (19). En esa época además, las lluvias y el viento nuevamente se habían apoderado de la isla. Agotados, traspasados por el frío, los prisioneros trataban de no desfallecer. Los castigos se intensificaron con nuevas formas de tortura descritas en los Manuales de la Escuela de las Américas sobre Contrainsurgencia. Por ejemplo, dos de los prisioneros (20) fueron largamente interrogados y se los mantuvo de pie, arrimados contra una pared con el cuerpo inclinado, apoyándose sólo en tres dedos durante largas horas.

Pero entre los prisioneros se encontraban algunos que debían morir de muerte lenta. A mediados de marzo, en una sola semana, habían muerto en Santiago el general Alberto Bachelet y el ex Ministro de Defensa, José Tohá.

Cuando falleció José Tohá, el general Gustavo Leigh, Comandante en Jefe de la Fuerza Aérea, comentó "Su estado era sumamente grave, y desde hace algún tiempo se estaban solicitando informes médicos, para no sorprender a la opinión pública con su muerte" y agregó "El señor Tohá fue traído desde el sur para ser sometido a un tratamiento especial de alimentación" (21). Estas palabras frías que torpemente ni siquiera lograron ocultar el deseo de la muerte, y aún más revelan los medios que estaban usando para explicar el destino final del prisionero son las que se repitieron en forma descarnada por el nuevo poder para justificar los diecisiete años de crímenes.

La muerte. Uno de ellos había muerto. El dolor de la pérdida los penetró, las lágrimas no se ocultaron. Un duelo amargo se instalaba una vez más en sus vidas.

Finalmente, el 8 de mayo de 1974 los oficiales a cargo del capitán Zamora, les informaron "Que disponían de media hora para recoger sus cosas, vestirse, ordenar y formar afuera". La noche anterior, el doctor Arturo Jirón había sangrado. Una úlcera gástrica se había abierto, como señal de su cansancio, amargura e impotencia. Aún en ese estado fue obligado a formar junto a los demás.

Antes de partir, fueron allanados y registrados. Luego los hicieron marchar, custodiados por el capitán Zamora y su gente. Ellos apuraban el paso para hacerlos desfallecer. En el mar, una lancha torpedera vigilaba la maniobra. Eran sólo treinta.

Los hicieron caminar diez kilómetros. Era la distancia que separaba el campamento de la pista de aterrizaje. Tal vez el último castigo ordenado por el capitán Zamora fue hacerlos cruzar a pie un río, que a causa de las lluvias de los días anteriores, se había vuelto torrentoso y helado. No hizo excepción con nadie, ni con los enfermos.

Finalmente llegaron a la cancha de aterrizaje. Allí los hicieron bajar a una especie de hoyo que había en el terreno, amontonados. Soldados armados desde arriba los vigilaban. Luego de una hora aproximadamente, sintieron la llegada de los aviones. Recién entonces los hicieron salir de la hondonada. "A cargo de los aviones, había un capitán, un coronel, un teniente, más algunos oficiales, además de Zamora y los encargados de la prisión". Primero fueron obligados a cantar tres canciones marciales; luego debieron sentarse en un terreno fangoso, esperaron un largo rato antes de ser subidos en grupos al avión que los trasladaría en varios viajes, tras ocho meses de detención, nuevamente a Punta Arenas.

En la base aérea del aeropuerto fueron dos veces allanados: la primera vez, despojados de sus pequeños enseres; el segundo allanamiento fue hecho, por hombres que vestían de civil. Los registraron uno por uno, sus cuerpos fueron recorridos por un detector de metales, mientras, "los miraban con desprecio", ellos sostenían esas miradas. Habían recuperado su integridad y lo que ahora les provocaba sufrimiento no eran principalmente las agresiones a que eran sometidos, sino el constatar que el "dramático calvario", como lo expresó más tarde Clodomiro Almeyda, era provocado por otro ser humano, y en este caso, por otro chileno que se había transformado y degradado y que frente a estos individuos, ellos "seguían siendo seres humanos y no una letra, o un número, a los que pretendió reducirnos la dictadura" (22).

