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02oct16


Un aimara boliviano, entre los líderes de la protesta de los siux


La guerra del agua cambió nuestra Bolivia e impulsó una manera de lucha en favor al medioambiente para nuestra subsistencia. El agua, así como lo es el petróleo, es escasa en muchos países y abundante en otros. Cuando estos se juntan, por alguna razón, los efectos son desastrosos.

En el país más poderoso del mundo se está librando una batalla sin precedentes y aunque no es una noticia que esté acaparando los titulares del mundo, sus consecuencias tendrán repercusiones que estarán con nosotros por el resto de nuestras vidas.

El medioambiente está en peligro y así como en nuestras selvas del Tipnis, los defensores son indígenas. La diferencia es que son indígenas gringos. En medio de ellos, hay un aimara, Diego Apaza.

El viaje

Son dos vuelos diarios desde Miami hacia Bismarck, la capital de Dakota del Norte, una ciudad de 67.000 habitantes, donde la mayoría de ellos viven de la agricultura y la ganadería. Este estado se encuentra a orillas del río Misuri y está lleno de historia, sobre todo de la época de la conquista del oeste.

Desde niño recuerdo películas y series en la televisión con cowboys e indios y cómo fueron conquistados. Recuerdo al gran cacique de los siux Toro Sentado, también a Búfalo Bill. La historia nos cuenta cómo los nativos pieles rojas fueron derrotados por el hombre blanco, que sus tierras fueron confiscadas y que ellos fueron obligados a vivir en reservas, que los vicios como el alcohol y las drogas del hombre blanco los subyugaron.

En la actualidad estas reservaciones cuentan con leyes independientes a los estados de los cuales forman parte y se han modernizado gracias al surgimiento de casinos en sus territorios.

Ahora, una empresa petrolera planificó un oleoducto que llevará petróleo desde Dakota del Norte hasta Pakota, Illinois con una tubería de 1.886 kilómetros y un costo de $us 3.800 millones. Cuando fueron a pedir permiso para pasar por Dakota del Norte, las autoridades de Bismarck se negaron a que este oleoducto pase por debajo del río Misuri, ya que cualquier desperfecto podría contaminar millones de litros de agua potable. Por esta causa la empresa pidió pasar por terrenos de propiedad de los ingenieros del Ejército de Estados Unidos, que les concedieron la autorización sin pensar que la mayoría de estas tierras también comprometen territorios sagrados de los siux. En camino a tierra de los siuxs, está el gran campamento Standing Rock erigido por más de 250 naciones nativas desde donde más de 7.000 personas, entre familias indígenas y defensores del medioambiente luchan su propia guerra del agua.

Lo que más asombra es el tamaño del campamento y la increíble vista de las típicas tiendas donde viven las familias. Es como una escena arrancada de una película, pero con una fila de camionetas y autos estacionados al frente.

Como es mi costumbre camino todo el campamento sacando fotos hasta que llego a orillas del río, donde los carteles anuncian que está prohibido el paso a periodistas. Esto, y las banderas estadounidenses izadas al revés, me confunden. "No estoy en el país más libre del mundo", me pregunto en silencio, mientras mirado al suelo me interno en el campamento de los Guerreros Rojos, un grupo radical que estuvo en las Noticias cuatro días atrás porque fueron atacados con perros por guardias de seguridad de la empresa que construye el oleoducto.

Casi en medio de el campamento prohibido me da curiosidad una carpa llena de libros y panfletos. Al salir fui increpado por un joven vestido con ropa camuflada y con la cara cubierta por una máscara. Me toma del brazo y con otro de sus compañeros me conducen a la salida. Ahí empiezan a interrogarme sobre por qué estaba ahí. Cuando empecé a decirles que era de Bolivia, se calmaron. Karla, una joven salvadoreña me escuchó hablar español y me contó que uno de los líderes es boliviano. Cuando le entregue mi libro sobre el Tipnis, ella me prometió una entrevista al día siguiente.

Cuando amaneció conocí a Diego, el boliviano, un hombre flaco, alto, moreno y de cabello largo. Él salió de Bolivia en 2004, cuando su padre decidió huir de la pobreza y de la falta de oportunidades para los indígenas. Para que le den la visa a Estados Unidos, asegura, tuvo que cambiarse de nombre.

En la primera conversación, me confesó que es anarquista, que cree que cualquier lucha indígena es su lucha y que no confía en los Estados, porque los gobiernos siempre están a favor de las empresas internacionales que buscan resguardar los intereses de los inversionistas y no los del pueblo. Diego Apaza lleva el rostro cubierto por una máscara y viste ropa camuflada, como el hombre que me interceptó al salir de la carpa. Lo hace porque sabe que muchas de las formas de protesta que usa son ilegales en EEUU y no quiere caer preso por defender a los indígenas en esta guerra del agua.

[Fuente: Por Samy Schwartz, Dakota del Norte, El Deber, Santa Cruz de la Sierra, 02oct16]

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