Los subieron a un avión, Hércules C-130, amarrados a los asientos, uno al otro, permaneciendo apuntados con metralletas, obligados al silencio y a la inmovilidad y, una vez más, ignoraban su destino. Llegados a Santiago, en el aeropuerto de Los Cerrillos, los esperaba un nuevo contingente militar. Fueron fotografiados uno a uno y, luego, interrogados por el coronel Jorge Espinoza del Servicio Nacional de Detenidos, SENDET, quien ya había viajado antes a la Isla Dawson para interrogarlos.

Habían llegado al aeropuerto un total de cuarenta detenidos, eran los últimos. En ella quedaron los prisioneros de la zona austral que ellos nunca vieron. Los separaron, en cuatro grupos de a diez, entregándolos a cada una de las ramas de las Fuerzas Armadas.

En el grupo que iba al Ejército se encontraban, entre otros, Luis Corvalán, quien fue trasladado a la Escuela de Infantería junto a otros prisioneros. Edgardo Enríquez fue enviado al Hospital Militar.

Entre el grupo que iba a la Fuerza Aérea, estaba Miguel Lawner y el doctor Arturo Jirón, a quien, como ya dijimos, el día anterior se le había producido una perforación de úlcera duodenal. Trasladados a la Academia de Guerra de la Fuerza Aérea (AGA), lugar que se conocerá más tarde como uno de los más sofisticados centro de interrogatorio y tortura.

El grupo que fue entregado a los marinos fue subido a avionetas, con sus ojos vendados y capuchas en la cabeza y trasladados directamente al campo de concentración de Puchuncaví, llamado "Melinka". "Era un campamento construido como centro de veraneo para los obreros durante el gobierno de Salvador Allende y que se encuentra muy cerca del mar, en la Bahía de Quintero" (23).

Los carabineros trasladaron a los detenidos a Las Melosas, en el Cajón del Maipo. Entre ellos iba Daniel Vergara, en grave estado de salud por su enflaquecimiento, por las heridas provocadas por ellos mismos y que nunca fueron tratadas. Fue tratado como un bulto, como un desecho, que había que perder.

Era evidente, que antes de su llegada, las diversas ramas de las Fuerzas Armadas se habían repartido a los prisioneros.

"Al llegar fui conducido al Regimiento Tacna", relata Clodomiro Almeyda. El ex Ministro de Relaciones Exteriores, había sido trasladado junto a Alfredo Joignant a Santiago, el día 1° de febrero de 1974. De allí fue llevado a la Academia de Guerra Aérea (AGA) donde fue desnudado y vestido con un traje de preso "una especie de pijama", siendo despojado de todos sus enseres y desde ese momento sometido a torturas psicológicas para obligarlo a hacer declaraciones "sobre cosas que yo debería saber y nunca se me dijo claramente lo que eran". Le exigieron que redactara un documento, a lo que se negó, no cumpliendo con el deseo de sus guardianes.

Entonces, fue sometido a torturas físicas y deprivaciones.

Al cabo de un tiempo lo regresaron al Regimiento Tacna y durante tres meses lo mantuvieron incomunicado. A mediados de julio, fue trasladado al campo de prisioneros de Ritoque, donde se unió a sus antiguos compañeros.

"Una noche, inusitadamente, fue informado que debía abandonar el campamento, al día siguiente, fue expulsado junto a otros cinco prisioneros a Rumania".

Desde el 8 de mayo de 1974, fecha en que habían sido trasladados desde Punta Arenas, hasta julio de ese mismo año, el resto del grupo permaneció disperso en diversos centros de reclusión. Habían pasado desde sus cargos de ministros, asesores, dirigentes del gobierno de Salvador Allende a "retenidos", "prisioneros", "prisioneros de guerra", "rehenes" y posteriormente calificados, por el propio Augusto Pinochet, como "delincuentes comunes". En esta última calidad, a mediados de julio de 1974 fueron nuevamente reunidos en un campo de concentración en Ritoque, muy cerca de Quintero, "eran también casitas de madera, construidas para los trabajadores durante el gobierno de Allende. Eran balnearios populares. Las habían cercado con alambradas de púas, bastante altas y en el exterior colocaron empalizadas de madera" (24).

Aquí fueron nuevamente sometidos a interrogatorios. Querían encontrarlos culpables de robo, desfalco, uso indebido de dineros del Estado. Nada de eso pudieron probar a ninguno de ellos. No habían adquirido nuevas propiedades, ni autos ni objetos de valor. Interrogados una y otra vez, revisados detalladamente sus haberes y sus cuentas bancarias, no encontraron nada, al contrario de lo que sucede con Augusto Pinochet, quién en octubre de 1973 había informado a los corresponsales extranjeros que los miembros de la Junta harían una declaración de sus bienes. "He vivido en casas que el Ejército me ha proporcionado y en las ciudades donde se me ha destinado". En la actualidad cabría "investigar cómo el general, sin haber recibido ninguna herencia que se sepa, puede hoy en día tener una fortuna que, en un inventario cicatero, alcanza a los cinco millones de dólares" (25).

Por otra parte, los juicios de la Fuerza Aérea a que habían sido sometidos, oficiales y personal de esa rama y dos altos funcionarios del gobierno derrocado, Erick Schnake y Carlos Lazo. Habían culminado con la conmutación de la pena de muerte por la pena de extrañamiento, debido, tal vez, al trabajo de denuncia nacional e internacional "El gobierno y la Fuerza Aérea de Chile, a través del general José Berdichevski, se vieron obligados a declarar que no había penas de muerte".

El 10 de septiembre de 1974 salió del Campamento de prisioneros Orlando Letelier, junto a Osvaldo Puccio, hijo. Se los llevaron a la prisión de Tres Alamos, en Santiago. Allí los esposaron para dormir. Al día siguiente, a Orlando Letelier lo condujeron a la Embajada de Venezuela, donde permaneció desde las once de la noche hasta las cinco de la mañana, hora en que salió al exilio. "No hice declaraciones", como no las hizo ninguno de los que salían, para proteger la vida de los que quedaban detenidos. Así, Letelier, cuando aterrizó en Caracas, se limitó a decir, "Es como empezar a vivir de nuevo". Días antes, en Ritoque, el coronel José de la Fuente, había dicho "muchos de ustedes saldrán de aquí, pero tengan cuidado, porque la mano de los Servicios de Inteligencia es larga, y los alcanzaran donde estén". Con Orlando Letelier del Solar cumplieron su sentencia, el 21 de septiembre de 1976, en Washington, una bomba destruyó su vida y la de Ronnie Moffit (26), quien era una colaboradora del Instituto for Policy Studies de Washington D. C.

Finalmente la mayoría de los integrantes del grupo fueron liberados o expulsados de Chile. Clodomiro Almeyda a la República Democrática Alemana; Fernando Flores a Estados Unidos; Arturo Jirón, luego de un largo arresto domiciliario con su familia, se exilió en Venezuela; a Hugo Miranda lo acogieron en México; Aníbal Palma se exilió en Costa Rica; Osvaldo Puccio, padre, luego de largos meses de arresto domiciliario, se exilió en la República Democrática Alemana; su hijo en cambio, el más joven de todos los prisioneros de la Isla Dawson, fue uno de los primeros expulsados de Chile, primero llegó a Rumania y luego, al lugar donde se encontraba su padre; Jaime Tohá, quién había pasado por el Regimiento Buin y Ritoque, salió finalmente a Mozambique; José Tohá había muerto en extrañas circunstancias en el Hospital Militar; Daniel Vergara fue expulsado de Chile, llegando finalmente a la República Democrática Alemana donde falleció; el doctor Edgardo Enríquez quién por esos meses perdiera a dos de sus hijos, Miguel, muerto en un enfrentamiento y Edgardo detenido desaparecido, llegó con su familia a México; y Hernán Soto estuvo preso en el campamento de Ritoque hasta septiembre de 1975. Al igual que el doctor Patricio Arroyo» no salió de Chile y vivió en permanente incertidumbre.

La mayoría de ellos vivieron la pena del destierro, el exilio.


Notas:

1. "El día decisivo". Ob.Cit. pág. 131.

2. "El último día de Salvador Allende". Oscar Soto. Ob.Cit. págs. 278 a 281.

3. Ver bibliografía

4. Ob.Cit. pág. 36

5. El doctor Jaime Puccio fue dado de baja del Ejército al día siguiente del golpe de Estado. Estuvo con detención domiciliaria hasta el 15 de septiembre de 1973 y trasladado a la Cárcel Pública de Santiago, en donde permaneció durante diecinueve días incomunicado y luego cuatro meses detenido. El decreto de exoneración fue firmado por el general Arellano Stark, bajo el cargo de Alta Traición a la Patria

6. Por este acto, el doctor Alvaro Reyes fue detenido días después y condenado a 30 años de prisión.

7. "El último día de Salvador Allende". Oscar Soto. Ediciones El País Aguilar, SA.,1998.

8. "Isla 10" . Sergio Bitar. Pehuén. Colección Testimonio. Segunda Edición 1987. pp. 35 ss.

9. "Dawson". Sergio Vuskovic Rojo, Ediciones Michay, S.A. Madrid, 1984. Frases de Clodomiro Almeyda.

10. "Dawson". Ob.Cit. Frases de Orlando Letelier, pág. 73.

11. "plan Zeta". En una entrevista publicada el 11 de abril de 1999, Gonzalo Vial "confesó haber sido uno de los autores del "Libro Blanco" de la Junta Militar, editado en octubre de 1973, que intenta justificar el golpe de Estado. La publicación incluye el mítico Plan Z. En enero del año 2000, el canciller José Miguel Insulza señaló: " Ni moros ni cristianos creen en el Plan Z...Fue un invento absoluto". Sin embargo, en nombre de este Plan innumerables personas fueron sacrificadas.

12. Oficial de la Armada de Chile. Responsable en el mando de "Dawson", campo de prisión política en 1973 y 1974.

13. Uno de los oficiales del contingente destacado en Isla Dawson para la vigilancia de los prisioneros.

14. Subteniente de la Armada de Chile. Responsable de la isla Dawson junto al grupo de oficiales, comandados por Jorge Fellay.

15. "Isla 10". Sergio Bitar. Colección Testimonio. Editorial Pehuén. 1987. pp. 106-108.

16. "Liberta per Corvalán". Turingraf-Torino. 1975. Del testimonio de Benjamín Tepliski.

17. "Isla 10" Ob.Cit. pág. 186.

18. Subteniente y Reservista de la Armada; Jefe de Patria y Libertad en Valparaíso. Es descrito como una persona despectiva, prepotente y arrogante. Fue condecorado con la "Medalla Minerva" por el Presidente Patricio Aylwin.

19. "Isla 10". Ob.Cit.

20. Luis Vega y Jaime Concha

21. Sobre el asesinato de José Tohá, leer entre otros documentos, "El testimonio de Victoria Morales de Tohá", en el libro "Dawson", Sergio Vuskovic, págs. 33 a 42. (Documento extraído de "Denuncia y Testimonios. Actas de la 3ra Sesión de la Comisión Internacional de Investigación de los Crímenes de la Junta Militar en Chile, realizada en Ciudad de México, del 18 al 21 de febrero de 1975".

22. Testimonio de Enrique Kirberg, Rector de la Universidad Técnica del Estado, hasta el golpe militar.

23. "Isla 10". Ob.Cit. pág. 46.

24. "Isla 10" Ob.Cit. pág. 239.

25. "El proceso que le falta a Pinochet". Hernán Millas. Revista Rocinante. No 23. Septiembre 2000. En este artículo el autor enumera más de ocho propiedades adquiridas por Pinochet en todos estos años.

26. "Orlando Letelier: Testimonio y vindicación". J. Garcés; S. Landau. Ed. Siglo XXI, Madrid, 1996.


Editado electrónicamente por el Equipo Nizkor- Derechos Human Rights el 11sep03
Capitulo Anterior Proximo Capitulo Sube